A menudo he podido comprobar cómo los conceptos de
pecado, ira, castigo divino y afines provocan posturas polarizadas bien sea
ignorándolos o por el contrario incidiendo en ellos de una manera
desproporcionada. Es innegable que, si nos centramos en Jesús, su predicación
estuvo saturada de compasión, de misericordia y de esperanza. Pero, a la par,
también sostuvo que aquellas personas que de alguna manera impedían y resistían
este mensaje tendrían que sufrir serias consecuencias. En Jesús encontramos
tanto palabras de consuelo y ánimo como de reprobación y condena.
Para el Maestro de Galilea la situación del ser
humano era desesperada. Este estado era por él entendido como proveniente del
pecado y apuntaba a que el mismo no se encontraba en determinada institución o
estructura de gobierno sino en el mismo centro de la persona, en su corazón. De
allí es que procedían los homicidios, los adulterios, la mentira y todo el mal
que rodeaba y corrompía cualquier sociedad. El problema del ser humano era el
propio ser humano.
El Maestro no era un idealista, por el contrario
era tremendamente realista en su visión de la vida. Negar que cualquier
propuesta de convivencia, de la índole que sea, finalmente se traducirá en el
beneficio de unos pocos y en la explotación de otros muchos es vivir en otro
planeta.
Esto, además, es tremendamente fácil de comprender
ya que si se defiende el derecho de una persona automáticamente debe
denunciarse a aquella otra que procura quitarle ese derecho. Jesús llamó a esta
forma de actuar, del hombre para con el hombre, pecado. Es precisamente de este
pecado del que vino a liberarnos.
Como quiera que se entienda lo que normalmente se
ha denominado “pecado original” lo que este concepto nos quiere dar a entender
es que existe algo en nuestro interior que, más tarde o más temprano, nos
llevará a una acción moralmente condenable. Este acto que tuvo su origen en
nuestro pensamiento provocará en otra persona un daño que en muchas ocasiones
puede ser evaluable pero que, en otras tantas, es tan profundo que no existe
una manera de medirlo debido a los estragos que produce. Esto en las Escrituras
es considerado como una afrenta contra Dios mismo quien es en primera y última
instancia el Creador de todo lo existente y, en concreto, del ser humano al que
considera lo más digno de cuanto realizó con sus manos.
Ahora bien, como apuntaba al principio, los
negacionistas de toda esta cosmovisión deben o bien saltarse a propósito una
enorme cantidad de textos bíblicos o sencillamente explicarlos como parte de un
cuerpo cultural profundamente religioso del cual participaba Jesús y del que se
hacía eco sus palabras. El gran escollo de esta posición es que aquellos que
dicen ser cristianos, e interpretan así la realidad escritural, dejan sin
sentido y propósito precisamente la vida y mensaje de Jesús. Sin cruz y sin
resurrección no existe un cristianismo auténtico.
En el otro extremo están aquellos que podríamos
denominar legalistas y que de continuo están hablando de juicio, condenación,
infierno e ira divina. Ellos se ven a sí mismos como los defensores de la
correcta interpretación bíblica, como los auténticamente ortodoxos. Pero
curiosamente, en este tema, ambos leen la Biblia de la misma forma. Se han
quedado en el Antiguo Testamento con todo su sistema sacrificial de donde toman
una determinada significación y llegan así al Nuevo y se la aplican.
Como consecuencia, el sacrificio de Jesús en la
cruz se presenta de la siguiente forma: el Padre estaba airado contra el ser
humano pecador y así es que descargó su castigo sobre Jesús. Si usamos el
lenguaje jurídico se trataría del juez, Dios Padre, que dará el veredicto de
condena a nuestra raza pero dicha condena es colocada sobre las espaldas de
Cristo, es el reo, y así él sufre esta pena en nuestro lugar. Por supuesto se
agrega que de esta manera las personas son declaradas justas o es expiado su
pecado.
La imagen de un Dios que demanda sangre, la muerte
para aplacar su ira, o de la un juez que exige la condena eterna de toda la
humanidad se desprende de la anterior presentación. Unos la rechazan, otras la
defienden, pero ambos están leyendo perfectamente bien el Antiguo Testamento
pero no así el Nuevo. De hecho, se trata de una desviación interpretativa
motivada por una incomprensión de lo que es la justicia en términos divinos.
Así se coloca el molde humano y en vez de dejar que sea precisamente la Biblia
la que nos enseñe se le impone una estructura ajena a ella.
La redención logrado por Jesús no constaba de tres
partes involucradas como eran las personas por un lado, Jesús por otro y finalmente
el Padre. Únicamente hay dos: Dios y el ser humano. Y esto es clave para
comprender el sorprendente giro que la idea de expiación presenta el Nuevo
Testamento.
Cuando decimos que Dios castigó el pecado en la
cruz estamos significando que Dios se castigó a sí mismo y todos los beneficios
fueron para nosotros. No es cierta la imagen del Dios Padre que descarga su ira
sobre Jesús por llevar éste los pecados de la humanidad. Lo que ocurrió es que
Dios descargó su ira sobre él mismo. ¿Acaso no era Jesús la encarnación de la
deidad? Desde la más estricta ortodoxia, ¿es Jesús Dios o no? Es por ello que
romper la deidad en un Padre airado por el pecado y un Jesús que asume esa ira
es un despropósito. En la cruz Dios, en su seno, está sufrimiento toda la maldad
y el desprecio de la humanidad. No es un Dios anhelante de sangre que se
satisface con su propio Hijo con el derramamiento de la misma. Se trata de un
Dios en profunda agonía porque entiende que el único camino es la encarnación y
la pasión[1].
Getsemaní presenta a Jesús en una profunda depresión ante el destino que ve
acercarse. Como ser humano está hundido anímicamente pero, ¿no es esto también
una ventana abierta que nos permite acceder y comprender el estado emocional de
Dios mismo?
Dice Jack V. Rozell:
“¿Sabía usted que el cristianismo es la única
religión en todo el mundo que tiene un Dios que se preocupa lo suficiente para
convertirse en hombre y morir de dolor y sufrimiento humano?”[2].
Toda la angustia de esta situación, Dios cargando
sobre sí el pecado y su profundo desagrado por el mismo, se lleva a cabo dentro
de la deidad. El ser humano únicamente recibe los beneficios y así es limpiado,
aceptado, redimido.
El grito de Jesús en la cruz tiene sentido
precisamente en ese estallido de dolor que procede de dentro, de su relación
con Dios, esto es del Dios encarnado con el Padre celestial. Jesús es un hombre
sufriente, por supuesto, pero no es un hombre abandonado, es la realidad
visible de lo que estaba sucediendo en Dios mismo.
Jesús nos sustituyó y su muerte se debió a la
traición, la incomprensión, los celos, la envidia… Fue él el que cargó la
maldad, el dolor, la desesperación de la raza humana. Repito, en todo esto no
hay tres partes, sólo dos. Así es la justicia divina, tan distinta de la
nuestra. En palabras de Donald MacLeod:
“Jesús y el Padre eran uno (Juan 10:30) […] Sobre
el Calvario, Yahvé condena al pecado. Lo maldice. Lo saca fuera (Hebreos
13:12). Sin embargo, de igual manera, lo soporta. Se lo imputa a Sí mismo.
Recibe la paga. Se convierte en su propiciación. Se convierte en el rescate del
pecador. Se convierte hasta en el abogado del pecador: Dios con nosotros.
Ciertamente no podemos ignorar ni opacar la distinción entre Dios Padre y Dios
Hijo. De la misma manera, sin embargo, tenemos que evitar el más grave peligro
de considerar al Padre y al Hijo como seres diferentes. En último análisis,
Dios expresa su amor por nosotros sin poner a otro a sufrir en nuestro lugar,
sino tomando él mismo nuestro lugar. Asume todo el costo de nuestro perdón en
sí mismo, extrayéndolo de sí mismo. Demanda el rescate. Provee el rescate. Se
convierte en el rescate. Ese es el amor”.[3]
En la misma línea dice John Stott:
“Quienes comienzan de este modo se exponen a llegar
a conclusiones seriamente distorsionadas de la expiación y de este modo
desacreditan la doctrina de la sustitución. Algunos consideran que la
iniciativa fue de Cristo, y otros, de Dios. En el primer caso, sostienen que
Cristo intervino con el propósito de pacificar a un Dios airado y de
arrebatarle una salvación entregada de mal grado. En el otro, la intervención
se le atribuye a Dios, quien procede a castigar al inocente Jesús en lugar de
nosotros los pecadores culpables que merecíamos el castigo.
En ambos casos se los separa a Dios y a Cristo
entre sí: Cristo persuade a Dios o Dios castiga a Cristo. Lo que tienen en
común estas interpretaciones es que ambas denigran al Padre. Una lo muestra
reacio a sufrir él mismo y por eso elige como víctima a Cristo. La otra lo
muestra reacio a perdonar, y es Cristo quien lo convence a hacerlo. Dios
aparece en las dos alternativas como un ogro despiadado cuya ira tiene que ser
aplacada o cuya inercia tiene que ser vencida, por medio del amoroso
autosacrifico de Jesús.
Estas son interpretaciones groseras de la cruz. Sin
embargo, siguen presentes en algunas de nuestras ilustraciones evangélicas.
[…]
Por lo tanto no debemos decir que Dios castigó a
Jesús o que Jesús persuadió a Dios. Hacerlo equivale a contraponerlos entre sí
como si hubieran actuado en forma independiente o hubiese habido algún
conflicto entre ellos. No debemos convertir a Cristo en objeto del castigo de
Dios o a Dios en objeto de la persuasión de Cristo. Tanto Dios como Cristo
fueron sujeto y no objetos, y tomaron conjuntamente la iniciativa de salvar a
los pecadores.”[4]
Ya traté en su momento todo este asunto desde otra
perspectiva y que aquí sería complementaria[5].
Debido a esta idea tan errada de confrontar a Jesús y a Dios es que se llega
incluso a no comprender la misma cruz de Cristo. Y es que, sin duda, es el amor
de Dios encarnado en Jesús la clave para entender toda la revelación divina.
“Porque era Dios el que reconciliaba consigo al
mundo en Cristo, sin tener en cuenta los pecados de los hombres…” (2 Corintios
5:19).
____
[1]
“Grasset, Paris 1978, nos aconseja que no hagamos de la muerte de Jesús una
especie de auto-inmolación morbosa. Jesús acepta morir para denunciar la
violencia que reina entre los hombres e intenta ponerle fin”. Nota 12 al pie de
página en A. MARCHADOUR, Muerte y vida en la biblia (Estella, Editorial
Verbo Divino, 1987) 49.
[2]
JACK V. ROZELL, Asesoría Cristiana (Missouri, Global University, 2003)
300.
[3]
Citado en C. J. H. WRIGHT, El Dios que no entiendo (Miami, Editorial
Vida, 2010) 150.
[4]
J. STOTT, La cruz de Cristo (Barcelona, Ediciones Certeza, 1996)
169-171.
Fuente: Lupaprotestante, 2016.
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