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viernes, 7 de agosto de 2009

DESAFÍOS DE JOHN A. MACKAY PARA LAS IGLESIAS PRESBITERIANAS DE HOY

Por. Dr. Alberto F. Roldan, Argentina*
Introducción
Pocos pensadores dentro del ámbito protestante del siglo XX en América Latina han influido tanto en la teología como Juan A. Mackay. Su pensamiento tuvo continuidad en la teología evangélica posterior y llega a nuestros días, ya en el siglo XXI, como un desafío a tomar en serio. ¿Quién fue Juan Mackay, cuál fue su pensamiento y acción y, sobre todo, qué desafíos plantea a las iglesias protestantes en general y presbiterianas en particular, en este nuevo siglo?
1. Perfil de Juan A. Mackay
John A. Mackay nació en Iverness, Escocia, el 17 de mayo de 1889. El apellido “Mackay” significa “hijo de antorcha encendida”, cosa que puso de manifiesto y materializó en su vida. Era celta y galo por su padre, Duncan Mackay y su madre Isabelle MacGregor. Juan tenía 4 hermanos: Ella, Nellie, Duncan y William. Nellie se casó con un tal Alexander Fraser. Duncan emigró a la Patagonia como agricultor y comerciante. William se preparó como pastor de la Iglesia Libre de Escocia. Toda la familia Mackay perteneció a la Iglesia Presbiteriana Libre de Iverness. Celebraba dos cultos familiares por día, de mañana y de noche. A los 14 años, Juan tuvo su experiencia de conversión. Relata:
Mi madre y yo íbamos a la Iglesia de Rogart. Las reuniones se celebraban sobre la falda de una colina cerca de la iglesia porque no había suficiente espacio en la capilla para recibir tanta gente. Fue en el culto del sábado en aquella loma que sucedió la experiencia más grande de mi vida. Durante la noche antes del culto de comunión, me sentí agobiado de mi propia necesidad de Dios, y repetía “¡Señor, ayúdame! ¡Señor, ayúdame!” Fue así, en aquel lugar de Rogart que oí a Dios hablarme durante el culto. Parecía oír las palabras: Tú también serás predicador y tú ocuparás aquel púlpito. De modo que después del culto de preparación y antes de la Comunión del domingo fui caminando por una senda escarpada de las montañas lleno de éxtasis. Hablaba con Dios, mirando a las estrellas. De repente Dios se hizo presente en mi vida... de veras yo descubrí una misión en la vida. Me encontré en otro mundo y me relacionaba con lo Divino. (Sinclair: 1990, pp. 47-48).
Entre los años 1907 y 1913, Juan realizó estudios en la Universidad de Aberdeen. Confiesa que “El cambio fue dramático. Se me abrieron nuevas amistades.” Después, Juan Mackay se enamoró de Jane Logan Wells, una joven también estudiante. Ella, como bautista, tenía interés en Sudamérica, concretamente el Perú, mientras Juan manifestaba su deseo de ir a la Patagonia donde vivía su tío.
En 1913, Mackay logró realizar su sueño de estudiar teología en el Princeton Seminary. Entre los varios profesores que lo formaron se destacan: J. Gesham Machen, Benjamín Warfield, Oswald Allis, Caspar Wister Hodge, el último de la “dinastía Hodge” (anteriores A. A. Hodge y Charles Hodge).
Durante el breve período de 1915 a 1916 (exactamente 8 meses), Juan Mackay vivió en España, etapa que considera “la experiencia cultural decisiva de mi vida.” Mackay sabía de las vinculaciones entre los galos del Norte de Escocia y los galos de Vizcaya y Galicia. Pero también tenía impresos en su consciente o inconsciente, los prejuicios de los británicos contra los españoles, a los que consideraban inferiores. En España aprendió el idioma de Cervantes y se empapó de la literatura de los clásicos, tales como Cervantes, San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús. Se hospedó en un lugar llamado “Residencia de Estudiantes” donde conoció a intelectuales de la talla de Juan Ramón Jiménez (autor de Platero y yo), José Ortega y Gassett, Federico García Lorca, Miguel de Unamuno y el peruano Luis Alberto Sánchez.
Pero de todos los intelectuales que frecuentó Juan, el que más le influyó fue, indudablemente, Miguel de Unamuno. En un trabajo titulado “Unamuno y la intelectualidad protestante en el Perú: El caso de John A. Mackay (1916-1925)”, el historiador Juan Fonseca Ariza analiza puntualmente esa influencia. Indica que luego de casarse en noviembre de 1916, Juan llegó al Perú “y se hizo cargo de una pequeña escuela que [sic] la Unión Evangélica de Sudamérica (EUSA). Mackay la transformó en el Colegio Anglo-Peruano (hoy San Andrés)...” (Fonseca Ariza: 2004, pp. 2-4). Poco tiempo después, Mackay ingresó a la Universidad San Marcos, de Lima, donde llegó a doctorarse en filosofía y letras con una tesis titulada: Don Miguel de Unamuno: su personalidad, obra e influencia.(1) Fue en ese ámbito universitario donde conoció a intelectuales como: Víctor Andrés Belaúnde, José Gálvez, José Carlos Mariátegui (2), Luis Alberto Sánchez (3) y al político Haya de la Torre.
Unamuno representaba la encarnación del espíritu español. Dice Mackay: “Don Miguel se hizo un rebelde, un santo rebelde cristiano, el último y el mayor de los grandes herejes místicos de España.” (Fonseca Ariza: 2004, p. 77).
Otros ministerios que desarrolló Mackay: Estuvo al servicio de la Asociación Cristiana de Jóvenes en Montevideo (1925-1929) y México (1926-1932). Posteriormente, entró como secretario de la Junta de Misiones para América Latina de la Presbyterian Church USA, entre los años 1932 y 1936. En 1936 fue invitado a ser el presidente del Seminario de Princeton, puesto que desempeñó hasta 1959. Antes, en 1953, visitó Buenos Aires donde dio las famosas Conferencias Carnahan de la Facultad de Teología de Camacuá 282, hoy Instituto Universitario Isedet y que luego se publicaron bajo el título Realidad e idolatría en el cristianismo contemporáneo.(4)
En 1959 y hasta 1969, los Mackay se trasladaron a Maryland. La Universidad de Washington lo invitó a ocupar el puesto de profesor honorario adjunto de Pensamiento hispánico. Juan Mackay falleció el 9 de junio de 1983 dejando tras de sí un aporte invalorable en el campo de la teología, la educación y un modelo de vinculación entre la fe y la cultura, todo ello desde el prisma reformado al cual perteneció durante toda su vida.
2. El desafío de una teología contextualizada
Mackay fue teólogo en el pleno sentido de la palabra. Es decir, alguien comprometido con Dios, el tema central de toda teología auténtica y, también, alguien que dio prioridad a la reflexión de la fe. Mackay, como buen teólogo, supo hacer distinción entre “doctrina” y “teología”. Aunque ambos campos se tocan, no constituyen lo mismo porque una “doctrina” para que sea tal, debe tener la sanción o aprobación de un cuerpo eclesial determinado. Pero la teología no se agota en lo doctrinal. ¿Por qué? La razón es sencilla: toda doctrina oficial de una Iglesia determinada significa una especie de “clausura de sentido” de la Biblia. La doctrina es necesaria porque constituye un marco referencial importante para identificar y articular nuestras creencias. Pero por supuesto, debemos entender que la doctrina representa una forma de ver la fe y la verdad de Dios pero que no nos ahorra el trabajo de seguir articulando la teología a las nuevas realidades de la Iglesia, la misión, la humanidad, la cultura y el mundo. De otro modo, reductio ad absurdum, no habría necesidad de seguir pensando la fe y el Evangelio en esas nuevas realidades y todo se remitiría a comprar los libros de doctrina y saberlos de memoria. Es claro que si toda la teología reformada se reduciría al pensamiento de Calvino en Institutos, no hubieran sido necesarias relecturas de ese pensamiento en los siglos posteriores. No hubieran sido necesarios los aportes de teólogos como Abraham Kuyper, Karl Barth, Emil Brunner y, en los días actuales, Jürgen Moltmann. Toda tradición en el campo del pensamiento -sea este filosófico o teológico- precisa ser renovada, actualizada, contextualizada a nuevos desafíos. De otro modo pierde su vigor y responde a preguntas que ya nadie se formula, representando un “mundo de ideas” que ya no existe. Esto lo comprendió cabalmente Juan Mackay. En su Prefacio a la teología cristiana, se refiere al “despertamiento teológico” en estas palabras:
Hemos llegado a un punto en que se hace imperativo un nuevo comienzo. Necesitamos un avivamiento de la teología, una nueva comprensión de Dios y de su voluntad respecto a la vida humana. La actitud de tranquila desesperación, que caracteriza nuestra edad, y la búsqueda múltiple de la mente moderna tras el sentido y la autoridad, convierten a la teología cristiana en nuestra más capital necesidad. Lo que necesitamos más en estos momentos no es una defensa de la religión, del cristianismo o de la Iglesia Cristiana. Lo que los hombres ansían es que el pensamiento se convierta en un medio, al través del cual puedan escuchar una Voz que viene del más allá y percibir los contornos de un Rostro. (Mackay: 1984, p. 27).
Mackay crea la metáfora de “el balcón y el camino”, como dos maneras de enfocar la vida cristiana y, también, la teología. La primera, el balcón, representa a quienes son meros espectadores de lo que pasa en la Iglesia y en el mundo. Teorizan pero no actúan. Son diletantes de la verdad de Dios. Por el contrario, la verdad vista y vivida “en el camino” es aquella de quienes, sin renunciar a la reflexión, dan un paso más hacia la acción y la decisión. En este sentido, Mackay ve en Kierkegaard el prototipo más claro de quienes encaran la vida cristiana jugándose en el camino. Interpretando y contrastando el pensamiento filosófico del gran pensador danés, Mackay dice:
La clave de su punto de vista es el significado que da al término “existir”. Rompe, en forma decisiva, con el famoso cogito ergo sum de Descartes. La simple capacidad de pensar puede diferenciar a un hombre de un animal, pero no le otorga a aquél ningún título a la verdadera existencia como hombre. Kierkegaard aceptaría de mucho mejor grado el postulado “Pugno ergo sum”, o sea: “Lucho, luego soy”. (Mackay: 1984, p. 56).
En un ensayo titulado “La restauración de la teología”, Mackay admite la necesidad de una cosmovisión (weltanschauung) que dé sentido a la vida y al pensamiento. Entiende que estaba viviendo (años 1950) en una época en la que “sólo la emergencia y el dominio de una gran teología pueden producir una gran filosofía, por un lado, y una gran religión por otro.” (Mackay: 2004, p. 93). Compara a la filosofía con la teología y destaca a ésta última como superadora de la primera por tres razones: a) la teología se ocupa de los hechos cruciales de la existencia humana con un realismo que no se ve en la filosofía; b) los sistemas de pensamiento cultural que se encuentran en el corazón de las más potentes fuerzas culturales son teologías más que filosofías; c) la vida y pensamiento de la Iglesia Cristiana exigen una verdadera y adecuada teología. Pero junto a esa ponderación de la teología, Mackay admite las razones por las cuales la teología ha sido tantas veces rechazada por la gente, dentro y fuera de las iglesias. Una de las razones, precisamente, viene de afuera, y consiste en las pretensiones de la cultura secular que comenzó con el Renacimiento y luego se fue profundizando hasta la emancipación del ser humano de todo vestigio de cristianismo. Otra razón es “la insistencia en muchos círculos cristianos representativos, en que el cristianismo no es en realidad un sistema de pensamiento, sino exclusivamente una forma de vida.” (Ibíd., p. 100). Y, en tercer lugar, la propia teología tiene la culpa de su defección convirtiendo “ideas en realidades, como donde la lealtad religiosa se ha transferido de Dios a las ideas sobre Dios.” (Ibíd.., p. 101). Encuentra que quien mejor ha expresado ese sutil fenómeno de sustitución es Emil Brunner cuando escribió:
El gran peligro del dogma es que demasiado a menudo transforma el signo de la cosa que representa en la cosa misma. Cuando esto acontece, el proceso de escuchar un mensaje personal se convierte en un proceso neutral de aprendizaje teórico y de aceptación de ciertas verdades intelectuales. La formulación de la verdad ha sido confundida erróneamente con la verdad misma. (5)
La misma idea es elaborada por el propio Mackay en las Conferencias Carnahan de Buenos Aires cuando dice: “la doctrina cristiana ha de desempeñar el papel de instrumento.[...] El papel de toda idea en servir a la realidad que describe; esforzándola, ilustrándola, alumbrándola, pero no sustituyéndola.” (Mackay: 2004, p. 12). Y luego define dos normas que deben ser aplicadas a toda doctrina: que sea leal a la revelación divina, o sea, a la Sagrada Escritura y que sea aplicable a la situación humana contemporánea. Pero advierte sobre el peligro de convertir a los datos y a las ideas en ídolos, porque los resultados del tal actitud son desastrosos: producen esterilidad, indiferencia hacia los otros y, en el peor de los casos, persecución de los herejes. Por eso, en osada expresión, señala: “La Biblia es necesaria, mas lo que salva al hombre es la fe en Jesucristo y no el mero asentimiento a una doctrina acerca de la Biblia.” (Ibíd.., p. 19). En definitiva, hay que entregarse a la realidad misma que es Jesucristo, de modo que “esta verdad que es Cristo se posesione de nosotros, de nuestra personalidad entera, de tal manera que El obre desde adentro.” (Ibíd.., p. 24).
¿Cuáles fueron entonces las influencias que recibió Mackay de los teólogos y pensadores antiguos y contemporáneos? Cuando Mackay llegó a Princeton instó a una relectura de Jonathan Edwards, predicador congregacional de teología calvinista, que Dios usó poderosamente en el avivamiento denominado “Gran Despertar”. Declaraba Mackay:
Nosotros tenemos que redescubrir a Jonathan Edwards. Sus pensamientos nos ayudarán a mantener el equilibrio que nos ha perturbado en estos días recientes... La verdadera y última perfección del cristianismo consiste en una expresión ardiente y práctica de afecto religioso y en un amor para con Dios y el hombre. (6)
Pero Mackay no se queda simplemente en los clásicos. Sabiendo que la teología es un espacio siempre abierto, cuando se refiere a “el camino moderno a Emaús”, dice que el mundo protestante experimentó un retorno a la Reforma con la Nueva Ortodoxia (o Neo-ortodoxia), movimiento en el cual se estudió con nuevos ojos a los grandes sistemas de pensamiento elaborados por Calvino y Lutero. “Sobre todo, se está descubriendo de nuevo el Libro en que se inspiraron Lutero y Calvino, y por el cual pudo efectuarse la Reforma Protestante.” (Mackay: 1984, p. 29). Citando específicamente a Karl Barth y Emil Brunner, afirma: “En los escritos de estos teólogos se pone fin al relativismo y al humanismo con que se había caracterizado la teología protestante de muchas décadas.” (Ibíd.).
En lo que se refiere a la educación teológica, el biógrafo de Mackay, John Sinclair señala:
Durante los años en Princeton Mackay empezó a formular sus propios conceptos sobre la Iglesia, y en particular, sobre la educación teológica. Unos veinte años más tarde pudo implementar estas ideas como presidente de la misma institución. Una idea giraba en torno a una teología encarnacional. En este concepto Mackay afirmaba que los cristianos tenían que convivir dentro de la Iglesia y en este caso, dentro de un seminario teológico en comunión el uno con el otro. Según Mackay no había ningún substituto para el encuentro “cara a cara” en la comunidad humana. (Sinclair, 67).
¿Cuáles fueron entonces las influencias que recibió Mackay de los teólogos y pensadores antiguos y contemporáneos? En el campo de la filosofía, Miguel de Unamuno y Sören Kierkegaard fueron los pensadores más decisivos para Mackay. De ese modo, podríamos afirmar que Mackay fue un teólogo influido por el existencialismo cristiano para quien la verdad no consiste simplemente en fórmulas estáticas sino en una búsqueda continua y en una lucha por una existencia cristiana en el mundo. En lo teológico, influyeron en él, los clásicos como Lutero y Calvino, el filósofo, teólogo y predicador Jonathan Edwards; sus contemporáneos Benjamín Warfield, Geshan Machen y, sobre todo, los teólogos suizos reformados Karl Barth y Emil Brunner, a quienes cita con frecuencia. Mackay conoció personalmente a Barth con quien pasó un tiempo mutuamente fructífero en Suiza.
3. El desafío de una Iglesia encarnada
Ahora nos toca analizar lo que Mackay pensó sobre la Iglesia. Quizás el texto más fértil en ese sentido es el capítulo “La comunidad de Cristo y la idolatría de la Iglesia” de su obra ya citada Realidad e idolatría en el cristianismo contemporáneo. Comienza definiendo: “La Iglesia organizada es el instrumento necesario para la comunidad cristiana; pero cuando ella, la Iglesia como institución llega a convertirse en fin, se transforma en ídolo.” (p. 41). Mackay entiende que la Iglesia es una creación de Dios, como tal, una nueva creación en tanto humanidad redimida. Y distingue dos conceptos de Iglesia: por un lado, la Iglesia universal o cósmica y, segundo, la iglesia local que se reúne en determinado lugar. Cada comunidad cristiana es llamada iglesia que se organiza para poder funcionar como tal. Reconoce tres grandes tradiciones eclesiásticas: la Iglesia Católica Romana, las Iglesias Ortodoxas y las Iglesias Protestantes.
En cuanto a las nomenclaturas e imágenes de la Iglesia en el Nuevo Testamento, Mackay destaca las figuras de edificio, esposa y cuerpo. “Siendo que un cuerpo sirve de instrumento, la Iglesia como cuerpo de Cristo le sirve al Señor para llevar a cabo su obra en la tierra.” (p. 43). Pero lo que más nos interesa a nuestros fines, es saber qué pensaba Mackay en cuanto a la misión de la Iglesia. En este sentido, define cuatro aspectos de la misión:
a) La Iglesia ha de ser instrumento para descubrir a los hombres que Él es el esplendor de Dios. Es decir, la Iglesia debe ser un espacio de descubrimiento, si queremos decirlo osadamente “de revelación” de la gloria de Dios en Cristo. Algo de esto es lo que dice Pablo en Efesios: “a él sea gloria en la Iglesia, en Cristo Jesús.” (3.21). Para Mackay la organización de la Iglesia, su estructura y otros asuntos similares no son importantes. Lo que sí importa es la proclamación del Evangelio. “El Evangelio ha de ser proclamado por la Iglesia a todos los hombres por todo el mundo. La Iglesia que deja de ser misionera, deja de ser Iglesia.” (p. 44). No basta ser ortodoxos en la teología ni la pureza del culto ni la forma de organización. Lo que importa es si predicamos el Evangelio o no. Ese es el criterio final que realmente cuenta.
Para esta tarea misionera, en la cual la evangelización es clave, la Iglesia tiene que encarnarse. Mackay define así esto que yo llamo “encarnación” de la Iglesia:
Tiene que leer, escuchar al pueblo, saber cuáles son las finalidades de su pensamiento, los problemas de su vida, si van a dirigirles la Palabra de Dios en un lenguaje que ellos entiendan, a fin de que lleguen a tomar en serio el Evangelio y aceptar a Jesucristo como Salvador y Señor. (p. 45).
b) La Iglesia organizada promoverá el culto de Dios. Otra vez, Mackay distingue entre lo esencial y lo accesorio. Lo esencial es el culto. Lo accesorio es el lugar. El edificio no importa mucho, puede ser: “en una sala, o en un edificio especialmente construido. Pero lo importante no es dónde el pueblo de Dios se reúna, ni el estilo arquitectónico del centro de reunión.” (Ibid.). ¿Qué es lo importante e insustituible? Mackay no duda por un instante en decir:
Lo que importa es que Dios sea adorado, que su Palabra se comunique, que los sacramentos se celebren, que los concurrentes gocen del sentido de la presencia divina y de la fraternidad cristiana en el servicio del Señor. (Ibíd.).
c) La Iglesia hará las obras de Dios. Mackay no reduce la misión de la Iglesia sólo a la proclamación del Evangelio y la celebración del culto. La misión incluye obras entre las que Mackay menciona: capacitar para que los creyentes sepan interpretar la fe cristiana, facilitar la educación de personas menesterosas y abandonadas por la sociedad y, muy importante: “que la Iglesia luche por la justicia social y los derechos humanos.” (Ibíd). También menciona la obra médica y la facilitación de los medios para la curación de los enfermos, como lo hacía Jesús en Judea y Galilea. La obra misionera de la Iglesia incluye, en suma, tres aspectos: la educación, la medicina y la filantropía. La cuestión de la justicia social merece una ampliación, ya que Mackay fue un impulsor de la lucha a favor de las causas sociales. Luis Cantero señala en reciente artículo:
Como fiel hijo espiritual de Calvino y Knox, Mackay nunca vaciló a través de sesenta años de ministerio activo en cuanto a su compromiso social con los débiles y desamparados. Parece que sus actitudes hacia el cambio social y las cuestiones de orden social nacieron tanto de su herencia escocesa y de su teología reformada. (Sinclair, 1990: 75). (7)
d) La Iglesia organizada equipará a sus miembros para que ellos sean ministros. Mackay aclara que usa la palabra “ministros” no en el sentido profesional, sino más bien en el sentido básico de servir a Cristo como laicos. A partir de los dones expresados por Pablo en Efesios 4.11,12, dice que esos “funcionarios” están llamados a equipar a los santos para que ellos realicen la obra del ministerio. En este sentido, Mackay insta a “procurar que todos los miembros de la Iglesia sean miembros activos dedicándose a hacer obras de acuerdo con sus aptitudes, con el tiempo de que dispongan, con su vocación seglar.” (Ibid., p. 46).
En este contexto, es importante notar que Mackay distingue el Reino y la Iglesia. Volviendo a su tesis central de que cuando el instrumento se convierte en fin se torna en ídolo, dice que la Iglesia “no va a convertirse en el Reino de Dios, pero es llamada a trabajar para que el Reino venga.” (Ibíd.). Los tramos de la exposición de Mackay que estamos comentando y citando, son tan ricos en contenidos, que más allá de lo que hemos señalado, luego pasa a la vinculación entre la Iglesia y la cultura. En un párrafo sin desperdicios y que merece ser citado in extenso, dice:
Al vivir para el Reino, la Iglesia de Cristo jamás podrá acomodarse por completo a ninguna cultura. Tiene ella que tener constantemente el sentido del peregrino, pero haciendo a la vez todo el bien que pueda, identificándose en la forma más estrecha con la cultura, con la civilización, a la que pertenecen sus miembros, con el objeto de ejercer toda la influencia que pueda en el pensamiento y en la vida. Pero ninguna cultura, ninguna civilización ha de satisfacer por completo. Ella va siempre por delante avanzando en su peregrinación hacia la última frontera. La Iglesia, por cierto, no es de este mundo; pero tiene que servir a los mejores intereses de este mundo. (Ibíd.).
Difícil decir tanto en tan corto espacio. Mackay afirma que la Iglesia vive para el Reino. En ese sentido, nunca podrá acomodarse completamente a ninguna cultura. Pero cuidado: eso no significa que pueda renunciar a la cultura u optar por una actitud de anticultura. Por el contrario, la Iglesia debe hacer todo el bien que pueda identificándose en todo lo posible con la cultura y con la civilización. El objetivo es que la Iglesia ejerza toda la influencia en el campo del pensamiento y de la vida. Y, finalmente, define de manera admirable la relación Iglesia/mundo: La iglesia no es de este mundo pero sirve a los mejores intereses de este mundo.
En la parte final del capítulo Mackay se refiere a la unidad de la Iglesia. Comienza criticando la tendencia de cualquier iglesia particular cuando reclama ser “la única Iglesia de Jesucristo”. En ese caso, vuelve a insistir en que estamos en presencia de un nuevo ídolo: el instrumento Iglesia que se convierte en fin en sí mismo porque “sustituye la lealtad a Cristo con la lealtad a una estructura eclesiástica.” (p. 48). A Mackay no le parece adecuado el modelo de la Iglesia católica romana porque, efectivamente, se convierte en un fin en sí misma. Pero este problema de “idolización” de la Iglesia no es un fenómeno sólo católico romano, sino que también se da en iglesias que se creen “únicas”. Menciona su experiencia en una iglesia de Escocia que se había fundado en 1892 y que no permitía el uso de órgano porque era “instrumento del diablo”, no permitía que se cantaran himnos, ni que hubiera relaciones con otras iglesias. Hay que tener cuidado de este exclusivismo. ¿Qué opinión le merece a Mackay el denominacionalismo? No cree que sea un mal en todo sentido. No todas las denominaciones han sido fruto de divisiones sino que han sido, en algunos casos, producto de prolongaciones de agrupaciones étnicas pero que, tarde o temprano, necesitan “indigenizarse” abriendo las puertas a personas de otras razas. En ese tiempo, Mackay observaba dos tendencias: una, moverse hacia un ecumenismo de solidaridad entre las denominaciones, pero sin tocar la integridad o independencia de cada institución miembro. Otra, la de un “denominacionalismo universalizado”. Más allá de estas cuestiones, para Mackay lo importante es que la unidad “ha de contribuir en todo momento a la misión de la Iglesia de servir a Cristo en el camino y en la lucha.” (p. 51).
A modo de resumen: Mackay desarrolla una eclesiología que hunde sus raíces en la teología reformada pero que es abierta a los nuevos tiempos en que él vivía. Por lo tanto, propone una Iglesia cuya misión primordial es glorificar a Dios, evangelizar y desarrollar una misión que incluya, también, la acción social, la filantropía y, significativamente –considerando la época en que escribió- la lucha por la justicia social y la defensa de los derechos humanos. Desde lo teológico y misional, es importante ver cómo distingue entre la Iglesia y el Reino, considerando a la primera como una comunidad que proclama y anticipa el Reino pero que no debe identificarse con el Reino que es futuro. En cuanto al ministerio de la Iglesia, Mackay, aunque otorga mucho espacio a la acción de los “laicos”, justamente por esa misma nomenclatura se muestra heredero de una tradición teológica en la cual todavía hay cierto dualismo entre “clero” y “laicos”.
Es muy importante advertir cómo, desde su tradición presbiteriana, Mackay puede definir tan adecuadamente la vinculación entre la Iglesia y el mundo. Si bien la Iglesia no es de este mundo, actúa a favor de este mundo. Y, además, aunque no pueda acomodarse plenamente a ninguna cultura, hace el esfuerzo por identificarse con la cultura y la civilización. Finalmente, la eclesiología de Mackay es una eclesiología comprometida ecuménicamente, lo cual significa hacer los esfuerzos por la unidad de la Iglesia en el mundo, aunque reconociendo la diversidad de expresiones. Por todo lo expuesto, nos parece que la eclesiología de Mackay bien puede ser denominada una “eclesiología encarnada” en el mundo, la sociedad y la cultura, ámbitos a los cuales debe llegar con su acción misional.
4. ¿A qué desafíos teológicos y eclesiales nos conduce Mackay?
4.1. Es preciso leer los signos de los tiempos

Como sabemos, hay varias formas de hacer teología. Entre las muchas, podemos distinguir dos: la sistemática y la contextual. La primera, que se remonta a los padres de la Iglesia y que tuvo en Clemente y Orígenes de Alejandría, un comienzo notable y fructífero más allá de las herejías que siempre asoman visible o invisiblemente en cualquier sistema. El sistema es necesario porque actúa como marco teórico que orienta nuestra reflexión. Pero no debemos pensar que los sistemas sean inamovibles y completos como para no ser necesario matizarlos, actualizarlos o ampliarlos. La otra forma de hacer teología es la contextual. En este caso, se trata de teologías que responden a una situación concreta. Ambos modos de la teología están presentes en Mackay. Siendo de origen presbiteriano, Mackay pone en evidencia una y otra vez los postulados clásicos de la teología reformada: la soberanía de Dios, la existencia de un único propósito salvador de Dios en Cristo, la fe en Cristo como “transformador de la cultura”. Es una teología contextual porque hace referencia permanente a la situación en la que él y la iglesia estaban inmersos: situación de posguerra, búsqueda de nuevos caminos, lucha por la justicia social de sus días, el diálogo ecuménico, el reconocimiento del aporte no sólo de las iglesias históricas sino también del propio pentecostalismo para una renovación de la Iglesia. Todo esto nos hace recordar la rotunda metáfora de Jesús cuando, criticando a los religiosos de su época les reprochaba saber interpretar el tiempo en cuanto a si iba a llover o no, pero eran incapaces de discernir “los signos de los tiempos”. Si el mundo se detuviera, si la realidad fuera estática, es posible que no necesitáramos estudiar más y tampoco actualizar y renovar nuestra teología. Pero es claro que las cosas no son así. Asistimos a un mundo en permanente cambio, sólo que ahora los cambios son más rápidos y estructurales. Es necesario repensar nuestra teología, en diálogo permanente no sólo con lo que pasa en las iglesias sino, sobre todo, lo que pasa en el mundo, en nuestro mundo. Sólo así será posible hablar al mundo en términos relevantes y comprensibles, en términos que apelen a sus necesidades y sus búsquedas.
4.2. El desafío de una Iglesia encarnada en el mundo y la cultura de hoy
No sólo la teología debe ser repensada sino también la Iglesia. Necesitamos una Iglesia encarnada en el mundo, entendido tanto como “naturaleza” como también en el sentido de “cultura”. En lo primero, es claro que hoy asistimos a nuevos problemas no existentes en el tiempo de Mackay o por lo menos no en la dimensión que han alcanzado hoy. Uno de esos problemas es la ecología. De un modo sistemático, el avance de la industrialización nos ha conducido en forma alarmante a la contaminación de nuestro ecosistema. ¿Qué debe decir la teología y las iglesias presbiterianas y reformadas a esta situación? ¿Cómo diseñar nuestra participación en organismos que defienden el medio ambiente de la agresión de las compañías multinacionales? Concretamente, ¿cuál debe ser nuestra participación en la grave situación del Gualeguaychú en la Argentina, que vive bajo la amenaza de sufrir las consecuencias de la contaminación del río Uruguay a raíz de la construcción de fábricas de papel? ¿Tiene la iglesia que hacer algo en este problema ecológico o simplemente no le debe interesar porque lo único que está llamada a hacer es “evangelizar”?
Una Iglesia encarnada, también es una Iglesia interesada en la cultura en sus múltiples expresiones: la educación, la ciencia, la política, la economía, el arte y la sociedad como un todo. ¿Cómo participan los miembros de nuestras congregaciones en el mundo de la cultura? ¿Simplemente como entes individuales o hay detrás de su participación, cierto aval, respaldo y orientación por parte del liderazgo de las iglesias? ¿Qué aportes pueden hacer las iglesias presbiterianas a esos ámbitos? O, por el contrario, sin darnos cuenta, estamos disociando la realidad: una, la Iglesia, otra, el mundo. Ese dualismo, conviene recordarlo, es más maniqueo que protestante y menos aún, reformado. Porque nuestra teología reformada nos conduce a reclamar el mundo para la gloria de Dios, aunque respetando las autonomías relativas de la Iglesia y el Estado.
En suma: se trata de indagar, con realismo y sinceridad, si estamos encarnándonos en nuestra cultura y nuestro tiempo, o estamos respondiendo a preguntas que ya nadie se formula porque, simplemente, corresponden a otro mundo y otra geografía que ya no tenemos. La encarnación supera el ámbito de lo discursivo y, por lo tanto, implica un modo de posicionarse frente a los problemas del mundo. Por eso afirmamos que las prácticas ministeriales también son teologías porque ellas reflejan nuestros modos de pensamiento.
Frente a nosotros se yerguen dos desafíos ineludibles: recrear una teología reformada, útil para nuestro tiempo y encarnar una Iglesia que, siguiendo el modelo de Jesús, no vive para sí misma, sino para el mundo que Dios ha determinado reconciliar consigo mismo en Cristo.

*Alberto F. Roldán, PhD. Conferencia pronunciada en el Instituto Teológico San Andrés, de Buenos Aires, Argentina, el sábado 29 de abril de 2006. El autor es doctor en teología por el ISEDET y Presbítero Maestro de la Iglesia Presbiteriana San Andrés, en Buenos Aires.
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(1) Publicada en Lima, en Revista Universitaria, vol. II, 40 trimestre de 1918. Posteriormente en 1919 or E. E. Villarán.
(2) Primer marxista sudamericano, autor de Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Varias ediciones, la más reciente, realizada en Buenos Aires por Editorial Gorla (2005) y en la que el pensador peruano reivindica el papel de la religión en el desarrollo de América Latina. En un nota reflexiona sobre el protestantismo en América Latina, diciendo: “El líder de las Y.M.C.A. Julio Navarro Monzó, predicador de una nueva Reforma, admite en su obra El problema religioso en la cultura latinoamericana que: ‘habiendo tenido los países latinos la enorme desgracia de haber quedado al margen de la Reforma del siglo XVI, ahora ya es demasiado tarde para pensar en convertirlos al Protestantismo.” Ibíd.., p. 151, nota 32.
(3) Notable intelectual peruano que realizó visitas a universidades de la Argentina (especialmente la de La Plata) dictando conferencias. Autor de ¿Existe América Latina?
(4) Primera edición por La Aurora, en 1970. Nueva edición en 2004 por Kairós y MISUR.
(5) Emil Brunner, The Mediator, Londres: Lutherworth Press, 1934, p. 598, cit. en Ibíd., pp. 101-102.
(6) Cit. por Sinclair, op. cit., p. 121.
(7) Luis Eduardo Cantero, “El pensamiento teológico de John Mackay. Un aporte a la teología latinoamericana, en especial Colombia”, Revista Teología y cultura, año 2, Nro. 4, diciembre de 2005, p. 3. Allí, el autor cita a Paul Lehmann, quien destaca también la pasión de Mackay por la justicia social. Entre las acciones concretas en pro de la justicia social, se menciona la participación de Mackay en el Comité Asesor Social para las reformas laborales, a favor de los obreros hispanos y negros que eran explotados en los Estados Unidos. Aunque el trabajo de Cantero representa un buen aporte a la comprensión de la teología de Mackay, no se entiende bien cómo puede referirse a ella como “teología fundamentalista”.

Bibliografía
Cantero, Luis Eduardo, “El pensamiento teológico de John Mackay. Un aporte a la teología latinoamericana, en especial Colombia.” Revista Teología y cultura, Año 2, Nro. 5, diciembre de 2005. www.teologos.com.ar
Fonseca Ariza, Juan. “Unamuno y la intelectualidad protestante en el Perú: El caso de John A. Mackay (1916-1925)”, Revista electrónica Espacio de diálogo, (FTL), Nro. 1, setiembre-diciembre de 2004. www.compromex.org.mx/revista_ftl/num_1
Mackay, Juan A. El orden de Dios y el desorden del hombre, México: CUPSA, 1964.
_______ El otro Cristo español, México: CUPSA,
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