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lunes, 29 de junio de 2009

Sobre reduccionismos e ingenuidades. A propósito de la reseña de Cremonte y Roldán

Por. Nancy Elizabeth Bedford, Estados Unidos.

Una amiga, que leyó tanto mi libro La porfía de la resurrección como la reseña del mismo en este sitio por Martín Cremonte y David Roldán, me escribió con su habitual gracia: “Ladran, Sancho, señal de que cabalgamos…” El hecho es que cualquier vez que escribimos algo (y más si tiene la palabra “feminismo” en el subtítulo) siempre hay reacciones, algunas negativas, otras no tanto, pero que al menos muestran que alguien se ha molestado en leer en todo o en parte lo que hemos escrito. Aplicando esta misma lógica, e imaginando que Cremonte y Roldán querrán saber en qué medida sus críticas han sido escuchadas, cuando la gente de Lupa me preguntó si quería responder a la reseña, respondí afirmativamente, y escribí los párrafos que siguen. Después de todo, la que calla otorga, y no sé si estoy dispuesta a “otorgar” demasiado en relación a esta reseña en particular. Sin embargo, de última, creo que lo más efectivo para cualquier lector o lectora sería que leyera el libro y formara su propia opinión.
Los autores critican tres “notables ausencias” en mi libro: el marxismo crítico, la crítica a la primera teología de la liberación y la teología misma. En verdad, a juzgar por su texto, lo que hubieran querido es otro libro, escrito de otra manera, desde otro punto de vista, con otra metodología, otros intereses y otro “espesor conceptual”. Admito que ni podría ni querría escribir el libro que desearían. Sería, por cierto, interesante leerlo y seguramente en algún momento lo escribirán ellos mismos. Mientras tanto, tal vez hubiera sido más provechoso que leyeran el mío con un poco más de cuidado, pues su modo de recortar y pegar citas fuera de contexto para desarrollar su argumentación adolece de la seriedad que se atribuyen y puede confundir al lector o a la lectora que no tenga el libro en la mano. El andamio que desarrollan para construir su crítica presenta varias falencias. Se destacan tres problemas de fondo: En primer lugar confunden un Sitz-im-Leben (lo cotidiano) con un método teológico etnográfico. En segundo lugar, no toman en cuenta las explicaciones que brinda el libro de cómo utilizo los conceptos de “feminismo teológico” y “feminismo”, sino que prefieren basarse en lugares comunes acerca del feminismo como “reduccionista” (cayendo ellos mismos en la trampa del reduccionismo). En tercer lugar, parecen partir de la falsa suposición de que hablar de “particularidades” implica el olvido de lo universal, o de que las pequeñas historias necesariamente se oponen a los grandes relatos. Dados estos tres problemas de fondo, no es sorprendente que “no quede títere con cabeza” en mi librito: la pena es que muchos de los títeres que están decapitando (como el “reduccionismo feminista”) no tienen que ver ni con el contenido ni con los objetivos del libro. Tanto la crítica como la teología están presentes en el libro, si bien no de la manera que ellos quisieran.
La porfía… no es ni pretende ser un tratado formal, sino una colección de ensayos (de allí el subtítulo) escritos en el género literario de la teología ocasional, es decir, como respuesta a diversos pedidos de temas a través de los años. Refleja una búsqueda inductiva acerca de cómo hacer una teología que tome en cuenta explícitamente a la particularidad de las mujeres y su realidad material, sin excluir a los varones, en diálogo con la Biblia y la tradición teológica. En continuidad con la primera teología latinoamericana de la liberación, busca mediaciones socio-analíticas que la ayuden a “hacerse cargo de la realidad” de un modo confesadamente transdisciplinario, es decir, enfocado en todo lo que pueda ayudar a la teología a “ver” de una manera fructífera. En el caso de mi trabajo teológico en general, he elegido basarme sobre todo en la teoría feminista como mediación, lo que constituye una discontinuidad con las mediaciones preferidas por la primera teología de la liberación latinoamericana. Creo que el uso de diversas teorías feministas ayuda a esclarecer algunos aspectos de la realidad ante los cuales la teología cristiana a veces ha preferido mirar al costado. No me parece necesario repetir todo lo que la teología latinoamericana ha dicho por ejemplo sobre la utilización de la teoría crítica; en general lo presupongo, a no ser que quiera distanciarme de algún aspecto en particular, como por ejemplo del sesgo androcéntrico de algunos teóricos. Tampoco me interesa hacer un análisis pormenorizado de todo lo que han escrito los “padres” de la teología latinoamericana. Si me resulta iluminador, lo utilizo; si hace falta, explico en qué difiero del autor en ese punto. El resultado ha sido sin dudas desparejo e imperfecto, pero mi propuesta no es la de una lectura definitiva de ninguna doctrina teológica, sino simplemente de proponer algunas vías tentativas para seguir dialogando y caminando. El acercamiento inductivo (y el tiempo pasado entre la escritura de algunos de los ensayos) implica necesariamente la presencia de “desplazamientos” conceptuales que no he querido hacer desaparecer, ya que atestiguan al camino sinuoso (y a veces pedregoso) que es la teología hecha de esta manera.
Tal vez Cremonte y Roldán tengan razón cuando escriben que tengo una visión demasiado “ingenua” del poder, pero no en el sentido que ellos piensan: acaso resulte ingenuo pensar que no haga falta ya desangrarse en el altar de los “padres” de la teoría crítica europea para que un texto sea considerado conceptualmente viable. El hecho es que el instrumental crítico que ellos quisieran ver reflejado más cabalmente en mi texto no necesariamente me permitiría articular los temas que me interesan. Por otra parte, sus apreciaciones brillan por la inconsistencia: por ejemplo resulta sorprendente que por un lado presuman que alguna referencia suelta (por ejemplo a Franz Hinkelammert) suponga la aceptación de todo su escatología y su ética, pero que las referencias a otros autores (por ejemplo a Jürgen Moltmann) no reflejen influencia alguna. Su acercamiento se vuelve más confuso todavía porque hay varias contradicciones en su texto. Por ejemplo, por un lado, escriben que “Bedford más bien parece intentar una continuidad con la teología de Jon Sobrino, digamos, que asumir completamente los presupuestos teóricos y filosóficos de pensadores posmodernos.” (¿Habrá alguien que haga teología que realmente quiera “asumir completamente” esos presupuestos teóricos?). Por el otro, hacia el final del artículo me critican precisamente por claudicar ante las pautas de la postmodernidad y del capitalismo tardío. ¿En qué quedamos? ¿Asumo esas perspectivas “insuficientemente” o “demasiado”?
Creo que vale la pena repasar en mayor detalle algunas de las críticas esbozadas por Cremonte y Roldán para tratar de ver a qué apunta su propio aporte. Comentan, por ejemplo que “Bedford ha decidido presentar su perspectiva de género dentro de la escritura, por así decirlo, de la observación etnológica de la cotidianeidad a la manera de Néstor García Canclini. Pero no siempre las vivencias cotidianas aportan una materia sólida para la reflexión teológico-política.” Me resulta extraño que los autores confundan un método etnográfico (que no aplico) con el simple hecho de describir el desde dónde estoy escribiendo en un momento dado. Agregan, en referencia al mismo escrito: “Bedford se limita a señalar que Willard “a los 53 años aprendió a andar en bici (sin rueditas auxiliares)”. Me pregunto ¿por qué no leen hasta el final de ese pequeño ensayo, donde precisamente critico la postura de Willard como insuficiente y por eso hago referencia a June Jordan? ¿Será que June Jordan no pertenece al olimpo de la teoría crítica europea y por lo tanto no se merece una mención?
Un punto que se repite más de una vez es que supuestamente yo reemplazo la “precomprensión de los pobres” de la teología de la liberación por la “precomprensión feminista”. En este contexto, citan la sentencia de Ireneo “gloria Dei, vivens homo” (la gloria de Dios es el que el ser humano viva) y dan a entender que hago propia sin más la “gloria Dei, vivens mulier” (la gloria de Dios es que la mujer viva) de Elizabeth Johnson. Añaden que “la re-interpretación feminista produce una especificación que, en sí misma, es discriminatoria.” Como en el punto sobre Willard, los autores parecieran no seguir leyendo una vez que encuentran una frase que les molesta. El hecho es que en mi ensayo tomo en cuenta a Ireneo, Romero (‘la gloria de Dios es que viva el pobre – vivens pauper) y Johnson para desarrollar una propuesta propia, de orden no solamente antropológico, sino vinculado a la doctrina de la creación, es decir, cosmológico: “gloria Dei, vivens creatio” (la gloria de Dios es que la creación viva). Los autores no explican en qué sentido podría ser “discriminatoria” la frase de Johnson, y mucho menos la mía (que ni siquiera mencionan).
Lo que permite una hermenéutica feminista de la sospecha es precisamente descubrir en qué medida un teólogo como Ireneo no abarca totalmente al género humano aunque hable del “ser humano”, sino que aplica una mirada masculina que por momentos es sumamente excluyente o a veces despectiva acerca de la realidad de las mujeres (por ejemplo en las partes de Adversus Haereses donde habla de los roles respectivos de Adán, Eva, María y Jesús). Lo que permite entonces una hermenéutica feminista del rescate es, luego de mostrar cómo las mujeres han sido excluidas o marginalizadas del discurso, tomar también los mejores elementos de un teólogo como Ireneo y reformularlos de manera más inclusiva. De esta manera se puede aplicar la crítica a una corriente teológica y a la vez dialogar con ella o inclusive estar en continuidad con ella, al menos en parte. No se trata en el libro, pues, de descartar la idea de la “precomprensión de los pobres,” sino de pensar qué es lo que la palabra “pobres” en sus usos más comunes suele ocultar (por ejemplo, la materialidad de las vivencias de las mujeres) para entenderla mejor y recuperarla desde otra perspectiva. En ese mismo capítulo (y en muchos otros escritos) subrayo explícitamente que el eje de género aplicado de manera reduccionista no sería útil para la teología, sino que se complementa con otros ejes de análisis; pareciera entonces que lo que les molesta a los autores de la recensión es sencillamente cualquier cosa que tenga que ver con lo “feminista”, no importa cómo se trabaje.
A continuación, en un salto lógico algo difícil de seguir, pero de todas maneras revelador, los autores luego toman mi lectura “cautelosa” de Ruether como prueba de que “la teología feminista gira en torno a una diferencialismo reduccionista” a diferencia de una “teología pluralista” (¿con la que se identificarían? No queda del todo claro). El hecho es que hay muchas teologías feministas, algunas de ellas más “pluralistas” que otras. Precisamente Ruether en sus trabajos se precia de tomar en cuenta “las tradiciones soteriológicas extra-cristianas” (ver su clásico Sexism and Godtalk), por lo que resulta difícil entender a qué apunta esta crítica. Es como si los autores tuvieran una definición del feminismo en mente (por cierto no las que yo propongo en mi libro, que no se dignan en mencionar) que automáticamente desemboca en el “reduccionismo”. Con Ruether, que es una de las “madres” de la teología feminista del s. XX, procedo de la misma manera que con los “padres” de la TL: si me resulta iluminador lo que propone, lo utilizo; si me tengo que distanciar de sus ideas, lo hago. Supongo que se podría llamar un acercamiento “cauteloso” pero no es distinto del que aplicaría ante cualquier fuente.
Acto seguido, los autores critican mi “aversión contra el pensamiento conceptual” porque subrayo el carácter abstracto de las categorías de “pobre” y “mujer”. Me pregunto cuál será exactamente el “pensamiento conceptual” al que se refieren los autores como el ideal al cual no he podido ascender; sospecho que sería una forma de pensar en la que no cabe precisamente la particularidad de las mujeres, y que de alguna manera ese es el meollo del asunto. Mi interés pasa por tratar de descubrir cuál es la realidad plural y material que a menudo oculta por ejemplo el concepto de “mujer” (que suele esconder, precisamente, un reduccionismo bastante problemático, no feminista precisamente). Este interés por las particularidades materiales humanas nace en mi caso de la cristología, y en particular de la doctrina de la encarnación: el Hijo Eterno de Dios no se hace un ser humano “genérico” sino un ser humano en toda su particularidad: un hombre que nunca conoce la vejez, judío, viviendo en una época y un lugar que ya no son los nuestros. En esa particularidad contingente de Jesús se ven representadas todas nuestras particularidades, por lo que prestarles atención no tiene que ver con escribir una teología para cada grupito, sino con construir una teología que tanto se haga cargo de las particularidades y –justamente por eso- tenga algo que contribuir a todos y todas. Por parafrasear a Ireneo, Atanasio y los Capadocios: Dios se hizo un ser humano (particular) para que los seres humanos (en nuestras particularidades) podamos ser (como) Dios. Se trata de la vieja doctrina de la theosis o divinización, que tan extraña suena a los oídos occidentales, pero que tan central fue para los primeros siglos de la teología cristiana, y que cobra nueva vida desde la perspectiva del feminismo teológico. La cristología desde siempre ha tratado de dar cuenta tanto de la particularidad como de la universalidad del hecho de Jesús. Los autores comentan: “Si un teólogo como W. Pannenberg se hubiera sometido a este perspectivismo reductor debería haber escrito varias teologías sistemáticas.” De hecho, Pannenberg, a pesar de su encomiable erudición, escribe desde su propia particularidad sin revelarla, sino asumiéndola falsamente como universal (esto se ve claramente en su antropología teológica, que es sumamente androcéntrica y en general desconoce otra realidad que la occidental). ¿Es un androcentrismo que se desconoce a sí mismo una buena noticia para la teología?
Los autores subrayan que les “parece poco riguroso aceptar la existencia de una epistemología feminista” y agregan que es “fácil admitir la existencia, por ejemplo, de una epistemología del psicoanálisis o de las ciencias sociales, pero no de una epistemología de pelirrojos, filipinos, ancianos o, en fin, de una ‘epistemología feminista’”. Está claro que aquí no se refieren en realidad a la epistemología vinculada a alguna teoría feminista en particular, sino que se refieren a las mujeres (por lo que en vez de pelirrojos, filipinos o ancianos podrían haber escrito “mujeres”). Lo que me interesa recalcar en el libro no es explorar la posibilidad de que las mujeres tengan una epistemología dada por el hecho de ser mujeres, sino la posibilidad que mujeres y varones que tomen en cuenta las diversas teorías feministas puedan “entender” de una manera que no ha sido la hegemónica. Esta posibilidad aparece en las diversas disciplinas: no es lo mismo la epistemología de Lacan que la de Irigaray, por ejemplo, aunque ambos utilicen categorías psicoanalíticas.
Según los autores, su principal objeción a mi trabajo es que “falta” análisis de opresión de clase en mis escritos. Escriben que “todo proyecto político clasista y universal deberá alcanzar necesariamente a las mujeres, los ancianos, los niños, los inmigrantes y otras víctimas.” En esta frase muestran por qué es necesaria la epistemología feminista: pareciera que los “ancianos,” los “niños” y los “inmigrantes” son imaginados como varones (o bien las mujeres están subsumidas en esas categorías, pero de manera bastante invisible) y después están “las mujeres”. ¿Quiénes son “las mujeres” de las que hablan? En realidad concuerdo con la importancia del análisis de clase, pero no me convence que “necesariamente” (palabra de los autores) los proyectos “universales” alcancen liberadoramente a las mujeres – porque en general la universalidad que promueven no es tal en realidad. O por decirlo en lenguaje teológico: el pecado por cierto se manifiesta en lo económico y estructural, pero también se actúa poderosamente en el sexismo y el racismo. Una cosa no quita la otra. Si a Cremonte y Roldán les preocupa el reduccionismo, ¿por qué no son conscientes del propio?
A continuación los autores me critican por usar la categoría de “blanca” cuando me describo a mí misma, como si yo aceptara esa categoría de manera esencialista. Todo lo contrario: me parece que las categorías “raciales” son construcciones ideológicas (con un historial trágico en la modernidad), pero que tienen fuerza en la realidad (una vez más aparece aquí la hamartiología: el pecado de la inequidad tiene fuerza real en este mundo). En mi nota me refería entonces a mi deseo de tomar en cuenta cómo funciona el “privilegio blanco” que hace que una persona de tez clara como la mía sea tratada mejor en muchas situaciones y países que aquellos que no la tienen. Todas las mujeres nos topamos con el androcentrismo y la inequidad de género, pero de diferentes maneras y con diversas consecuencias (justamente por cuestiones de clase social, nivel socio-educativo, etnicidad, posibilidades materiales, acceso al ejercicio de nuestros derechos, y así sucesivamente). Es sano que analicemos en qué medida nos beneficiamos o somos cómplices de los sistemas de opresión, para ejercer una verdadera autocrítica (los autores me citan erróneamente al escribir “autocráticamente”). Tomar en cuenta el clasismo o el sexismo no nos exime de tomar en cuenta el racismo; esto es algo que me lo han enseñado en particular las compañeras afro-descendientes e indígenas.
Cuando los autores critican mi análisis de “cristología nocivas” o “tóxicas” frente a cristologías “saludables” consideran que es como si “se tratara de un diagnóstico higienista y positivista a la manera del peor José Ingenieros”. Como en otras partes de su artículo, da la impresión de que no se hubieran molestado en leer mi texto con atención. Mi propuesta no es “positivista” en cuanto lo que trata de buscar son modos fluidos de hacer cristología que no resulten en injusticia u opresión. Esto requiere atención a las consecuencias materiales de una cristología, no solamente a su construcción conceptual “ortodoxa”. Muchas cristologías desarrolladas con las mejores intenciones han tenido consecuencias nocivas, y vale la pena tomarlo en cuenta y buscar maneras de evitarlo – maneras que por definición no pueden ser rígidas ni preestablecidas. Esto permite –una vez más- la autocrítica en nuestros intentos de hacer teología. Dado que la cristología puede servir tanto para oprimir como para liberar, nos compete prestar atención a los factores que llevan a una cosa o a la otra en diversos contextos.
En uno de los pasajes más jugosos de su reseña, los autores escriben que “una teología radical debe asumir dialécticamente la productividad del pecado. El pecado es condición de posibilidad de la cultura humana tanto como de una espiritualidad superior. En este sentido una crítica radical debería descartar cualquier visión naïf (sic) del poder.” ¿Acaso formará parte de una visión ingenua del poder preguntarse a quién(es) exactamente beneficia este tipo de planteo y quién(es) se perjudica(n) más con esa supuesta “productividad del pecado”? ¿Es esta formulación una manera indirecta de postular que el fin justifica los medios? ¿En qué consistirá esa “espiritualidad superior”? ¿Tendrá algo que ver con el evangelio de Jesús? ¿Será un error pensar que –desde Jesús y desde una dinámica trinitaria- es posible pensar tanto las particularidades como un horizonte normativo de justicia? En mis escritos siempre parto de un cierto horizonte de normatividad sin el cual no sería posible hacer teologías liberadoras. El problema suele ser quiénes se atribuyen el derecho de articular ese horizonte y de qué manera; no creo que analizarlo tenga que ver con ingenuidad alguna ante el fenómeno del poder. Los autores escriben: “Ciertamente la defensa de la igualdad de los derechos de las mujeres y de los gays es una lucha incesante contra las costumbres conservadoras pero esto no quiere decir que estos discursos, necesarios en el plano de las reformas éticas de nuestras sociedades, puedan servir de base o incluso de inspiración principal para la producción teológica ni para un genuino proyecto emancipador.” Aquí también es revelador analizar las presuposiciones implícitas de la frase: los “discursos” de “las mujeres” y “los gays” (presumiblemente varones; las lesbianas no se sabe en cuál de las dos categorías entrarían) –es decir de dos grupos que se presentan como “diferentes” a los varones heterosexuales- no pueden “inspirar” ni “servir de base” a la teología. ¿Será ingenuo preguntarse, pues, los “discursos” de quiénes sí pueden servir de base o de inspiración principal para la teología o la política liberadora según estos autores? ¿Cómo se define “discurso” aquí? ¿Cómo se determina lo “genuinamente” emancipador? ¿Será ingenuo pedirles a los autores que apliquen una hermenéutica de la sospecha y del rescate a su propio discurso filosófico o teológico?
Para terminar, quisiera reconocer la pertinencia de una de las críticas, a saber, que “falta teología”. Cremonte y Roldán se refieren a mi libro, claro, pero lo mismo podría decirse de su propia reseña, que no se interesa demasiado por las propuestas teológicas que el libro de hecho ofrece. No obstante, tienen razón en este punto: queda mucho por pensar y mucho por hacer teológicamente, así como mucho que por las limitaciones materiales propias de nuestros países jamás formará parte de un libro publicado en papel, pero que podemos trabajar en otros medios. Si bien algunos de los temas que me reclaman (como por ejemplo el de María Magdalena y la resurrección o un análisis más pormenorizado del pensamiento de Rosi Braidotti) los he trabajado en otras publicaciones, por cierto nos queda mucha tela para cortar: a mí, y a toda la gente para la cual hacer teología tiene sentido. A cabalgar, Sancho…

Fuente: Nancy Elizabeth Bedford, publicado por www.lupaprotesante.com

Catedrática en el Garrett-Evangelical Theological Seminary www.garrett.edu

El libro: La porfía de la resurrección lo puede conseguir www.kairos.org.ar//index.php

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