Por.
Juan María Tellería,
España
Ni
que decir tiene que nada estaba más lejos de nuestra intención ayer por la
noche, cuando nos entregábamos a los brazos de Morfeo, que el redactar esta
reflexión. Teníamos otra in mente, pero la compartiremos con nuestros
amables lectores en otro momento. Esta mañana del sábado 14 de noviembre de
2015 se impone un giro a nuestro pensamiento y nuestras intenciones. Por desgracia.
Nada
justifica un asesinato. Ya de entrada. Aunque desde los tiempos del bíblico
Caín la humanidad se haya visto constantemente manchada con su propia sangre
derramada por ella misma, no encontramos motivo alguno que pueda explicar de
forma convincente el porqué de tales atrocidades. Primitivismo, dirán algunos;
animalidad latente que nos obliga a delimitar y defender territorios, proteger
clanes o familias… Ni por ésas. Y, desde luego, no tiene cabida alguna el
subterfugio de que se puede (¡o se debe!) matar en nombre de Dios.
Acabamos
de leer que alguno de los yijadistas responsables de la masacre de París se
había lanzado al ataque al grito de “Alá es grande” (Allah hu akbar).
Sin duda que lo es; una declaración semejante forma parte de los axiomas que
nadie puede negar; pero resulta enorme la temeridad de quienes empañan el
nombre de Dios con sangre humana. Sin entrar en disquisiciones sobre si el
islam debe o no ser considerado una religión de paz, lo cierto es que quienes
asesinan proclamando la grandeza de Dios —Alá es el nombre que se da en árabe
al Dios de Abraham, de eso nadie tiene que tener duda alguna[1]—
deben catalogarse como criminales, independientemente de cuál sea su credo
religioso, y criminales tanto más peligrosos cuanto que consideran sus hazañas
como guerra santa, esto es, guerra justa y necesaria, por no decir de
obligatoria participación. En el momento en que un individuo, cualesquiera que
sean las circunstancias que lo rodeen, llega a la conclusión de que eliminar
vidas humanas es algo positivo si se efectúa en el nombre de Dios, ha perdido
de inmediato su característica distintiva de persona racional, y no faltarán
quienes digan que incluso de persona como tal; no lo vamos a discutir. Borrar
del mapa a un miembro de nuestra especie es el mayor atentado que se puede
perpetrar, precisamente, contra Dios, dado que al haber sido creados a su
imagen, conforme a su semejanza (Gn 1,26-27; 5,1-2; 9,6), todos los
representantes de la gran familia humana constituimos reflejos suyos en el
mundo, proyecciones de su majestad y señorío en medio de la creación.
Los
asesinos han de asumir sus responsabilidades ante la ley. Los asesinos en el
nombre de Dios, también. Pero en este último caso no se debiera olvidar a
quienes están detrás de ellos, quienes captan y adoctrinan hombres y mujeres,
jóvenes en buena parte, para llevar a cabo tales carnicerías. En una palabra,
quienes asumen el cometido de convertir personas en seres irracionales y
sanguinarios. Nos vienen a la mente y a la tecla, una vez más, aquellas
palabras de Tito Lucrecio Caro, el poeta romano que en el primer libro de su
obra De rerum natura[2]
afirmó sin ambages: Tantum religio potuit suadere malorum, es decir,
“¡Tantos horrores pudo aconsejar la superstición!”[3]
Pues no nos debe caber la más mínima duda: religión más ignorancia, igual a
superstición, igual a fanatismo, igual a lo que venga después, que nunca será
nada bueno.
Hoy
le ha tocado el turno a París. Antes fueron otras ciudades. Mañana, no lo
sabemos. Pero lo que sí sabemos es que frente al crimen sólo hay un arma
posible: la ley con todo su rigor. Y frente a la superstición y el fanatismo
que incitan el asesinato ideológico o religioso, así como a tantas otras cosas,
la instrucción, algo que todos necesitamos en gran medida, musulmanes, judíos y
cristianos.
_________________________
[1]
Salimos así al paso de quienes, llevados por prejuicios viscerales frente al
mundo islámico en general, y árabe en particular, afirman que Alá es un dios
diferente. Aunque a muchos les moleste, o les ofenda, lo cierto es que la
imagen de Dios que emana del Corán es muy similar a la que hallamos en ciertos
textos del Antiguo Testamento, especialmente en aquéllos que reflejan
tradiciones más antiguas y más rudas. No ha de extrañarnos: tanto el uno como
los otros proceden de una misma raíz cultural semítica, con idénticos
presupuestos de pensamiento y de concepción de la divinidad ancestral.
[2]
La naturaleza. Citamos de la edición de Akal preparada por Ismael Roca
Meliá, de quien tuvimos el privilegio de ser alumno en la Facultad de Filología
de la Universidad de Valencia.
[3]
Nos parece mucho más ajustada la traducción de Ismael Roca que las que en
ocasiones se ofrecen en ciertos medios (“¡A tantos crímenes pudo inducir la
religión!”). Lucrecio no habla de lo que hoy entendemos por religión, sino por
superstición.
Fuente:
Lupaprotestante, 2015.
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