II
Reinterpretar el primer discurso cristiano a la luz del paradigma
postreligional.
Por. Simón Pedro ARNOLD o.s.b.
Partiendo de la hipótesis expuesta en el primer apartado, me propongo
argumentar mi afirmación en cuanto al germen de una experiencia postreligional
presente ya en el Cristianismo primitivo. Para tal efecto, trabajaré cinco
aspectos, particularmente relevantes al respecto, en la experiencia de la primera
comunidad.
Primero abordaré la fe comunitaria confrontada con el reto de la
cruz. Hablaré enseguida del Reino como clave hermenéutica de lo
cristiano. Después, trabajaremos la simbólica eucarística como
superación del culto. Estudiaremos el nuevo estatuto del sábado en el
Cristianismo, de cara a la religión. Finalmente, nos detendremos en el título
cristológico del Hijo del Hombre como vuelco mesiánico.
La
fe comunitaria y la cruz.
Indudablemente, los primeros pasos, tanto del Nazareno como de sus discípulos,
se ubican en un terruño profundamente religioso, marcado por la efervescencia
mesiánica y las escatologías apocalípticas. Los evangelios de la infancia, como
la articulación de la predicación de Jesús con la de Juan el Bautista, apuntan
hacia una continuidad religiosa con el profetismo mesiánico del Primer
Testamento en su último desenvolvimiento.
Pero, este anclaje en las creencias religiosas de su tiempo choca, muy
pronto, con lo que Kierkegaard llama “el escándalo cristiano”. Lejos de ser la
simple continuación de la experiencia religiosa polifónica de Israel, el
Evangelio se presenta, en particular en el discurso en la montaña de Mateo 5 y
ss., a la vez como reapropiación y como ruptura para con lo anterior. Esta
paradoja dialéctica se expresa en el concepto de “cumplimiento” de la Ley y en
su formulación lacónica del: “Se les dijo, pero Yo les digo”.
La crisis cristiana se agudiza en la medida en que se vislumbra
progresivamente la exigencia de la cruz, fracaso de todas las expectativas
religiosas e hito fundador de la experiencia de la fe. El escándalo evangélico
coincide con una metamorfosis de las creencias hacia un verdadero desierto
religioso, metamorfosis revelada en su plenitud en el Gólgota. Este
proceso hacia una fe supra-religiosa es el hilo conductor del cuarto evangelio
y el dilema de la confesión de fe en Cesarea en los sinópticos. De alguna
manera, podemos afirmar que la fe es la crisis y el fin de la religión como
sistema total de sentido.
Sin ser propiamente “arreligioso”, el Evangelio denuncia proféticamente
los abusos del sistema religioso e inaugura una comunidad utópica alternativa
cuyas opciones, claramente anticlericales, no están centradas en el
culto, la norma de la Ley o la doctrina, sino en la reforma de las relaciones a
todo nivel. Eso mismo es lo que caracteriza el Reino del que trataremos más
allá.
En esta perspectiva, podemos afirmar, o mejor reafirmar, con tantos
otros, como Dietrich Bonhoëffer por ejemplo, que la fe, en sí, no es una
experiencia propiamente religiosa. Aun cuando se vale de la simbólica religiosa
para expresarse, ésta no le es constitutiva ni indispensable, como se
demostrará en la etapa postpascual del Cristianismo primitivo. Tal afirmación
es fundamental en nuestra argumentación de cara al paradigma postreligional.
La clave
hermenéutica del Reino.
La polémica desatada por la paradoja de Alfred Loisy[11], al comienzo del siglo pasado, al oponer
Reino e Iglesia, está superada desde mucho tiempo. La cuestión ya no es si
Jesús fundó la Iglesia o no, sino qué Iglesia fundó y, sobre todo, cuál es su
relación con el Reino.
Todos están de acuerdo, hoy día, para reconocer que el Reino es el
corazón y la razón de ser de la predicación del Nazareno. Su mensaje, por lo
tanto, no es el anuncio de una nueva institución religiosa, sino una nueva
propuesta de Mundo, de carácter escatológico, desde nuevas relaciones.
En este contexto, la Iglesia que Jesús, efectivamente, fundó, no tiene
nada que ver con una religión antagónica al Judaísmo. La comunidad reunida por
el Nazareno se presenta como un verdadero laboratorio, el ensayo histórico de
las nuevas relaciones de Reino. La clave hermenéutica del Cristianismo no es la
Iglesia sino el Reino.
Por otra parte, el “hoy” del Reino, tal como lo afirma el Jesús de Lucas
en su discurso inaugural en Nazaret (Lc 4), sólo puede visualizarse y
anticiparse en la práctica de una comunidad como la que forjó. No hay Iglesia
sin Reino pero tampoco hay Reino sin Iglesia, como espacio-laboratorio de
celebración y de acogida del Reino.
La paradoja de Loisy, sin embargo, recobra su pertinencia cuando la
confrontamos con lo que llamamos el paso del “Cristianismo” a la “Cristiandad”.
La doble persecución religiosa de los primeros discípulos, fue, como lo hemos
visto, una fantástica oportunidad para explicitar el hoy “supra-religioso” del
Reino a través del martirio.
Pero, progresivamente, esta oportunidad se transformó en una fatalidad.
Al volverse la Iglesia un nuevo sistema religioso hegemónico, con el edicto de
Milán, la dialéctica Reino-Iglesia se invirtió. En vez de presentarse como
comunidad de Reino, llamada a reflejarlo en la práctica evangélica de una
comunidad eclesial profética, la Iglesia transformó el Reino en discurso
religioso.
La dimensión escatológica de la utopía cristiana, a cuyo servicio se
encontraba la Iglesia primitiva, se cambió por la prioridad institucional de
una religión histórica, proclamando, en su afán de perdurar, su propio mensaje
dogmático alrededor del Reino. La novedad y el escándalo cristianos se volvían
un simple ideal religioso y moral sin más. El tiempo del clericalismo había
empezado, y para largo.
El paradigma postreligional nos llama a retornar a la primera
configuración de esta dialéctica y a optar por lo que Richard Kearney llama la
era “anateista”, desde donde reaprender la “vieja novedad” perdida del Reino y
del Evangelio.
Una
experiencia simbólica más allá del culto: la eucaristía.
El paradigma de la tensión entre Reino y Religión se encuentra en el
corazón de la eucaristía, como síntesis de la nueva utopía evangélica. Una vez
más, el contexto del gesto de Jesús en la Última Cena es eminentemente
religioso. Se trata de la celebración judía de la Pascua. Poco importan, en
efecto, las discusiones exegéticas sobre las fechas exactas de esta celebración
y la cuestión de si realmente se trataba del rito judío oficial o no. Lo que
aparece claramente es la intención de los evangelistas, y, sin dudas, del
propio Jesús, de enraizar la novedad cristiana en la tradición religiosa
pascual de su pueblo.
Sin embargo, como lo subraya san Lucas, al distinguir claramente dos
niveles del rito (el rito antiguo y el nuevo)[12], en la última Cena, Jesús transgrede y
recrea dramáticamente toda la gesta pascual. Ya no se trata de un simple
memorial ritual sino de una entrega presente y definitiva. Al poner el gesto
fundador del Cristianismo en su propio cuerpo y su propia sangre,
simbólicamente entregados, el Nazareno rompe con la lógica religiosa y confiere
una actualidad permanente y un carácter místico-ético inédito a la mesa
cristiana.
San Juan, al situar la institución en el corazón del gran discurso sobre
el pan de vida en su capítulo 6, concentra aún más la atención en la dimensión
histórica y antropológica de la última Cena. El lavatorio de los pies[13],
acto profano por excelencia, puesto en el centro de la identidad cristiana,
inaugura la sacralización cristiana de toda realidad mundana transfigurada por
el amor, y, de cierta manera, acaba con el carácter hieráticamente
religioso del ritual pascual judío.
No es casualidad que, al volverse culto religioso, se haya omitido este
gesto, religiosamente incómodo, en el rito eucarístico de la Iglesia,
reduciéndolo a una anécdota folklórica para el jueves santo.
En este sentido, la eucaristía no es, en sí, un rito religioso aislado y
separado, sino el regalo de una nueva simbólica inspiradora de todas las
relaciones humanas, tanto políticas como económicas, pasando por lo afectivo.
Es una nueva república de amigos[14] que nos regala Jesús en un acto
profundamente revolucionario. El humilde servicio pone fin a la dialéctica
económico-política del maestro y del esclavo, como a la lógica religiosa
patriarcal de la presidencia del padre de familia.
Al tomar la condición del esclavo, el Señor y el Maestro, cancela
definitivamente toda ambición de poder competitivo o de jerarquía sagrada.
Inaugura una era de reciprocidad entre iguales. Pero esta reciprocidad no es
simplemente la creación de un sistema de democracia directa ideal. Adquiere un
sentido profundamente afectivo. El conjunto de la propuesta eucarística se
presenta como espacio de amistad. “No les llamo ya esclavos, sino amigos”.
Y como si el Nazareo temiera que se tergiverse su intuición y se la
transforme en un rito religioso más, fuera de todo compromiso ético-afectivo
inmediato, añade: "háganlo ustedes”. Pablo entendió perfectamente el
carácter inédito y revolucionario de la mesa eucarística al decir: “cada vez
que coman de este pan y beban de esta copa, anuncian la muerte del Señor hasta
su regreso”[15]. Y ante las desviaciones rituales de la
comunidad de Corinto, advierte que quien no reconoce el cuerpo en la comunidad
que celebra, se condena a sí mismo[16].
Al constatar, especialmente en el Catolicismo latino americano, que la
eucaristía se ha vuelto el ritual casi exclusivo de una religión eminentemente
clerical, visualizamos, entristecidos, la fatal deriva religiosa de la
Cristiandad.
El estatuto
evangélico del sábado: una nueva lectura del discurso religioso.
Jesús no rompe con la Religión. La trasciende. Esta afirmación paradójica
es particularmente explícita en todo lo que concierne el cumplimiento de las
normas legales. Pareciera, incluso, que esta “transgresión” permanente es
consciente y voluntaria de parte del Nazareno. Un jefe de sinagoga, fastidiado
por las sanaciones realizadas sistemáticamente en sábado, increpa a la gente
para que venga a sanarse en cualquier otro día menos el sábado. Pero, con toda
evidencia, la queja se dirige al sanador mucho más que a los sanados[17].
Esta transgresión sistemática del sábado, no sólo para sanar sino en toda
circunstancia en que la humanidad está necesitándolo, no es anecdótica[18].
Inaugura una nueva jerarquía de valores no preestablecida por la Religión. La
fórmula “el sábado ha sido creado para los humanos y no los humanos para el
sábado” pone el humanismo cristiano como nueva referencia absoluta por encima
de todo principio religioso.
Del mismo modo, la meticulosidad con la que la ley prevé los casos de
impureza y su recuperación ritual se ve barrida por una burla casi vulgar.
Reduce la importancia de lo que entra en el cuerpo a un problema de digestión[19].
Sin suprimir explícitamente el discurso, la transgresión evangélica lo voltea
hasta quitarle toda otra legitimidad que el servicio de la Vida.
La nueva
significación del título “Hijo del Hombre”.
Podemos resumir todo el proceso de metamorfosis religiosa del Evangelio
por una única prioridad de parte de Jesús: el ser humano en todas sus
variantes, especialmente las más vulneradas. Es lo que hemos afirmado ya en
nuestra primera parte al hablar del “Humanismo de Dios”.
Pero, al escoger para sí mismo el enigmático título de “Hijo del Humano”[20],
Jesús nos incita a hacer un paso más en la desarticulación del discurso
religioso. No se trata sólo de cuestionar la mediación religiosa entre Dios y
los humanos, sino de proponer una nueva e inédita metáfora del Dios humanado.
Al pedido de Felipe de que les muestre al Padre[21], Jesús no deja dudas: en adelante sólo
su Humanidad entregada será la verdadera y definitiva imagen de Dios. La
encarnación no es, por lo tanto, un simple episodio de la teodicea cristiana.
Es su raíz, su fuente y su esperanza definitivas. No se trata sólo del
Humanismo de Dios sino de la Humanidad de Dios como lugar definitivo de
adoración y de culto “en Espíritu y Verdad”, como dice Jesús a la Samaritana en
Juan 4.
Elizabeth E. Johnson en su libro “Ask the Beasts”[22],
refiriéndose a la afirmación de Karl Rahner sobre la centralidad de la
encarnación, arriesga una novedosa visión de la encarnación que llama “Deep
incarnation”. Constatando que el prólogo de Juan no habla de encarnación
en la Humanidad ni menos en la “masculinidad”, sino, más ampliamente, en la
“carne”, propone comprender todo el proceso de la redención desde allí,
incorporando en esta visión el cosmos entero. El Emmanuel, en este sentido, no
sería solamente el que “viene” a morar entre nosotros, sino aquella revelación
universal de lo divino.
Esta Humanidad Cósmica de Dios Emmanuel en la carne, además, no se
encuentra simplemente en el recuerdo de la Humanidad de Jesús. Estamos llamados
a encontrarla en directo y permanentemente en el hermano, la hermana, los
humanos, especialmente en el sufriente y la víctima[23], y más allá, como lo dirá san Pablo, en
el “gemido de la creación entera”[24]. En esta nueva imagen de Dios, tanto el
que da el vaso de agua como aquel que lo recibe se vuelve revelación en la
relación de humana compasión.
En el contexto de efervescencia mesiánica en el que vivía Jesús, el
título de Hijo del Hombre se refiere también a la enigmática figura del profeta
Daniel que reencontraremos en el Apocalipsis[25]. Esta segunda interpretación, lejos de
desmentir la primera, más directamente antropológica, la transfigura en una
portentosa figura de Humanidad en proceso de deificación, como lo dicen los
ortodoxos. Es como si la Humanidad Crística invadiera progresivamente toda
realidad, a la vez cósmica e histórica (en particular con la simbólica de la
Jerusalén celestial y mesiánica).
Con esta última revelación de una Humanidad trascendida, culmina la
desarticulación cristiana del discurso religioso, desde donde podremos abordar
el debate postreligional que nos ocupa.
III El
Cristianismo postpascual reinterpretado a la luz del paradigma postreligional.
Es en Antioquía que nació el “Cristianismo” como movimiento específico
distinto del Judaísmo[26]. Esta metrópolis helenística fue el
semillero de una nueva generación entre la cual, probablemente, se encontraba
Lucas, el evangelista. Fue tierra de inspiración de Pablo y el nuevo punto de
partida de la misión hacia los gentiles.
El carácter suprareligioso de la comunidad de Jesús iba a entrar así en
una nueva etapa, por la presión y la experiencia comunitaria del Mundo griego.
Con la intuición paulina de la fe por encima de la Ley, el Humanismo Cristiano
se presenta, en adelante, como un espacio plural, tanto a nivel de las
expresiones religiosas como del discurso filosófico y teológico.
El Cristianismo echa raíces en la nueva cultura helenística dominante y,
con asombrosa libertad y adaptabilidad, logra expresarse como alternativa de la
esperanza sin una mediación religiosa exclusiva. En este sentido, se trata de
un fenómeno transcultural y trans-religioso único en la Historia de los
movimientos espirituales. Pablo, algo enfadado e impaciente, intenta explicar a
los paganos Gálatas, tentados de judaizar, que esta nueva libertad universal es
esencial a la fe.
El Judaísmo, por cierto, al calor del Exilio, había conocido ya una
corriente universalista admirable y abierto espacio para los gentiles
convertidos o simpatizantes. Sin embargo, a pesar de la helenización masiva de
la diáspora judía, la propuesta para los no judíos no pasaba de una discreta
adaptación (ver el Sirácides) y de una invitación a acercarse progresivamente
de una religión judía referencial.
El Cristianismo, al contrario, es una verdadera recreación original de un
discurso que intenta hacer dialogar los dos Mundos, precisamente porque su
fundamento universalista se sitúa más allá de toda referencia religiosa y
cultural particular.
Reino y
cosmovisiones.
Una de las objeciones mayores de los creadores del paradigma
postreligional al discurso religioso pre-moderno es su carácter agrario y
neolítico arcaico. Indudablemente, el trasfondo mitológico de la Biblia y del
inconsciente religioso semítico está repleto de estas referencias. No se puede
negar tampoco su persistencia en el inconsciente colectivo cristiano hasta hoy.
Sin embargo, el Cristianismo nacido en contexto helenístico es
esencialmente urbano. Toda la misión de Pablo se desenvuelve entre ciudades
importantes del imperio. La segunda generación de creyentes es netamente urbana
y de ciudades helenísticas cultural, religiosa, comercial y políticamente de
primer orden.
En este sentido, los debates éticos y místicos de la comunidad
postpascual tienen que ver con cuestiones propias de la ciudad. Por cierto, no
se puede comparar el Mundo antiguo con nuestra sociedad urbanizada. Sin
embargo, en el Nuevo Testamento postpascual, la dimensión mitológica agraria
del discurso religioso tradicional es minoritaria. Los desafíos se sitúan en el
plan filosófico (cuestión del pre-gnosticismo por ejemplo) o socio-político (la
esclavitud, el lugar de las mujeres, los ídolos, la autoridad imperial, etc.).
En esos debates, el Cristianismo aparece a la vez como hondamente
inculturado (es la idea de los cristianos como “Alma del Mundo” en la carta a
Diogneto) y contracultural (ver la burla del areópago de Atenas ante el anuncio
de la resurrección, de parte de Pablo[27]).
A la diferencia de las utopías mesiánicas de los profetas del Antiguo
Testamento, la esperanza representada por el Reino se refiere a una simbólica
netamente urbana, en particular en el Apocalipsis. La Nueva Humanidad que
anuncia y prepara es una comunidad de relaciones múltiples, una red compleja de
solidaridades que tienen poco que ver con el “statu quo” agrario, o las
nostalgias restauradoras. El Reino es una realidad sociológica, mística y ética
radicalmente nueva que mal soporta los odres viejos y los parches.
El martirio
como testimonio postreligional.
La primera experiencia del Cristianismo naciente fue el martirio. El
Judaísmo, muy pronto, mató a Esteban y a Santiago y persiguió la comunidad.
Asimismo, el imperio se sintió amenazado por el éxito suprareligioso de las
primeras comunidades y sus contestaciones implícitas del sistema imperial.
Esta persecución se relacionó inmediatamente con la verdadera identidad
cristiana. Ser discípulo o discípula de este Jesús llevaba necesariamente al
martirio[28]. Ser martirizados por los sistemas
políticos y religiosos situaba, de entrada, la experiencia de la fe cristiana
más allá de toda referencia religiosa[29].
El mártir es una individualidad carismática que emerge de una convicción
comunitaria en referencia al compartir de la cruz anunciado en el Evangelio.
Esta nueva identidad cristiana se volvió rápidamente un ideal, una utopía
colectiva, un anuncio encarnado de la locura de la cruz y de la resurrección.
La fe se comprendía como testimonio radical que dispensaba, de cierta
manera, de toda pertenencia visible a una institución específica y a su
discurso. En nuestro lenguaje podríamos afirmar que esta experiencia fundadora
es la primera manifestación del carácter “postreligional” del Cristianismo
originario.
La utopía
postreligional de la Jerusalén celestial y de su ensayo mesiánico.
La simbólica apocalíptica, tanto en Cristianismo como en Judaísmo, está
enraizada totalmente en la experiencia del martirio y de la persecución. Son
cada vez más numerosos los autores que abordan el mensaje de Jesús desde la
perspectiva apocalíptica, y me inclino a compartir este punto de vista.
El éxito rápido de un predicador galileo, religiosa y socialmente
marginal, no se explica fuera de la efervescencia mesiánica alrededor de un
discurso popular sobre el fin de los tiempos. Es esencial, en este sentido,
resituar la conciencia cristiana primitiva en su contexto escatológico[30].
Por definición, el discurso escatológico es supra religional porque
anuncia una creación nueva. En la apocalíptica cristiana, que se trate de los
sinópticos o del Apocalipsis de Juan, la destrucción o simplemente la
obsolescencia del templo coincide con la inauguración de los nuevos tiempos, en
particular en la simbólica de una futura Jerusalén sin templo.[31]
La
reivindicación carismática y los pobres.
Finalmente, quiero resaltar dos rasgos del Cristianismo postpascual
esenciales en nuestra búsqueda de una fisionomía reconfigurada del Cristianismo
en nuestro contexto. Estos dos aspectos me parecen estrechamente unidos: el
fundamento místico-carismático de la Iglesia y la prioridad de los pobres.
Si la comunidad prepascual estuvo profundamente enraizada en el suelo
religioso judío, como lo hemos señalado en nuestro apartado precedente, estamos
intentando demostrar aquí la evolución supra e inter-religiosa de un
Cristianismo inserto en una nueva cultura helenística hegemónica, urbana e
imperial. En esta evolución, la experiencia mística de los principales
protagonistas, especialmente Pablo, y su expresión carismática, se vuelven
columna vertebral de la Iglesia.
Pasamos de un grupo religioso judío, marginal y protestatario, a un
movimiento de conversos, tanto judíos como paganos, profundamente inspirados
por su experiencia subjetiva e intersubjetiva.
El primer acontecimiento místico-carismático fundador del Cristianismo
es, evidentemente, la resurrección. La fe del nuevo creyente se basa
enteramente en el testimonio de un acontecimiento de orden místico, vivido por
al menos algunos líderes del grupo, y su consecuente transformación radical que
llamaremos carismática.
Los Hechos de los Apóstoles dan razón de estos acontecimientos y de su
asombrosa fecundidad carismática. No por nada se suele llamarlos el Evangelio
del Espíritu. El cuarto Evangelio, como testigo de la fe de la segunda
generación, nos advierte que las siguientes generaciones de creyentes pasarán
por el testimonio de los que “lo vieron”. Es esta fiabilidad carismática la que
permite a Pedro romper con reglas religiosas estrictas después de la visita a
la casa de Cornelio[32].
Más paradigmática aún, en este sentido, es la conclusión del concilio de
Jerusalén cuya declaración final empieza con esta fórmula: “El Espíritu y
nosotros”, lo cual legitima la no imposición de casi todas las reglas
religiosas judías para los paganos cristianos[33].
Pero el carácter carismático-místico del Cristianismo postpascual no se
limita a la experiencia de Jesús resucitado y sus consecuencias.
Indudablemente, la experiencia (¿las experiencias?) místicas personales de
Pablo van a determinar, por una parte casi igual a la anterior, la nueva
fisionomía del movimiento postpascual naciente. El carisma paulino, basado en
su conversión, influye tan poderosamente en el contenido de nuestra fe
cristiana que, a veces, nos cuesta distinguir en ella lo “paulino” de lo
“nazareno”.
Dicha evolución carismático-mística de la comunidad subraya el contraste
con los condicionamientos institucionales que implicaría la pertenencia a una
religión determinada. La libertad cristiana, que Pablo identifica con la fe, es
el fruto de este carácter místico-carismático de la Iglesia en contexto
helenístico.
Al dar razón de las decisiones del concilio de Jerusalén a una comunidad
pagana (los Gálatas) tentada por las sirenas religiosas judías, Pablo insistirá
en la centralidad del servicio al pobre como signo y consecuencia de esta nueva
direccionalidad comunitaria[34]. La experiencia mística de los conversos
y su traducción carismática se manifiestan, prioritariamente, en la atención a
los pobres, en la propia comunidad, pero también en el escenario social
imperial.
Las cartas a los Corintios reflejan maravillosamente esta centralidad, lo
cual explica, en buena parte, el éxito asombroso del nuevo movimiento en
las capas más marginalizada de su tiempo[35].
Desgraciadamente, este carácter postpascual original de la Iglesia se
diluirá pronto en lo que llamaré la deriva religiosa hacia la Cristiandad. Como
lo hemos visto más arriba, en las Cartas Pastorales, que por este motivo pueden
difícilmente atribuirse al Apóstol, lo carismático y su justificación mística
pasan a un segundo plano. Privilegian, por el contrario, la organización y las
normas, tanto religiosas como morales, en un grupo en vía de
institucionalización.
Esta evolución histórica inaugura, por otra parte, la nueva dialéctica en
el seno de la Iglesia, entre carisma e institución, tensión que se prolonga hasta
nuestros días[36]. La reconfiguración postreligional de la
fisionomía eclesial pasa necesariamente por un retorno a la centralidad
místico-carismática y una subordinación, a la manera del concilio de Jerusalén,
del carácter institucional de la Cristiandad en crisis....Continúe leyendo mañana
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