Por. Alfonso Ropero, España
Un drama amenazador
Admitimos con cierta resignación que hay pastores
que abusan, falsos pastores que no sienten ningún amor al rebaño, porque están
vacíos de Dios. No nos sorprende porque ya fue predicho por Jesús y anunciado
por Pablo a los ancianos de Éfeso: “Yo sé que después de mi partida entrarán en
medio de vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño” (Hch. 20:29). Nos
consolamos pensando que quizá sean sólo unos pocos. Pero nos cuesta trabajo
reconocer que no sólo hay pastores que abusan, sino también iglesias que
abusan. Eso ya es más serio y preocupante, pues desvirtúa el cristianismo en su
misma raíz, base y fundamento. Hace de la Iglesia, cuerpo de Cristo, una cueva
de ladrones, un cubil de extorsionadores. En lugar de ser una comunidad de
adoración y salud, se convierte en un espacio enfermizo de manipulación y
muerte. Lejos de ser liberadora, abierta, terapéutica[1], se vuelve opresora, cerreada, sectaria[2].
La teología pastoral siempre ha sido consciente del
poder de la iglesia para ayudar o para dañar. “La Iglesia del Nuevo Testamento
—escribe Daniel G. Bagby—, fue diseñada para ser una familia redentora, pero a
la vez es una institución humana y uno no puede hacerse ilusiones con respecto
a su capacidad para hacer lo malo”[3]. Por eso la buena teología se ha
preocupado de resaltar el papel sanador de la iglesia como comunidad reunida
para adorar a Dios y para fortaleces los lazos de amistad y comunión entre los
creyentes[4].
Pero en los últimos años se ha producido el
alarmante fenómeno de “iglesias que abusan”, el cual en lugar de ir en descenso
va en aumento. Iglesias auténticamente tóxicas, que en lugar de sanar,
envenenan. “¿Son realmente nacidos de nuevo los que deliberadamente desean
hacer daño y controlar a otros en la familia de Dios?”, se pregunta Marc A.
DuPont[5].
Según el el Dr. Ronald Enroth, las iglesias
abusadoras tienen un estilo de liderazgo orientado hacia el control. Los
líderes de este tipo de iglesias usan la manipulación para lograr la sumisión
total de sus miembros. Mantienen un estilo de vida rígido y legalista que
involucra numerosos requisitos y detalles minuciosos de la vida diaria. Para
evitar que sus miembros presten atención a las criticas de que son objeto, los
líderes se adelantan desaprobando al resto de iglesias. Una táctica claramente
sectaria.
Las iglesias que abusan crean un complejo de
persecución y consideran que son perseguidas por el mundo, los medios y otras
iglesias cristianas. Esto dificulta que los miembros descontentos caigan en la
tentación de salir de estas iglesias, un proceso que suele estar marcado por el
dolor social, psicológico o emocional[6].
Existen, además, muchas otras manera de abuso
espiritual, más difíciles de detectar, debido a la sutileza con que se presenta[7].
¿Cómo hemos llegado a esta situación?
De la manada pequeña a la gran manada
La Iglesia cristiana nació como una comunidad de
personas congregadas por los apóstoles en torno a la figura y memoria de la
persona de Jesús. Bien pronto, el dinamismo interno de estas comunidades da
origen a otras comunidades que se expanden por todo el mundo mediterráneo,
comenzando desde Jerusalén y Galilea. Perseguidas y rechazadas en su calidad de
culto “nuevo”, nada había en el mundo antiguo más menospreciado la idea
“novedosa”, le creencia “nueva”. La autoridad de las creencias residía en la
tradición de los ancianos, en lo viejo, en antiguo, en lo venerado desde
tiempos inmemoriales. Lo nuevo era una transgresión a lo recibido de los
padres. Los judíos tenían a Moisés, ¿qué iba a aportarles el humilde Jesús? Lo
griegos tenían al gran Homero, y los romanos a sus dioses ancestrales.
Los primeros misioneros cristianos se vieron
rechazados por sus compatriotas, los judíos, e igualmente por la gentilidad en
su generalidad.
En una de sus primeras cartas, el apóstol Pablo
expresa su dolor y su preocupación por la persecución de la que son objeto los
miembros de la joven comunidad de Tesalónica, a la vez que se gloría en la
paciencia y la fe en todas las persecuciones y tribulaciones que soportan (2
Tes. 1:4). Parte del ministerio apostólico consistía en fortalecer a los de
ánimo caído por las adversidades y persecuciones de los que eran objetos:
“Fortaleciendo los ánimos de los discípulos, exhortándolos a que perseveraran
en la fe, y diciendo: Es necesario que a través de muchas tribulaciones
entremos en el reino de Dios” (Hch. 14:22).
De algún modo las persecuciones contribuyeron a
mantener lejos de las iglesias muchas personas indeseables. Había que tener fe
verdadera para arriesgar la vida al identificarse con una fe no lícita y con
una gente que era menospreciada y perseguida. Aún con todo, la fe, el ánimo y
la red de obras sociales de las comunidades cristianas fuese abriéndose un
hueco en la sociedad romana. De manera que, pese a las pruebas y hostilidades,
las iglesias fueron creciendo y expandiéndose por todo el mundo antiguo.
Fue un crecimiento gradual, pero no espectacular.
La cosa cambio con la “conversión” del emperador romano Constantino. De
repente, la Iglesia mártir, la iglesia despreciada, se convirtió, en Iglesia
reconocida, victoriosa. Nobles y hacendados imitaron el gesto de su supremo gobernante
y en masa se hicieron cristianos. El cristianismo se volvió en una “religión de
éxito”.
El peligro del éxito
El éxito, naturalmente, atrae a las masas. ¿Quién
quiere ser parte de un grupo de perdedores? Pero el éxito tiene sus peligros.
Jesús lo entendió perfectamente cuando Satanás le pidió que convirtiese las
piedras en pan. ¡Qué grande multitud de hambrientos no le habrían seguido!
Multiplicó los panes y los peces y la gente se sació, pero no creyó. Durante un
tiempo le siguieron por este tipo de milagros, porque “comieron pan y se
saciaron” (Jn. 6:26-27). Pero nada más.
El “éxito” de Felipe se convirtió en un gran
peligro como Simón el mago aceptó la palabra del evangelista (Hch. 8:13), no
por su contenido espiritual, sino por las maravillas que realizaba y que él era
incapaz de hacer. Estuvo dispuesto a pagar una gran suma de dinero (v. 18) a
cambio de esos dones asombrosos, que le asegurarían el favor de las multitudes.
A principios del siglo XX el movimiento pentecostal
era un fenómeno marginal, propio de personas de los barrios marginales de las
grandes ciudades, con escasa educación y poca proyección social. No tiene nada
de extrañada que fueran menospreciados y calificados de mil maneras negativas
por su hermanos conservadores. En la década de los 60 algo comenzó a cambiar.
Algunos pastores de las iglesias tradicionales y mayoritarias se abrieron al
fuego del Espíritu y desde entonces, el fenómeno no ha parado de crecer, hasta
el punto de convertirse en una “religión de éxito”, que atrae por igual a
personas sencillas como sofisticadas; campesinos y profesionales; de clase
obrera y de la burguesía. El crecimiento ha sido espectacular. El mayor
registrado en los anales de la historia del cristianismo.
Aparecen los lobos
El éxito de masas, con todo lo que esto significa
de poder económico y de influencia, atrae a los buitres y a los vividores.
¿Acaso habrá algo más fácil que aprenderse la jerga carismática y rentar un
almacén donde comenzar cada cual su propia iglesia, atrayendo a los incautos
con promesas de sanidad, prosperidad y éxito sin límites? Al crecer el número
de imitadores, de falsos apóstoles, aumenta la oferta según las leyes del
mercado y del circo: ¿Quién da más? Vengan y vean lo más imposible todavía. El
camino de la impostura y de la codicia no conoce freno; es una pendiente que se
desliza hacia un abismo sin fin. El carismatismo actual vive, sufre y padece
las consecuencias del éxito. La facilidad con que un mensaje pseudo cristiano
es capaz de atraer y embaucar a la gente en que en un momento de dificultades y
en medio de la inseguridad busca algo o alguien que le garantice el azaroso
presente, que le saque de la menesterosidad y aporte algo de color a su vida.
De esto se aprovechan los falsos pastores y apóstoles. Bayardo Levy denuncia en
su libro ¿Ministros o trasquiladores?, que “gran parte de las iglesias
se han vuelto un negocio altamente lucrativo. Muchos líderes levantan una
congregación con una mano delante y otra detrás (quiero decir, sin dinero) y en
poco tiempo los vemos en una gran abundancia económica; algunos hasta con
escoltas y en carros lujosos. Nunca fueron empresario, pero de la iglesia
crearon una gran empresa”[8].
Cuando falta amor, amor a Dios y al prójimo, la
tendencia natural del ser humano es aprovecharse de su prójimo, abusar de él,
lucrarse a su costa.
El principio edificación
Conociendo el misterio de la unidad tan íntima de
Cristo y su Iglesia, a la que san Pablo no duda en llamar “cuerpo de Cristo”,
se hace más detestable la existencia de iglesias, grupos e instituciones
llamados cristianos que se aprovechan del buen nombre de Cristo y de su Iglesia
para abusar de la gente; para intoxicar la mente y el corazón de los que caen
bajo su influencia; para explotar económicamente la codicia de unos y la
credulidad de otros.
¿Cómo podemos enfrentar esta situación?
En primer lugar, poniendo en práctica el discernimiento
de espíritus, lo que conlleva responsabilidad por parte de los ministros y
madurez por parte de los miembros. Es del todo necesario una labor de educación
de los creyentes para que por sí mismos puedan discernir la enseñanza recibida
dentro y fuera de su congregación. También aquí nos encontramos con un problema
de “abuso”, consistente en la creación de dependencia de los miembros respecto
al pastor. Cuanto más maduros y preparados sean los miembros de una iglesia
mayor será la defensa contra desviaciones y abusos de una u otra parte.
En segundo lugar, hay un criterio apostólico muy
útil para discernir y contrarrestar las situaciones de abuso en todas sus
variantes.
Se trata de la “edificación”, metáfora tomada del
mundo de la construcción, presente también en otros aspectos de la vida
cristiana[9]. La Iglesia es representada como un
edificio espiritual (1 Cor. 3:9; Ef. 2:21), del que cada miembro es un piedra
viva (1 Ped. 2:5). El crecimiento y el desarrollo del carácter de los creyentes
es presentado bajo la metáfora de la “edificación” (Hch. 9:31; 1 Cor. 8:1;
10:23; 14:4, 17; 1 Tes. 5:11). Los ministros de la Iglesia tienen por meta la
edificación de los creyentes en el fundamento que es Jesucristo (1 Cor. 3:10,
12, 14; Ef. 2:20; Col. 2:7; Jud. 20). La vida cristiana es una labor continua y
progresiva de edificación, de modo que hasta los dones milagrosos carecen de
importancia si no contribuyen a la edificación de la comunidad (cf. 1 Cor.
14:4). El amor es el elemento clave de esta edificación (1 Cor. 8:1).
La regla por la que ha de medirse una iglesia, y la
vida cristiana en general, es si edifica o no edifica (1 Cor. 10:23). Soren
Kierkegaard decía que si una reunión cristiana no contribuye a edificar, es
acristiana, por más que se realice en nombre de Cristo y con la Biblia en la
mano. “La regla cristiana, en efecto, quiere que todo, todo, sirva para
edificar. Una especulación que no lo consigue es, de golpe, acristiana”[10].
La edificación del cuerpo del Cristo compete a
todos, pastores y fieles por igual. “Animaos unos a otros, y edificaos unos a
otros, así como lo hacéis” (1 Tes. 5:11), escribe el apóstol Pablo. Una iglesia
sana es una iglesia que busca la edificación de sus componentes, la realización
personal de cada cual, la formación del hombre nuevo en Cristo Jesús. Cuenta
para ello con la Palabra y con el Espíritu.
Un ministerio sano es un ministerio que edifica.
Uno de los requisitos que el apóstol Pablo exige de los pastores es que sepan administrar
bien la Palabra de Dios (2 Tim. 2:15). El Señor Jesucristo habló del Reino de
Dios y dijo que “todo escriba docto en el reino de los cielos es semejante a un
padre de familia, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas” (Mat.
15:32). Juan Calvino saca de estos textos la lección que los maestros y
predicadores cristianos tienen deber de dividir o cortar la Palabra de Dios,
como si un padre, al dar alimento a sus hijos, estuviese dividiendo o partiendo
el pan en pequeños pedazos. “Algunos la mutilan, otros la rompen, otros la
torturan, otros la parten en pedazos, otros, quedándose en la superficie, jamás
penetran hasta la médula de la doctrina. A todas estas faltas, contrapone “el
dividir bien”, es decir, la forma de explicar que se adapte para la
edificación; porque ésa es la norma por la cual debemos regular toda
interpretación de la Escritura” (Calvino, Comentario a las Epístolas
Pastorales. La cursivas son nuestras). E insiste al comentar 2 Tim. 3:15,
que toda Escritura inspirada por Dios es “util”. “La Escritura contiene la
regla perfecta para vivir una vida buena y dichosa. Cuando Pablo dice esto,
enseña que esta es corrompida por el abuso pecaminoso, cuando no se persigue
esta utilidad. Y así él indirectamente critica a esos hombres sin
principios que alimentan a la gente con vanas especulaciones, como con aire.
Por esta razón, podemos, en la actualidad, condenar a todos aquellos que, pasando
por alto la edificación, causan disputas que, aunque son ingeniosas, son
también inútiles. Siempre que las ingeniosas bagatelas de esa naturaleza se
presentan, deben ser detenidas con este escudo: “La Escritura es provechosa”.
De aquí se sigue que es ilícito tratarla en una forma no provechosa; porque el
Señor, cuando nos dio las Escrituras, no trató de satisfacer nuestra
curiosidad, ni de animarnos a la ostentación, o de darnos ocasión para charlar
y parlotear, sino de hacernos bien; y por consiguiente, el uso correcto de la
Escritura debe siempre dirigirse hacia lo que es provechoso” (Calvino, las
cursivas son nuestras).
Cuando el pueblo de Dios es edificado, la comunidad
se enriquece, se promueve el bienestar general, el Espíritu actúa y la Palabra
se hace realidad. Este bienestar general incluye la denuncia de los falsos
apóstoles y profetas que dividen el cuerpo de Cristo.
En pocos años se producirá una “campo quemado” para
la misión y el evangelismo, provocado por los abusos mencionados, que conocemos
y que nos preocupa, en el cual tendremos muchas dificultades para que renazca
la fe y la confianza en el mensaje del Evangelio.
Es urgente tomar medidas ahora que es tiempo,
predicando la palabra; insistiendo a tiempo y fuera de tiempo;
redarguyendo y reprendiendo a los que trafican y comercian con la Palabra de
Dios, aplicando a la tarea mucha fe, mucha paciencia y mucha instrucción (2
Tim. 4:2). Creando espacios de libertad y crítica desde la fe. Formando
personas maduras en su relación con Dios, evitando así situaciones de
dependencia, o clientelismo, respecto a falsos pastores, maestros o apóstoles.
_____
[2] Véase Jaime Mirón, ¿Está su iglesia convirtiéndose
en una secta? Tyndale House Publishers, Illinois 2012.
[3] Daniel G. Bagby, El poder de la Iglesia para ayudar
o dañar, p. 6. Casa Bautista de Publicaciones, El Paso 1992.
[4] Véase Alberto Daniel Gandini, La Iglesia como
comunidad sanadora. Casa Bautista de Publicaciones, El Paso 1989.
[7] Véase David Johnson y Jeff van Vonderen, El sutil
poder al abuso espiritual. Cómo reconocer y escapar de la manipulación
espiritual y de la falsa autoridad dentro de la Iglesia (Vida, Miami 2010);
Mary Alice Chrnalogar, Escrituras Torcidas. Liberándose de las iglesias
que abusan (Vida, Miami 2006).
[9] Véase “Edificar, edificio”, en A. Ropero, ed., Gran
Diccionario Enciclopédico de la Biblia. CLIE, Barcelona 2014.
Fuente: Lupaprotestante, 2016.
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