Por. J. A. Monroy, España*
En el otoño de 1985 un amigo mío, Alejandro Peralta, líder protestante que por entonces estudiaba sociología en la Universidad de Chiapas, Méjico, me contactó para preguntarme si estaba dispuesto a pronunciar tres conferencias sobre Cristianismo y Marxismo en la Universidad. Era como meterme en la boca del lobo. Pero siempre he creído que el Cristianismo tiene una respuesta de luz para todas las ideologías. Más aún: las supera a todas. Dije que si, claro, naturalmente.
Peralta se puso en marcha. Habló con los directivos de la Universidad. Todos se negaron al proyecto. El obispo de Chiapas, enterado de lo que se pretendía y sabedor de que yo enfocaría mis conferencias en torno a la superioridad del Cristianismo sobre el Marxismo, movió sus peones, que eran muchos y muy influyentes, para que me cerraran todas las puertas. No contó con la testarudez de Peralta, hombre que había llegado a la Universidad desde un hogar extremadamente humilde. Insistiendo mucho consiguió que en la Facultad de Derecho le concedieran un salón amplio, con capacidad para trescientas personas.
Llegué a Chiapas acompañado por dos amigos de España, amigos muy cercanos, Manolo Salvador, pastor de la Iglesia en Sevilla, y mi entrañable Luis Mateos, tesorero de la Iglesia en Madrid, fallecido a los 60 años de un ataque al corazón sin tiempo a decir ni pio.
La primera conferencia la inicié el 18 de junio de 1986. Había unas 200 personas en la sala. En la tercera fila de asientos, en el pasillo central, estaba el obispo de Chiapas, Samuel Ruiz. Decían de él que era de la extrema izquierda, creyente y defensor acérrimo de la Teología de la Liberación. Cuando el 1 de enero de 1994 estalló la rebelión de los indígenas en Chiapas, donde se dio a conocer el subcomandante Marcos, periódicos de la capital señalaban al obispo Samuel Ruiz como impulsor de la protesta. Algunos llegaron a escribir que Marcos era eso, subcomandante. El comandante jefe sería el obispo. Sólo digo lo que entonces se decía. Yo no tengo pruebas de nada.
Después de presentarme al auditorio, Alejandro Peralta me advirtió en voz baja que allí el 90 por 100 era universitario y marxista. No me dejé impresionar. Yo había leído sobre marxismo desde mi juventud, había escrito libros sobre evolución, marxismo y teología de la liberación. La base de mi conferencia fue una comparación entre el programa social de Carlos Marx y el de Cristo. Tras exponer algunos argumentos dije que en el Nuevo Testamento hay más preocupación por los pobres que en toda la literatura marxista. También me referí a la teología de la liberación. Cité a dieciocho teólogos, católicos unos, protestantes otros, partidarios de esa teología. Establecí sus orígenes marxistas y concluí señalando las implicaciones políticas que la caracterizaban.
El obispo me miraba con fijeza, pero no detecté en él ni un solo movimiento del cuerpo. El chaparrón llegó más tarde, cuando a la salida yo saludaba a los asistentes. Me tomó del brazo, me condujo a un rincón y me la armó. Me llamó fascista. Dijo que yo no sabía nada de marxismo. Que desconocía la base y los objetivos de la teología de la liberación. Que lamentaba no haber podido entorpecer aquellas conferencias. Y más cosas que no escribo.
Al día siguiente, Luis Mateos me dijo: “Juan Antonio, hoy había más gente que ayer”. Desde luego, no estuvo el obispo Samuel Ruiz. Nunca más lo vi.
Paso a otro obispo.
No lo escribo con orgullo. Tal vez con algo de pesar. Hasta aquel 9 de noviembre de 1998 jamás tuve la oportunidad de estrechar la mano a un purpurado católico. En mi condición de miembro de la Comisión de Defensa Evangélica Española y de la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España después, entidades que llegué a presidir durante varios períodos, estreché muchas manos de políticos con quienes negociábamos el texto de la Ley de libertad religiosa de 1967, la de 1980 y posteriormente los Acuerdos con el Estado. Entre ellos, el subsecretario de Justicia Alfredo López, varios directores generales de Asuntos Religiosos, como Eduardo de Zulueta y Suárez Pertierra, los más cariñosos. También estreché manos de ministros: Enrique Múgica, Fernando Ledesma, Tomás de la Cuadra, y una mano cálida y abierta de Fernando María Castiella, ministro de Asuntos Exteriores desde 1957 hasta octubre de 1969.
El 18 de diciembre de 1997 el rey Juan Carlos recibió en el palacio de El Pardo a los organizadores del VI Congreso Evangélico Español. Éramos ocho. La histórica fotografía se encuentra en el ejemplar de ALTERNATIVA 2000 correspondiente a Enero-Febrero de 1998. El rey nos dio la mano a todos. Yo recuerdo mi turno, cuando Juan Carlos me extendió la mano. Una mano grande, largos dedos abiertos, arma de capital importancia, imagino, en su oficio real.
La mano del obispo que a continuación nombro apenas la percibí.
Entre el 8 y 10 de noviembre de 1998 tuvo lugar en Toledo un Congreso Interreligioso organizado por la que era ministra de Justicia, Margarita Mariscal. Fuimos invitados representantes de distintas confesiones religiosas. Según el protocolo, correspondía al obispo de Valencia, responsable de las relaciones ecuménicas e interreligiosas, estar presente en el Congreso. Pero no acudió. Envió a un delegado. Pensaría que cometería pecado al armonizar con herejes. Dije a mi alma que tampoco en esta ocasión podría estrechar la mano de un obispo católico.
Mi alma me escuchó y acudió en mi ayuda. El segundo día de Congreso los organizadores programaron una visita a monumentos religiosos de Toledo: La catedral católica, la sinagoga judía, la mezquita mahometana. En la catedral - ¡oh sorpresa! – nos recibió el arzobispo de Toledo, Francisco Álvarez. Hombre delgado, menudo, bajo de cuerpo. Casi escondido detrás de un atril, tan alto como su estatura física, leyó unas pocas palabras de bienvenida a la catedral. Se expresó en voz baja, monótona, sin acento, sin ganas.
Concluida la breve charla algunos de nosotros lo saludamos. Yo le tendí una mano abierta y me presenté: Juan Antonio Monroy, presidente de la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España. Si me miró, fue con un solo ojo. El otro lo volvió hacia la derecha. Murmuró algo así como “umm” y pasó al siguiente de la fila.
Para estrechar la mano de un arzobispo –más que un obispo- tuve que ir a su casa, a la catedral. El no acudió a la apertura del Congreso en el Ayuntamiento. Dijeron por allí que por no ver al Alcalde, con quien se llevaba mal. Yo creo que por no vernos a nosotros, panda de herejes. Allá él. Por fin sentí en mi mano la mano de un arzobispo. ¡Qué honor para mí, un superior del obispo! Era una mano fría, muerta, sin tacto ni apenas contacto. Me dio la impresión de una anguila resbaladiza. En realidad, no fue un apretón de mano, porque aquello se limitó a un roce de los dedos. Ni un gesto, ni una mirada, ni un esbozo de sonrisa. Me pareció que el señor arzobispo sabía quién era yo antes de decirle mi nombre.
A mí, los obispos católicos de aquella España y de esta no me han querido ni envuelto en papel de regalo. Es el desprecio del superior y de la verdad –ellos- hacia el inferior y el hereje –yo-.
* J. A. Monroy es escritor y conferenciante internacional.
Fuente: © J.A. Monroy, ProtestanteDigital.com (España, 2009).
En el otoño de 1985 un amigo mío, Alejandro Peralta, líder protestante que por entonces estudiaba sociología en la Universidad de Chiapas, Méjico, me contactó para preguntarme si estaba dispuesto a pronunciar tres conferencias sobre Cristianismo y Marxismo en la Universidad. Era como meterme en la boca del lobo. Pero siempre he creído que el Cristianismo tiene una respuesta de luz para todas las ideologías. Más aún: las supera a todas. Dije que si, claro, naturalmente.
Peralta se puso en marcha. Habló con los directivos de la Universidad. Todos se negaron al proyecto. El obispo de Chiapas, enterado de lo que se pretendía y sabedor de que yo enfocaría mis conferencias en torno a la superioridad del Cristianismo sobre el Marxismo, movió sus peones, que eran muchos y muy influyentes, para que me cerraran todas las puertas. No contó con la testarudez de Peralta, hombre que había llegado a la Universidad desde un hogar extremadamente humilde. Insistiendo mucho consiguió que en la Facultad de Derecho le concedieran un salón amplio, con capacidad para trescientas personas.
Llegué a Chiapas acompañado por dos amigos de España, amigos muy cercanos, Manolo Salvador, pastor de la Iglesia en Sevilla, y mi entrañable Luis Mateos, tesorero de la Iglesia en Madrid, fallecido a los 60 años de un ataque al corazón sin tiempo a decir ni pio.
La primera conferencia la inicié el 18 de junio de 1986. Había unas 200 personas en la sala. En la tercera fila de asientos, en el pasillo central, estaba el obispo de Chiapas, Samuel Ruiz. Decían de él que era de la extrema izquierda, creyente y defensor acérrimo de la Teología de la Liberación. Cuando el 1 de enero de 1994 estalló la rebelión de los indígenas en Chiapas, donde se dio a conocer el subcomandante Marcos, periódicos de la capital señalaban al obispo Samuel Ruiz como impulsor de la protesta. Algunos llegaron a escribir que Marcos era eso, subcomandante. El comandante jefe sería el obispo. Sólo digo lo que entonces se decía. Yo no tengo pruebas de nada.
Después de presentarme al auditorio, Alejandro Peralta me advirtió en voz baja que allí el 90 por 100 era universitario y marxista. No me dejé impresionar. Yo había leído sobre marxismo desde mi juventud, había escrito libros sobre evolución, marxismo y teología de la liberación. La base de mi conferencia fue una comparación entre el programa social de Carlos Marx y el de Cristo. Tras exponer algunos argumentos dije que en el Nuevo Testamento hay más preocupación por los pobres que en toda la literatura marxista. También me referí a la teología de la liberación. Cité a dieciocho teólogos, católicos unos, protestantes otros, partidarios de esa teología. Establecí sus orígenes marxistas y concluí señalando las implicaciones políticas que la caracterizaban.
El obispo me miraba con fijeza, pero no detecté en él ni un solo movimiento del cuerpo. El chaparrón llegó más tarde, cuando a la salida yo saludaba a los asistentes. Me tomó del brazo, me condujo a un rincón y me la armó. Me llamó fascista. Dijo que yo no sabía nada de marxismo. Que desconocía la base y los objetivos de la teología de la liberación. Que lamentaba no haber podido entorpecer aquellas conferencias. Y más cosas que no escribo.
Al día siguiente, Luis Mateos me dijo: “Juan Antonio, hoy había más gente que ayer”. Desde luego, no estuvo el obispo Samuel Ruiz. Nunca más lo vi.
Paso a otro obispo.
No lo escribo con orgullo. Tal vez con algo de pesar. Hasta aquel 9 de noviembre de 1998 jamás tuve la oportunidad de estrechar la mano a un purpurado católico. En mi condición de miembro de la Comisión de Defensa Evangélica Española y de la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España después, entidades que llegué a presidir durante varios períodos, estreché muchas manos de políticos con quienes negociábamos el texto de la Ley de libertad religiosa de 1967, la de 1980 y posteriormente los Acuerdos con el Estado. Entre ellos, el subsecretario de Justicia Alfredo López, varios directores generales de Asuntos Religiosos, como Eduardo de Zulueta y Suárez Pertierra, los más cariñosos. También estreché manos de ministros: Enrique Múgica, Fernando Ledesma, Tomás de la Cuadra, y una mano cálida y abierta de Fernando María Castiella, ministro de Asuntos Exteriores desde 1957 hasta octubre de 1969.
El 18 de diciembre de 1997 el rey Juan Carlos recibió en el palacio de El Pardo a los organizadores del VI Congreso Evangélico Español. Éramos ocho. La histórica fotografía se encuentra en el ejemplar de ALTERNATIVA 2000 correspondiente a Enero-Febrero de 1998. El rey nos dio la mano a todos. Yo recuerdo mi turno, cuando Juan Carlos me extendió la mano. Una mano grande, largos dedos abiertos, arma de capital importancia, imagino, en su oficio real.
La mano del obispo que a continuación nombro apenas la percibí.
Entre el 8 y 10 de noviembre de 1998 tuvo lugar en Toledo un Congreso Interreligioso organizado por la que era ministra de Justicia, Margarita Mariscal. Fuimos invitados representantes de distintas confesiones religiosas. Según el protocolo, correspondía al obispo de Valencia, responsable de las relaciones ecuménicas e interreligiosas, estar presente en el Congreso. Pero no acudió. Envió a un delegado. Pensaría que cometería pecado al armonizar con herejes. Dije a mi alma que tampoco en esta ocasión podría estrechar la mano de un obispo católico.
Mi alma me escuchó y acudió en mi ayuda. El segundo día de Congreso los organizadores programaron una visita a monumentos religiosos de Toledo: La catedral católica, la sinagoga judía, la mezquita mahometana. En la catedral - ¡oh sorpresa! – nos recibió el arzobispo de Toledo, Francisco Álvarez. Hombre delgado, menudo, bajo de cuerpo. Casi escondido detrás de un atril, tan alto como su estatura física, leyó unas pocas palabras de bienvenida a la catedral. Se expresó en voz baja, monótona, sin acento, sin ganas.
Concluida la breve charla algunos de nosotros lo saludamos. Yo le tendí una mano abierta y me presenté: Juan Antonio Monroy, presidente de la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España. Si me miró, fue con un solo ojo. El otro lo volvió hacia la derecha. Murmuró algo así como “umm” y pasó al siguiente de la fila.
Para estrechar la mano de un arzobispo –más que un obispo- tuve que ir a su casa, a la catedral. El no acudió a la apertura del Congreso en el Ayuntamiento. Dijeron por allí que por no ver al Alcalde, con quien se llevaba mal. Yo creo que por no vernos a nosotros, panda de herejes. Allá él. Por fin sentí en mi mano la mano de un arzobispo. ¡Qué honor para mí, un superior del obispo! Era una mano fría, muerta, sin tacto ni apenas contacto. Me dio la impresión de una anguila resbaladiza. En realidad, no fue un apretón de mano, porque aquello se limitó a un roce de los dedos. Ni un gesto, ni una mirada, ni un esbozo de sonrisa. Me pareció que el señor arzobispo sabía quién era yo antes de decirle mi nombre.
A mí, los obispos católicos de aquella España y de esta no me han querido ni envuelto en papel de regalo. Es el desprecio del superior y de la verdad –ellos- hacia el inferior y el hereje –yo-.
* J. A. Monroy es escritor y conferenciante internacional.
Fuente: © J.A. Monroy, ProtestanteDigital.com (España, 2009).
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