Me encanta un pensamiento que es y siempre repite mi querido hermano y buen amigo el doctor Carballosa: “No te pelees con Dios, no te pelees con la familia, no te pelees con la iglesia. Cuando tienes un dolor fortísimo, ¿qué dices?... ¡Ay, Dios mío!; cuando algo te agobia de verdad, ¿qué dices?... ¡Ay, mi madre!; cuando las dificultades te rodean y te avasallan, ¿qué haces?... Vas a la iglesia y a los hermanos y dices... ´Oren por mí´.”
La primera vez que escuché este pensamiento, me llamó muchísimo la atención y le pedí a su autor que me lo repitiera para anotarlo y poder reflexionar sobre él.
Es cierto, hay gente que no es cristiana que se pasa la vida peleando con Dios o, más bien, ignorándolo, pero cuando llega a sus vidas algún problema fuerte se les ve diciendo: ¡Ay, Dios mío! Pero lo que me parece mucho más triste es esa clase de creyentes que, o bien pasan la vida bastante lejos de esa cercanía a Dios que les debería caracterizar, o ese tipo de creyentes que parecen muy espirituales sin serlo y, cuando ocurre una tragedia o una dura prueba en sus vidas, se pelean, directamente, con Dios para terminar diciendo: Ay, Dios mío.
Hoy más que nunca, hay mucha gente que pasa, ignora, o incluso desprecia, a la mujer que les dio el ser; pero cuando llega un momento de desesperación en sus vidas, aunque su madre esté lejos o incluso ya no esté, sale automáticamente de sus labios la frase: ¡Ay, mi madre!
En último lugar están aquellos cristianos que se pasan la vida refunfuñando, protestando, faltando y peleándose con la iglesia; pero cuando las circunstancias les avasallan y viene a ellos una tormenta fuerte, entonces sí, vienen a su odiada o ignorada iglesia y piden a sus hermanos: ¡Oren por mí!
Si algo me molesta es ese tipo de gente que un día se comporta de una manera y al siguiente de otra muy diferente, y me parece muy cierto y actual para todos los tiempos lo que escribe el apóstol Santiago en su carta: “El hombre de doble ánimo es inestable en todos sus caminos.”
Alguien contó en una ocasión que había puesto un comedero para ardillas a unos cuantos metros de su hogar. Se trataba de un artefacto sencillo -dos tablas y un clavo- al cual se le atravesaba una mazorca de maíz. Cada mañana, venía una ardilla para disfrutar la comida de ese día, era una cosita linda, negra, con su barriguita redonda y gris.
Aquel hombre se sentaba en el porche trasero de su casa, por las mañanas y la observaba mientras comía. La ardilla arrancaba cada grano de la mazorca, lo sostenía entre sus patas, le daba la vuelta y le comía el corazón.
Al final del día, no quedaban granos sino solo un montoncito ordenado de sobras debajo del árbol. A pesar de que aquel hombre la cuidó, la criatura le temía. Cuando se aproximaba, ella huía refugiándose en su árbol y chillándole cuando se acercaba demasiado. No sabía que era él quien le daba la comida.
Así son algunas personas con Dios, con su madre y con la iglesia. Se olvidan que ellos les aman incondicionalmente, les pueden proveer ricamente de todo para que disfruten y siempre estarán ahí, con sus brazos abiertos para recibirlos y pierden la bendición de vivir cerca de Dios y sentir el rocío de su amor sobre ellos cada día; se alejan de su madre aún cuando esta les dio el ser y daría su vida por ellos, y se olvidan de sus hermanos que, aunque imperfectos, son igualmente lavados por la sangre de Cristo y, aunque -a veces- diferentes, siempre están ahí, echándoles de menos para darles su calor.
Quieres ser como la ardilla miope y desagradecida?... Yo no; así que procuro -cada día- no pelearme con Dios, ni con mi familia, ni con mis hermanos.
* Beatriz Garrido es maestra, locutora de radio y miembro de las Asambleas de Hermanos en Galicia
Fuente: © B. Garrido, ProtestanteDigital.com (España, 2010).
La primera vez que escuché este pensamiento, me llamó muchísimo la atención y le pedí a su autor que me lo repitiera para anotarlo y poder reflexionar sobre él.
Es cierto, hay gente que no es cristiana que se pasa la vida peleando con Dios o, más bien, ignorándolo, pero cuando llega a sus vidas algún problema fuerte se les ve diciendo: ¡Ay, Dios mío! Pero lo que me parece mucho más triste es esa clase de creyentes que, o bien pasan la vida bastante lejos de esa cercanía a Dios que les debería caracterizar, o ese tipo de creyentes que parecen muy espirituales sin serlo y, cuando ocurre una tragedia o una dura prueba en sus vidas, se pelean, directamente, con Dios para terminar diciendo: Ay, Dios mío.
Hoy más que nunca, hay mucha gente que pasa, ignora, o incluso desprecia, a la mujer que les dio el ser; pero cuando llega un momento de desesperación en sus vidas, aunque su madre esté lejos o incluso ya no esté, sale automáticamente de sus labios la frase: ¡Ay, mi madre!
En último lugar están aquellos cristianos que se pasan la vida refunfuñando, protestando, faltando y peleándose con la iglesia; pero cuando las circunstancias les avasallan y viene a ellos una tormenta fuerte, entonces sí, vienen a su odiada o ignorada iglesia y piden a sus hermanos: ¡Oren por mí!
Si algo me molesta es ese tipo de gente que un día se comporta de una manera y al siguiente de otra muy diferente, y me parece muy cierto y actual para todos los tiempos lo que escribe el apóstol Santiago en su carta: “El hombre de doble ánimo es inestable en todos sus caminos.”
Alguien contó en una ocasión que había puesto un comedero para ardillas a unos cuantos metros de su hogar. Se trataba de un artefacto sencillo -dos tablas y un clavo- al cual se le atravesaba una mazorca de maíz. Cada mañana, venía una ardilla para disfrutar la comida de ese día, era una cosita linda, negra, con su barriguita redonda y gris.
Aquel hombre se sentaba en el porche trasero de su casa, por las mañanas y la observaba mientras comía. La ardilla arrancaba cada grano de la mazorca, lo sostenía entre sus patas, le daba la vuelta y le comía el corazón.
Al final del día, no quedaban granos sino solo un montoncito ordenado de sobras debajo del árbol. A pesar de que aquel hombre la cuidó, la criatura le temía. Cuando se aproximaba, ella huía refugiándose en su árbol y chillándole cuando se acercaba demasiado. No sabía que era él quien le daba la comida.
Así son algunas personas con Dios, con su madre y con la iglesia. Se olvidan que ellos les aman incondicionalmente, les pueden proveer ricamente de todo para que disfruten y siempre estarán ahí, con sus brazos abiertos para recibirlos y pierden la bendición de vivir cerca de Dios y sentir el rocío de su amor sobre ellos cada día; se alejan de su madre aún cuando esta les dio el ser y daría su vida por ellos, y se olvidan de sus hermanos que, aunque imperfectos, son igualmente lavados por la sangre de Cristo y, aunque -a veces- diferentes, siempre están ahí, echándoles de menos para darles su calor.
Quieres ser como la ardilla miope y desagradecida?... Yo no; así que procuro -cada día- no pelearme con Dios, ni con mi familia, ni con mis hermanos.
* Beatriz Garrido es maestra, locutora de radio y miembro de las Asambleas de Hermanos en Galicia
Fuente: © B. Garrido, ProtestanteDigital.com (España, 2010).
No hay comentarios:
Publicar un comentario