Por. Adrián Aranda, Uruguay.
A mis amados hermanos en la fe, así como a todo el
Cuerpo de Cristo en su integridad, quisiera dar cuenta de un fenómeno que se ha
establecido sobre todo en nuestras iglesias neopentecostales, de las cuales me
siento parte en carne y sangre:
En mis prematuros nueve años de conocer al Señor y
de ser partícipe de Su amor y gracia, me he enfrentado a algo que me ha
inquietado, desvelado e incluso me ha hecho pasar por largos períodos de
depresión y confusión. Me refiero a la jerarquización en la
Iglesia y a los problemas que dicha gradación trae a la libertad
cristiana, ya que creo que la afecta de manera dañina.
Con mucho temor de caer en aires mesiánicos
infundados he acudido a la Historia y a las Sagradas Escrituras para analizar
este fenómeno y comprobar su legitimidad, la cual actualmente se nos presenta
como algo incuestionable, de carácter absoluto.
En principio, encontré en la protocomunidad
judeocristiana del primer siglo ciertas características sobre las que quisiera
explayarme. Primeramente pude dilucidar un fuerte sentido de justicia, de igualdad y
de abnegación. Las riquezas se depositaban “a los pies de los
apóstoles” y se repartían “a cada uno según su necesidad”, (Hch.4:35). Cuando
los apóstoles ya no pudieron atender con diligencia esta tarea propusieron al
pueblo, a la grey, que eligieran siete diáconos para administrar los bienes y
atender a las viudas y a los huérfanos con diligencia, y “agradó la propuesta a
toda la multitud; y eligieron”, (Hch.6:5). Aquí vemos claros ejemplos de estos
valores, de justicia en tanto que las ofrendas eran repartidas
entre toda la grey según las necesidades y con un plus de protección para los
más vulnerables , de igualdad en tanto fue la “multitud” quien
escogió a los siete diáconos mediante una “propuesta” de los apóstoles y
de abnegación ya que los apóstoles, de forma desprendida, no
tuvieron reparo alguno en ceder el trabajo de administrar los bienes a
creyentes “de buen testimonio, llenos del Espíritu Santo y sabiduría”,
(Hch.6:3), pero no elegidos por ellos, sino por la “multitud” en tanto que “los
doce convocaron a la multitud de los discípulos y dijeron: […] Buscad, pues
hermanos entre vosotros, […] a quienes encarguemos de este trabajo”, (Hch.6:3).
Algo similar sucede cuando Pedro recibe la
revelación de ir a predicar a los gentiles en la casa de Cornelio. El impacto
para su mentalidad judía fue muy grande, debió desestructurarse y ceder a la
revelación del Señor. Así y todo, “siendo considerado como columna” de la
Iglesia, (Gá.2:9), al volver a Jerusalén tuvo que rendir cuentas, dado que lo
increparon “diciendo: ¿Por qué has entrado en casa de hombres incircuncisos, y
has comido con ellos?”, (Hch.11:3). Pedro, sin aires de imponer su liderazgo ni
su nueva revelación, (que era la del Evangelio mismo en su totalidad), les
contó todo “por orden lo sucedido”, (Hch.11:4). Aquí vemos al “máximo líder” de
la Iglesia primitiva rendir cuentas sobre algo que había hecho, con humildad,
sencillez y cautela y ni siquiera se trató de rendirles cuentas a los demás
apóstoles solamente sino que lo hizo ante “los que eran de la circuncisión”, es
decir, a toda la comunidad judeocristiana que se encontraba en Jerusalén.
Avanzada y desarrollada la Iglesia primitiva,
consolidadas y bien distinguidas la comunidad cristiana judía y la comunidad
cristiana gentil, surgió el asunto de si los nuevos conversos gentiles debían
circuncidarse o no. Para ello se estableció un ámbito de diálogo y “mucha
discusión”, (Hch.15:7), en lo que más tarde se conocería como el Primer
Concilio de Jerusalén, en el cual se resolvió en conjunto, puesto que
les había parecido bien al Espíritu Santo y a ellos, (a “nosotros” dice
Hch.15:28), no imponer la circuncisión a los gentiles como condición para
comulgar y a esos efectos elaboraron una carta que enviaron a Antioquía para
divulgar su resolución.
Vemos, en el anterior relato, un espíritu
“democrático”, en el sentido de que no existían imposiciones ni se concebían
las arbitrariedades de los principales líderes como “la verdad” o como una
orden vertical, sino que predominaba el diálogo, la búsqueda del consenso, la
unidad en el “sentir” pero nunca en el “pensar”. Varias veces el apóstol Pablo
exhorta en sus epístolas a los creyentes a tener un mismo “sentir”, “parecer,
(Fil.2:2; 1Co.1:10), y a estar “unidos en una misma mente”, pero debemos
destacar que esta palabra, “mente”, en el griego tiene como término más
próximo “Noûs”, que no refiere a “pensar” ni a “razón”, dado
que estos términos aparecieron siglos después, sino que refiere al “alma”. En
ninguna parte del Nuevo Testamento se nos insta a “pensar todos igual”, sino
más bien que la exhortación es a “sentir todos igual”.
La historia parece indicar que fue en siglo II
cuando nació una estructura jerárquica dentro de la Iglesia. Según el teólogo
Hans Küng constó de tres fases antes del ascenso del obispo de Roma, hecho que
consolidó la jerarquización eclesial. Una primera fase se da cuando los
obispos-presbíteros, durante los últimos años del primer siglo, luego de la
muerte paulatina de los primeros apóstoles, fueron imponiéndose a los profetas,
maestros, diáconos y a los cristianos que desempeñaban otros servicios dentro
de la Iglesia. La segunda fase se produce al comenzar a imperar el episcopado
monárquico, es decir, un solo obispo por ciudad. En la tercera fase el
episcopado se extiende a un territorio eclesial más allá de una sola ciudad, lo
que se llamaría luego “diócesis”, palabra que viene del latín “dioecĕsis” que
deriva del griego “διοικησις” (dioikēsis), y significa “administración,
dirección, gobierno”. Finalmente el episcopado monárquico en Roma surge a
mediados del siglo II, personificado en el obispo Aniceto.
Ateniéndome al desarrollo señalado pareciera que la
jerarquización no formó parte de la esencia de la cuna del cristianismo, sino
que fue un producto elaborado y alimentado por la sed de poder de los hombres.
Atendiendo a esto, ¿por qué estamos cometiendo los mismos errores? ¿No podemos
aprender de la Historia? El protestantismo, simbolizado en Lutero, representa
una ruptura con la verticalidad monárquica y una apología a la libertad
cristiana mediante la legitimación del sacerdocio universal, a
saber, el hecho de que todos podemos acercarnos directamente a Dios a través de
Jesucristo, lo cual nos pone en igualdad de condiciones delante del Soberano
Señor. Las Sagradas Escrituras no hacen distinción entre cristianos, las
distinciones las introdujeron hombres que querían apartarse de la masa y formar
una “élite eclesial”, (Lutero). El Reformador, en su carta sobre la Libertad
cristiana, escribió que esto es hacernos “verdaderos esclavos de la
gente más incapaz del mundo”.
¿Cómo podemos alegar ser protestantes y evangélicos
y permitir estructuras piramidales que sólo pretenden dominar a los hombres y
usurpar la libertad que Cristo nos ha dado? Gran parte de las Iglesias
neopentecostales actuales promueven la idealización del líder, la obediencia
ciega, prácticas que terminan creando creyentes sumamente infantiles e
incapaces de tomar decisiones por sí mismos o en comunión con el Espíritu
Santo, gente muy confundida, lastimada y oprimida por no “poder ser”, negando
así la esencia de La Reforma: Sola scriptura, (“sólo por medio de la
Escritura”); Sola fide, (“sólo por la fe ”); Sola gratia (“sólo por la
gracia”); Solus Christus (“sólo a través de Cristo”) y Soli Deo gloria (“la
gloria sólo para Dios”).
Alguien podría intentar refutar argumentando que la
monarquía fue instituida por Dios y que como cristianos somos parte de un
Reino, (el Reino de Dios), pero ésta es una mezquina interpretación. A este
último respecto, el Señor dejó muy en claro: “Mi reino no es de este mundo”,
(Jn.18:36), y con relación a la institución monárquica es menester volver a las
Escrituras y recordar que antes de que Israel tuviera rey, las naciones
circundantes ya lo tenían, por lo cual podemos deducir que la monarquía fue una
constitución humana. También es importante recordar que Israel pide rey al
profeta Samuel diciendo “constitúyenos un rey que nos juzgue, como tienen todas
las naciones”, (1S.8:5), y la respuesta de Dios fue clara “no te han desechado
a ti, sino a mí me han desechado, para que no reine sobre ellos”, (1S.8:7).
Dios sabía que el hombre quería ser rey, ser divinizado, se repite la tentación
del pecado original: “seréis como Dios”, (Gn.3:5). El resultado de la cesión de
rey a Israel resultó en la gran desgracia de esta nación: un pueblo dividido,
tribus desaparecidas, cautiverio, esclavitud y la diáspora que recién finalizó
el siglo pasado. Alto precio han pagado por “querer ser como Dios”, alto precio
hemos pagado por “querer ser como Dios”, mejor dicho, alto precio ha pagado el
Señor con Su sangre por nuestra ambición de poder… ¿seguiremos por el mismo
camino? Espero que no, quiero una novia de Cristo diferente para mis hijos,
espero que mi corazón lata para que mis ojos lo vean “antes que la lámpara se
apague”.
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