Por. D. Jael De la Luz García, México*
“Nosotras, en tiempos de guerra,
somos unas combatientes admirables,
aunque nuestros heroísmos estén hechos
a la medida de un libro que jamás se escribió.
Sólo nosotras sabemos
cuánta amargura esconden unas manos quietas,
cuánto oscuro deseo anida en lo sereno,
cuánta violencia late en la sumisión.
Nadie nos llama por las tardes
y cuando rezamos a la sombra del altar del sacrificio
pedimos de rodillas cosas
que no pertenecen a otra tierra
y a otro cielo, a otro modo de estar en esta piel.”
somos unas combatientes admirables,
aunque nuestros heroísmos estén hechos
a la medida de un libro que jamás se escribió.
Sólo nosotras sabemos
cuánta amargura esconden unas manos quietas,
cuánto oscuro deseo anida en lo sereno,
cuánta violencia late en la sumisión.
Nadie nos llama por las tardes
y cuando rezamos a la sombra del altar del sacrificio
pedimos de rodillas cosas
que no pertenecen a otra tierra
y a otro cielo, a otro modo de estar en esta piel.”
Alicia Torres, Mujeres de Atenas (Nicaragua,
1960).
Hace algunos días fui invitada por el Centro de
Estudios Teológicos y Humanísticos YOBEL y el Instituto Universitario Azteca de
Chiapas a participar en espacios académicos y eclesiásticos ecuménicos para
compartir sobre metodologías de la investigación y para charlar sobre mi libro
El movimiento pentecostal en México. La Iglesia de Dios, 1926-1948,
publicado hace ya cinco años. Justo ahora que la edición se agotó, fui
interpelada de una manera poco usual por pastores que comentaron mi libro, y
más de cerca por la charla y testimonio que algunas mujeres presentes me
compartieron, historias llenas de sentimientos encontrados. Chiapas no es un
lugar común; hay que observar mucho, dar la palabra antes de responder; invita a
deconstruirse y construirse; invita a decir quién se es. Y aunque me vi en su
mayoría entre presbiterianos reformados y pentecostales, la propia dinámica de
la presentación fue llevándome a remontarme a mi oficio de historiadora.
Todo comenzó cuando uno de los compañeros me dijo
que mi escritura y visión de la Historia había sido androcéntrica y que aunque
la presencia de las mujeres era tan visible, en cierta forma yo las había
olvidado. A partir de esa apreciación, creí necesario partir de mi experiencia
de vida para que mis acompañantes comprendieran un poco el “mundo” del cual
escribí y las razones personales y académicas que me llevaron a hacerlo.
Yo crecí en una comunidad pentecostal pobre, en los
márgenes de la modernidad de México. Originaria del municipio de Nicolás
Romero, un lugar que en el pasado fue bastión de liberales que apoyaron a
Benito Juárez en su huida al norte de México; el territorio nicolaíta fue
escenario de grandes bosques, parajes y ojos de agua que vieron sus suelos
transformados por las fabricas textileras, carboneras y papeleras durante el
Porfiriato, lo mismo que por grandes haciendas. Cuando mi madre llegó del
estado de Veracruz a principios de 1970 a este municipio y comenzó junto a mi
padre una vida en pareja nada fácil, uno de los espacios de “contención” fue
una iglesia pentecostal que la ha abrigado por casi ya cuatro décadas. Ella
cuenta que fue cuando estaba embarazada de mí cuando decidió entregar su vida a
Cristo, después de una exhaustiva labor de evangelización que una familia de
hermanos hizo durante casi cuatro años.
Mi madre tuvo tres hijos, y los tres fuimos educados
en la fe pentecostal. En mi mente de niña, no cabía la idea de por qué mi madre
no nos dejaba escuchar música del “mundo” como lo hacían los vecinos; o por qué
no teníamos tele en casa; más aún por qué no decíamos groserías o simplemente,
no se nos permitía salir a vagabundear en lugar de hacer deberes domésticos,
escolares, y todavía ir a la Iglesia a pasar los fines de semana. Para mí fue
más cercana la disciplina porque mi madre pertenecía al grupo de evangelismo
que dos veces por semana, iba de casa en casa predicando; yo era la única niña
en un grupo de adultos apasionados por Dios. Lo que para mi madre fue novedad
de vida, para mí (no sé muy bien si para mis hermanos, también) significó
prohibición, miedo, nostalgia y un gran sentido de trascendencia. Prohibición
porque todo lo que me gustaba de niña en relación a la corporeidad (baile,
ejercicios físicos) y el descubrimiento del mundo (fiestas y convivencias
“paganas”), me eran ajenas y terrenos en los cuales no debía involucrarme a no
ser que deseará perder mi salvación. Miedo porque siempre tenía que actuar muy
conscientemente de lo que me inculcaron; no debía hacer, escuchar, caminar,
tocar, probar y sentir nada fuera de lo que Dios, la Biblia y la tradición
religiosa dictaban. Dios estaba en el cielo como un gran juez castigador al que
nada se le escapaba. Nostalgia por lo no vivido, por lo escuchado de adultos en
la fe que contaban cómo Dios se había manifestado y sanado a cojos,
ciegos y personas con enfermedades terminales; parte de esa nostalgia me
llegaba al leer la vida de hombres y mujeres que creyeron a Dios y emprendieron
viajes sin saber cuál sería el destino final. La escasez económica, afectiva y
material abrigaron en mí el deseo de soñar y andar por fe pese a todo lo que me
negaba la vida. En cierto sentido, ese deseo de trascendencia y fe en mi misma
fue herencia de mi madre y mi abuela, quienes ante las adversidades, no
abandonaron la esperanza de ver en su descendencia “la obra de Dios”. Ese gran
deseo de trascender me llevó a no renunciar a estudiar Historia cuando se me
aconsejaba en la iglesia que dejara la carrera porque perdería mi fe y me
volvería atea al leer a Karl Marx, o cuando presenté el proyecto de tesis y mis
profesores dijeron que hacer historia “eclesiástica” no era lo más conveniente.
De este modo, escribir El movimiento pentecostal
en México fue un ejercicio de deconstruirme y construirme a mí misma. En el
tiempo que comencé a escribir, la historiografía de los protestantismos
mexicanos no tenía más de 30 años y los trabajos de Jean-Pierre Bastian y Rubén
Ruiz Guerra eran los más leídos entre quienes se interesaban por el fenómeno
desde una perspectiva histórica. Después conocí los textos de Leopoldo
Cervantes-Ortiz, Carlos Martínez, Carlos Mondragón, Carlos Monsiváis, Felipe
Vázquez, Rodolfo Casillas, Carlos Garma, Elio Masferrer, Roberto Blancarte,
Renée de la Torre y Patricia Fortuny Loret de Mola. Ya había una considerable
producción sobre el pentecostalismo mexicano y algunas interesantes propuestas,
pero todavía nada histórico, salvó el libro de Manuel Gaxiola, La serpiente
y la paloma. Historia, teología y análisis de la Iglesia Apostólica de la fe en
Cristo Jesús (1914-1994). Pase horas leyendo y dialogando con estos
autores que respondían a preguntas académicas, pero no existenciales.
Yo quería, en cierto sentido, que mi gente, los
pentecostales, supiera que el proyecto por iniciar no sería sólo para licenciarme,
sino que era la expresión de una búsqueda personal llena de encuentros y
desencuentros con la fe que mamé de niña, no exenta de reclamos, pero también
de amor y de esperanzas futuras. Deseaba que supieran lo valioso de su bagaje
histórico: la presencia de una colectividad que, movida por su fe, logró
transformar el escenario de la diversidad religiosa mexicana. ¿Cómo una mujer
intentaría escribir, y sobre todo “interpretar” hechos y acciones que habían
sido escritos por la mano de Dios? ¿Cómo podría escribir una Historia
científica, objetiva y con todo el rigor que mi profesión me exigía? Me aferré
a este proyecto porque creí y sigo creyendo que no hay un sólo relato y un solo
guión de la Historia como se nos dijo después de la caída del socialismo real.
Creo en la diversidad de relatos y de actores que conforman la Historia, por lo
tanto lo que hacía, para mí valía la pena ser escrito, contado y recuperado. No
quería hacer historia eclesiástica, ni una historia de bronce, positivista y
halagadora con quienes se cuentan por santos y mártires del pentecostalismo
mexicano. Por ser mujer, humanista y joven en ese entonces, tanto pastores como
académicos dudaron que fuera posible. Por ello en parte, el proceso de
escritura fue muy doloroso pero nada solitario.
Doloroso porque gran parte de lo escrito fue por
hombres y, por lo tanto, eran historias que masculinizaron la experiencia y la
trayectoria pentecostales. Las mujeres aparecían en los relatos de forma
accidental o para explicar las causas de crecimiento, división y cierre de
ciclos, pero pocas veces se les dio un lugar protagonista. Las fuentes y
archivos con los que me topé entonces, en su mayoría eran “huellas” de la
presencia y obras de hombres; sólo en fotografías había mujeres y lo que había
de ellas era lo escrito por hombres y sus percepciones sobre ellas, e incluso
las reglas impuestas por ellos a los cuerpos y andares de las primeras
generaciones de mujeres conversas. Yo había crecido en un espacio religioso en
donde no podía pensar la Iglesia sin la presencia y reconocimiento de las
mujeres; era muy obvio para mí, pero no para quienes escriben Historias. Y
aunque supe de la vida y trayectoria de Anna Sanders, Romana Carvajal de
Valenzuela, Raquel Águila de Ruesga y María Atkinson, en el relato que construí
las incorporé en los procesos y acciones colectivas; en ese tiempo no destaqué
del todo su liderazgo y cualidades que hicieron del movimiento pentecostal
mexicano una oferta religiosa en constante crecimiento. Fue en foros
internacionales y de forma más acabada en Ecuador, donde la Red Latinoamericana
de Estudios Pentecostales (Relep), me permitió compartir un trabajo de
recuperación histórica de todas estas mujeres, a las cuales también me debo. Las
mujeres en el pentecostalismo mexicano. Apuntes para la historia (Las pioneras,
1910-1948) se encuentra hoy en la red para ser consultado.
Después de la presentación de El movimiento
pentecostal en Chiapas y del diálogo con las mujeres que estuvieron
presentes, supe que mi historia de vida era también la historia de otras
compañeras que como yo, se han ido construyendo en el camino y sanando heridas
que fueron infringidas por ignorancia, fanatismos, legalismos y nepotismos
dentro de comunidades de fe, elementos no privativos de las iglesias
pentecostales. Si algo atraviesa las Historias de las iglesias protestantes,
evangélicas y pentecostales en México es la violencia simbólica, erótica,
libidinal, educativa y de ejercicio de poder que las mujeres han experimentado
y de la cual todavía se guarda mucho silencio.
Pasados cinco años he ido encontrando respuestas
tanto fuera como dentro de las iglesias, ya no como miembro, pero sí como
depositaría de una tradición sobre la cual todavía hay mucho que decir, que
analizar; muchos mitos que derribar y espacios que construir. Hoy me queda
claro que El movimiento pentecostal en México fue en primera instancia
una necesidad personal de pensarme y de pensar a mi madre, a mi abuela y a
muchas mujeres que no pudieron acceder a grados académicos, a trabajos bien
pagados, al disfrute y cuidado de la maternidad, o a una vida en pareja movida
por el amor y el respeto, y que en el pentecostalismo pudieron encontrar un
nuevo sentido a su vida, el cual nos trasmitieron generacionalmente. Ellas
creyeron que la generación a la cual sus hijas pertenecerían podría cambiar la
historia de su linaje, de su familia y por lo tanto trascender en la memoria
colectiva, aunque sus apellidos con el tiempo desaparecerían. Hoy con una
mirada feminista, creo que al pensarse así, ellas también fueron feministas en
plena acción.
Sabiendo que la tradición pentecostal está
fuertemente marcada por una visión dualista de la realidad que tiende a marcar
y enfatizar lo que considera bueno y/o malo, también creo en la libertad de
elección entre las y los creyentes. Al menos es un gusto saber que hoy día
muchas mujeres disfrutan de su corporeidad; se arriesgan a amar, incluso fuera
de las rígidas normas morales; cuestionan y anhelan que sus iglesias sean
transformadas no tanto por el Espíritu Santo, sino por la presencia y
conducción de pastoras. Me sorprende encontrar esas formas tan fuertes de
sororidad y cooperación sin condiciones. Por esas y otras razones, veo que los
pentecostalismos lentamente se van transformando. Y mientras esto ocurre,
muchas y diversas historias están por escribirse y compartirse.
*D. Jael de la Luz García es mexicana. Es
historiadora, feminista y editora de temas sobre pentecostalismo,
discriminación religiosa, fe y movimientos sociales. Es autora de El movimiento
pentecostal en México y de varios artículos académicos y ensayos de análisis
sociorreligiosos. Colaboró en la Red Juvenil Interreligiosa de México y en el
Centro de Estudios Ecuménicos. Vive en Londres y se encuentra escribiendo un
libro (en colaboración con César Avendaño) y su tesis de Maestría en Historia
sobre la invisibilización de las mujeres en contextos de persecución religiosa.
Fuente: Lupaprotestante, 2015.
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