Por. René Padilla, Argentina
EN LA ACTUALIDAD, uno de los azotes más nefastos de
la humanidad es el Síndrome de Inmuno-Deficiencia Adquirida (SIDA). Descubierto
por el científico francés Luc Montagnier hace varias décadas, el terrible Virus
de Inmuno-Deficiencia Humana (VIH) se ha extendido y sigue extendiéndose por
todo el mundo. El avance del SIDA coloca a muchísimas familias, incluyendo tal
vez a la nuestra, en una situación de absoluta incertidumbre en cuanto al
futuro. El VIH puede manifestar su presencia en cualquier momento, sin previo
aviso. Es un asesino que permanece agazapado en su escondite hasta que llega el
momento de dar el golpe mortal y cubrir de luto a su indefensa víctima.
El SIDA nos plantea a los cristianos un inmenso desafío.
En primer lugar, nos exige tomar conciencia de los
factores que facilitan la rápida propagación del mal, y de las medidas que se
requieren para atenuarlo. La falta de información es en sí uno de los
mayores obstáculos para su prevención y control. Además, es la causa principal
de la triste discriminación y aislamiento social a que los pacientes del SIDA
se ven sujetos. La sociedad que nos rodea, que con tanta frecuencia funciona
sobre la base de prejuicios, puede permitirse el lujo de intentar hablar del
SIDA con la misma reserva con que se habla de la muerte. Nosotros no: nuestra
fe en el Dios de la vida nos obliga a hablar con toda libertad sobre el tema y
a encarar la enfermedad, no como un problema de “los demás”, sino como un mal
que directa o indirectamente nos afecta a todos. Lo menos que podemos hacer es
informarnos e informar a otros sobre el tema, sin vueltas ni rodeos.
En segundo lugar, el SIDA subraya la urgente
necesidad de difundir la enseñanza de una ética que enfoque temas relativos al
matrimonio y al acto sexual desde una perspectiva bíblica. Nunca estuvo bien
que nuestros líderes eclesiásticos hicieran de la moral un moralismo y nos
enseñaran como si fuésemos seres angelicales sin instintos ni necesidades
sexuales. Hoy, mucho menos. Pero no nos engañemos: la prevención del SIDA no
depende de campañas en pro de un uso masivo de condones y jeringas
descartables. Depende, más bien, de un cambio radical de actitud hacia
cuestiones de conducta ética, incluyendo las relaciones sexuales; de una clara
afirmación, en palabra y en hecho, de la fidelidad conyugal como el único
contexto apropiado para los deleites del amor erótico. Y aclaremos: de la
fidelidad conyugal de la pareja, y no sólo de la mujer, ya que en América
Latina –según ciertos informes– muchas mujeres contraen la enfermedad por
intermedio de sus propios esposos que practican la promiscuidad.
En tercer lugar, el SIDA demanda el cultivo de una profunda compasión hacia los portadores del VIH, una compasión modelada en la que Cristo tuvo hacia los leprosos de su tiempo. En ese entonces la lepra –una enfermedad que hasta hace apenas algo más de tres décadas era considerada incurable– hacía de la víctima un objeto de una insoportable discriminación social vinculada con la idea que quien la padecía estaba bajo el castigo de Dios.
En tercer lugar, el SIDA demanda el cultivo de una profunda compasión hacia los portadores del VIH, una compasión modelada en la que Cristo tuvo hacia los leprosos de su tiempo. En ese entonces la lepra –una enfermedad que hasta hace apenas algo más de tres décadas era considerada incurable– hacía de la víctima un objeto de una insoportable discriminación social vinculada con la idea que quien la padecía estaba bajo el castigo de Dios.
Los leprosos de nuestro tiempo son los enfermos del
SIDA. ¿Qué actitud hemos de adoptar frente a éstos si no es la de aquel que
devolvió su dignidad a los leprosos al tocarlos con poder sanador? ¿Hemos de
evadir nuestra reponsabilidad, interpretando el SIDA como evidencia del juicio
de Dios, y nada más, o hemos de actuar movidos por la compasión que llevó al Señor
a hacer suyo el sufrimiento de todos los marginados sociales, incluyendo los
leprosos?
En cuarto lugar, el SIDA destaca la
importancia de desarrollar una pastoral de consolación para acompañar a los
familiares y amigos de las víctimas de tan fatídica enfermedad. Desde un punto
de vista cristiano, no hay lugar para la actitud fatalista de quien conecta el
sufrimiento y la muerte con la “mala suerte”. Como afirma Eugene Peterson,
“donde está el que sufre, allí está Dios”. La tarea pastoral en situaciones de
sufrimiento es, por lo tanto, una tarea de acompañamiento que tiene como
objetivo consolar al que sufre, recordándole que el juicio de Dios es
inseparable de su misericordia; que Dios es el “Artista del Amor y del Dolor”,
según la atinada descripción de Gonzalo Báez-Camargo.
Lo hemos dicho muchas veces y ahora lo repetimos:
para quienes nos hemos comprometido con Jesucristo, el Rey-siervo, cada
necesidad humana es una oportunidad de servicio. Desde esta perspectiva, el
avance del SIDA, sin dejar de ser una tragedia, es uno de los grandes desafíos
que se le plantean a la Iglesia en nuestro tiempo. Pero, como cualquier otro
desafío, sólo puede encararse adecuadamente si se lo encara comunitariamente.
El hacerle frente con integridad cristiana no es una acción heroica
individualista, sino una responsabilidad de toda la congregación. La pregunta
es si nuestra propia congregación está dispuesta a hacer su parte para
cumplirla.
Fuente: El blog de René Padilla, 2017.
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