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viernes, 1 de enero de 2010

ETERNIDAD DE DIOS Y FUTURO HUMANO

Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México.

(Salmo 90/ Apocalipsis 22)


1. El diálogo bíblico entre la eternidad y el tiempo

Prácticamente desde la primera página de la Biblia hasta la última flota en el ambiente el permanente y azaroso diálogo entre la eternidad y el tiempo. Si Dios, como el creador a quien se refiere el Génesis, viene en los textos desde una eternidad que es bastante incomprensible para la mayor parte de los seres humanos, esa distancia se acrecienta, se proyecta y se reproduce en diversos momentos con una intensidad que alcanza alturas reflexivas algunos de cuyos testimonios quedaron registrados en varios lugares de las Escrituras. Uno de ellos, quizá de los más conocidos es el Salmo 90. Allí, una voz que tradicionalmente se ha identificado con la de Moisés (varón de Dios le llama el título), libertador y padre de la patria israelita, se coloca en un momento indeterminado de su vida y pronuncia una de las disquisiciones más profundas del texto sagrado.
Señor, durante generaciones/ tú has sido nuestro refugio (Traducción Interconfesional). La primera frase de esta oración remite a las acciones de Dios en medio de la historia popular del pueblo. Tener conciencia de las generaciones que se han sucedido y no necesariamente de su número, manifiesta el procesamiento de una sabiduría ancestral acumulada y desarrollada mediante una adecuada inteligencia de la historia y su contacto, a veces tangencial, con el Dios revelado. Para la época de Moisés, podría decirse que faltaba perspectiva suficiente para apreciar el horizonte histórico que permitiría hablar de las otras acciones divinas en la historia del pueblo. Con todo, la elaboración colectiva proyecta en Moisés el paso del tiempo y la forma en que Yahvé se relacionó con cada generación. Moisés funciona como un catalizador de la manifestación divina hasta ese momento. La propia generación de Moisés
Antes que se formasen los montes/ y la tierra y el orbe surgieran,/ desde siempre y para siempre tú eres Dios (v. 2). La criatura se remonta desde sus pequeñez y finitud y, como en un suspiro de magnitud insospechada, advierte no sólo la antigüedad de Dios (señalar eso sería sólo calificarlo de “viejo”). La referencia más remota, sin duda alguna, era la creación misma, ante la cual no había especulaciones cronológicas ni temporales, pues cualquier intento por ir más allá del presente perpetuo de Dios está condenado al fracaso, dado que para Él sólo existe el siempre, es decir, que sin atarse a la historia humana, la existencia de Dios no depende de ella, aun cuando sus vaivenes lo afectan tangencialmente.
Tú haces que el ser humano vuelva al polvo… (v. 3). …mil años son ante tus ojos/ como un día, como un ayer que pasó,/ como una vigilia en la noche (v. 4). El recuerdo del origen humano es un punto de partida para contrastar esa eternidad divina con la efimeridad de la vida, al mismo tiempo que se afirman sus lazos biológicos y ontológicos con el cosmos y la tierra. A pesar de ello, es posible desde, la unicidad humana, tomar en ocasiones la iniciativa del diálogo con el Eterno, gracias a laa condescendencia con que éste se había manifestado hasta ese momento para hacer un pacto con la humanidad, los “condenados al polvo”, seres finitos y contradictorios cuya existencia tan limitada los incapacitaba para advertir el abismo cronológico que los separaba de Dios. La confluencia de tiempos, la simultaneidad que hace posible una percepción abarcadora de la realidad, está vedada para los humanos, quienes se mueven como a tientas, intuitivamente, en un terreno donde lo sagrado los aguarda más allá de las barreras temporales. Los antiguos hebreos no estaban sujetos a la “camisa de fuerza” del cronos griego, esto es, no lo deifica ni lo considera intocable. Por decirlo así, se mueve más en el terreno del kairós, un desdoblamiento del tiempo en los diversos tiempos de Dios, perceptibles sólo a través de la fe.
Tú los arrastras al sueño de la muerte,/ son como hierba que brota en la mañana… (v. 5). Dios creó todas las cosas, incluida la humanidad, con una fecha-límite, una fecha de caducidad, más allá de la cual es imposible avanzar. La vida es breve por definición, así dure 70 u 80 años, como dice el cantor del salmo. Para algunos nunca es suficiente, para otros sí. La constatación de esta brevedad recuerda el lenguaje sapiencial del Eclesiastés, aunque con menos amargura y una asimilación un tanto más “espiritual” del destino ignoto más allá del fin. La vida es desechable, aunque no en el extremo sacrificial de hoy, pero hay un sabor a reproche al creador por haber producido ese tipo de criaturas. No podemos olvidar que Moisés fue, en cierto modo, “desechado” por Dios a la hora de que el pueblo debía pasar a otra etapa de su peregrinaje.
Con tu ira nos has consumido,/ con tu furor nos aterras (v. 7). Nuestros días decaen bajo tu furia… (v. 9). Escribe Luis Alonso Schökel sobre estos versículos: “Lo más grave de esa brevedad es que es revelación y presencia de la cólera divina; el tiempo es limitado por la cólera divina que provocó el pecado; aun este tiempo limitado queda medio vacío; aun la vida más larga tiene un carácter de «fatiga inútil» por su límite irremediable”. Como hombre acostumbrado a tratar con Él, Moisés sabe que aun a Yahvé se le puede tratar de convencer, pero que cuando se enfrenta uno al no de Dios, es irreversible, no hay nada que hacer, puesto que Él puede incluso sacarse “ases debajo de la manga”. Como escribe Elie Wiesel:

¿Debemos concluir que Dios fue injusto, es decir, gratuitamente cruel con Moisés? ¿Pregunta inquietante? […] …no es para inquietar ni castigar a Moisés por lo que Dios le recuerda un pecado insignificante, sino más bien para realzarlo. Como para decirle: Moisés, mi fiel servidor, no busques pecados que no has cometido para explicar tu muerte; tú no has hecho nunca nada que me desagrade […] No Moisés, no has hecho nada que deba reprocharte… Pero tú vas a morir también, debes hacerlo, porque eres humano…[1]

Wiesel recuerda, a través de una leyenda judía, que ni siquiera muerto entró Moisés a la tierra prometida: “Tampoco en esto el Eterno se dejó conmover. […] Y Dios solo, único en su inmortalidad, lo preparó para la muerte”.[2] De toda esta experiencia procede la afirmación más emblemática del salmo: Enséñanos a contar nuestros días/ y tendremos así un corazón sabio (v. 12). En ella, un corazón creyente, probado por Dios, acrisolado en una experiencia única de liberación divina, como protagonista principal, solicita ser enseñado como preparación para la muerte, tal como lo sugirió Erasmo de Rotterdam y, siglos después, María Zambrano.
2. El futuro humano y el Reino de Dios
Apocalipsis, como se sabe, fiel a su estirpe, veía hacia el futuro con los pies bien puestos en la tierra. El vidente de Patmos ve los cielos abiertos, pero no se engolosina, pues bien sabía que el escaso recuerdo que tendrá cuando registre por escrito su visión no alcanzaría a ser bien entendido como él deseaba, pues la ansiedad que genera el futuro en la humanidad nunca logra ser bien correspondida y produce fantasías al por mayor. Las mejores condiciones posibles que ha alcanzado la humanidad no consiguen articular el dilema cristiano que hoy se nos muestra con claridad meridiana: ¿cómo articular y, si fuera posible, complementar, las escasas esperanzas materiales que se tienen sobre el planeta y la extraordinaria promesa que representa el gran símbolo del Reino de Dios? ¿Cuál es el futuro verdadero que le espera a la humanidad? ¿Hasta dónde es posible continuar con una esperanza utópica basada en el horizonte plenamente redentor fruto de la acción divina?
“No habrá más maldición… No habrá más noche” dicen los vv. 3 y 5. La supresión del dolor, la enfermedad y la muerte son anuncios extraordinarios de una esperanza que está por aterrizar, literalmente, en la facticidad de la vida humana de todos los días, no en otra diferente o del más allá. El regreso del Señor Jesús y la consumación del Reino de Dios, expresados en una clave simbólica que sólo los creyentes podían descifrar, se confronta en el v. 11 con la actividad humana que no es ni será capaz de resolver sus contradicciones más profundas: “Ya casi da igual que el pecador siga pecando…”. De cualquier forma, la consumación vendrá y aquellos que atentaron contra la vida en la tierra serán castigados frontalmente por Dios mismo, cuando ya nada importe: llegó la hora “de exterminar a los que corrompen la tierra” (11.18), pues Él ama profundamente a su creación y será “todo en todo” en ella. Demasiado tarde nos dimos cuenta (como Iglesia y humanidad), hasta dónde llega este amor de Dios por su creación, pues nos tardamos en ver su rostro ecologista (véase como ruega a los ángeles en 7.3: “No causéis daño a la tierra, al mar o a los árboles…”), ahora que al parecer el planeta ya no tiene remedio. Pero, con todo, tenemos esperanza, tal como escribe el poeta-vidente Ernesto Cardenal en el texto que lleva el nombre del último libro de la Biblia:

Y vi en la biología de la Tierra una nueva Evolución
Era como si hubiera surgido en el espacio un Planeta Nuevo
La muerte y el infierno fueron arrojados en el mar de fuego nuclear
las clases ya no existían más y vi una especie nueva que había producido la Evolución
la especie no estaba compuesta de individuos
sino que era un solo organismo
compuesto de hombres en vez de células
y todos los biólogos estaban asombrados
Pero los hombres eran libres y esa unión de hombres era una Persona
-y no una Máquina-
y los sociólogos estaban pasmados
Y los hombres que no formaron parte de esa especie
quedaron hechos fósiles
y el Organismo recubría toda la redondez del planeta
y era redondo como una célula (pero sus dimensiones eran planetarias)
y la Célula estaba engalanada como una Esposa esperando al Esposo
y la Tierra estaba de fiesta
(como cuando celebró la primera célula su Fiesta de Bodas)
y había un Cántico Nuevo
y todos los demás planetas habitados oyeron cantar a la Tierra
y era un canto de amor[3]


Las Escrituras terminan con esperanza y así debemos seguir caminando en el mundo: con la certeza de que, a pesar de los pronósticos en contra, la venida del Reino de Dios colmará todas las expectativas de justicia y amor. Y todo ello porque Dios nos llama siempre desde su futuro, adonde viviremos con él.

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[1] E. Wiesel, Celebración profética. Personajes y leyendas del antiguo Israel. Salamanca, Sígueme, 2009, pp. 78-79.
[2] Ibid., pp. 79, 80.
[3] E. Cardenal, Nueva antología poética. México, Siglo XXI, 1978, pp. 91-92.

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