En
su desarrollo histórico la Reforma como institución y también su fundador
derivaron hacia posiciones menos amables, al dar entrada en sus filas a
príncipes y otros políticos ambiciosos.
Por.
Juan Antonio Monroy, España
Recibo
un correo electrónico donde se me pide que escriba un artículo sobre Martín
Lutero para ser incluido entre los que se van a publicar para conmemorar el año
2017 el 500 aniversario del nacimiento de la Reforma Protestante.
Nada más lejos de mí.
Admito
la gran influencia que tuvo la Reforma en pueblos como Alemania, Inglaterra y
países escandinavos.
Admito
que la Reforma fue, sólo en parte, el renacimiento del Cristianismo primitivo.
Admito que la Reforma fue, también sólo en parte, la reacción de un
Cristianismo más evangélico que la Iglesia católica había abandonado o
alterado.
Admito
que la Reforma fue una doctrina que, al destruir el poder Vaticano, emancipó al
cristiano de la teología partidista impuesta por el papado.
Admito
que la Reforma, con su dogma fundamental de que la salvación depende de la fe
en Jesucristo, abrió las puertas a unos principios bíblicos del Nuevo
Testamento que habían sido enterrados por la cúpula de Roma.
Admito
que la misión de la Reforma no era resucitar los dogmas profesados por San
Pablo y San Agustín, sino dar un paso fuera del cristianismo histórico.
Admito
que entre los reformadores hubo auténticos hombres de Dios, hombres piadosos
que se enfrentaron valientemente a los abusos y tiranía del pontificado.
Admito
que la Reforma devolvió al pueblo la Biblia que Roma tenía secuestrada,
traduciéndola y publicándola en la lengua que hablaba el común de la gente. A
esta iniciativa se debe que hoy tenga a mano derecha de la mesa sobre la que
escribo un ejemplar de la Biblia en mi propio idioma, versionada por el
reformador español Casiodoro de Reina en 1569, 35 años después de que Lutero
concluyera su traducción de la Biblia entera.
Admito
que la Reforma cambió el panorama religioso, político, militar, social y
económico de Europa.
Admito
que todo lo que tuvo de turbulenta la Reforma se debió a la situación religiosa
y política de aquella Europa, a las peleas entre reyes, a la ambiciones de
poder.
Admito
que el Luteranismo es actualmente una respetable y respetada religión, con
millones de fieles en Europa y en la América del Norte.
Admito
que yo mismo soy hijo de la Reforma. De hecho, todas las denominaciones
evangélicas, tengan el nombre que tengan, tienen lazos históricos con la
Reforma. El primer siglo une a todos los evangélicos con Cristo. El siglo XVI
los une a la llamada Reforma protestante.
Admito
que la Reforma favoreció la libertad de los pueblos, condición esencial del
hombre.
Admito
que la Reforma inauguró una teología y una espiritualidad nuevas que respondían
a las necesidades de las masas en aquél siglo XVI.
Admito
que la Reforma marcó el punto de partida de un nuevo mundo, donde la ciencia y
las letras hallaron formas más libres de expresión.
Soy
plenamente consciente de que he abusado en demasía del verbo transitivo
admitir. Esos párrafos más parecen un informe judicial o fiscal que una pieza
literaria. Naturalmente, sé expresar mis pensamientos con otro vocabulario más
entretenido. Declaro que lo he hecho intencionadamente, para que nadie pueda
pensar que soy ciego a los grandes beneficios que trajo la Reforma. Los he
reconocido. Pero en su desarrollo histórico la Reforma como institución y
también su fundador, derivaron hacia posiciones menos amables, al dar entrada
en sus filas a príncipes y otros políticos ambiciosos. Fue entonces cuando la Reforma dejó de gustarme y cambiaron mis juicios
sobre Martín Lutero.
Después
de todo lo escrito, a lo que podría añadir otro tanto, digo con convicción y firmeza: No me gusta la Reforma. No me gusta
Lutero. No me gustan los movimientos religiosos que nacen del derramamiento
de sangre.
Hace
años publiqué en la revista RESTAURACIÓN un artículo que titulé RELIGIÓN SIN
SANGRE, en el que exponía una tesis inocente. Decía más o menos que prefería al
Dios que muere en la cruz al Dios del Viejo Testamento que mandaba a los
guerreros de Israel entrar a ciudades paganas (recordemos que para el judaísmo
todo aquél que no profese la religión hebrea es pagano) y matar a sus
habitantes. Un muy amigo mío, ya fallecido, José Grau, reputado teólogo,
respondió con otro artículo de cuatro páginas, repleto de citas bíblicas,
queriendo convencerme de que el Jehová de la antigua Alianza y el Cristo de la
nueva son el mismo Dios. Trabajo inútil, porque jamás he dudado de ello. “Quien
me ha visto a mí ha visto al Padre”, afirmó Jesús. Punto. Me basta con esta
declaración de divinidad. No necesitaba más textos de la Palabra. A no ser el
de San Pablo: “Ahora conozco de forma limitada; entonces conoceré del todo,
como Dios mismo me conoce” (1ª Corintios 13:12, versión LA PALABRA, de Sociedad
Bíblica de España).
Quisiera
abrir ventanas. Insisto: reconozco en Lutero su valentía personal al
enfrentarse con un papado tan corrupto como poderoso en su tiempo. Reconozco
que aportó ideas nuevas a la teología decadente que entonces se vivía.
Reconozco en él al escritor de libros que hasta hoy se leen y que también yo he
leído, como la violenta CAUTIVIDAD BABILÓNICA DE LA IGLESIA, sus páginas
íntimas en CARTAS o CHARLAS DE SOBREMESA, sus comentarios a libros del Nuevo
Testamento, penetrantes, profundos, luminosos, incluso su vena poética,
acertada en la composición de algunas canciones espirituales, la más conocida
CASTILLO FUERTE ES NUESTRO DIOS. Pero a causa de éste hombre, éste Martín
Lutero, brotó la guerra de los Treinta años entre protestantes y católicos en
la Europa central, principalmente Alemania, entre los años 1618 y 1648. Fue una
guerra entre dos ramas del árbol cristiano en la que intervinieron casi todas
las potencias europeas de la época. Finalizó con la paz de Westfalia y la paz
de los Pirineos. Aunque la guerra entre católicos y protestantes duró treinta
años, los conflictos que la generaron siguieron sin resolverse durante mucho
tiempo después.
En
un limitado artículo de prensa como este no puedo entrar en los detalles de la
guerra, sobre la que se han escrito gruesos volúmenes en alemán, francés,
inglés y español. La guerra de los Treinta años, iniciada cien años después de
que Martin Lutero clavara en las puertas de la iglesia del castillo de
Wittemberg las 95 tesis redactadas en latín, fue consecuencia directa de la
Reforma.
El
ilustre historiador François Laurent, nacido en Luxemburgo en 1810, autor de
una monumental obra sobre HISTORIA DE LA HUMANIDAD en cinco tomos, traducidos
al español por los eminentes políticos y y literatos Nicolás Salmerón y
Fernández de los Ríos, acusa al emperador germano Fernando II “de haber
provocado la resistencia de los protestantes y por consecuencia la guerra”.
Pero el emperador no fue más que el órgano, -añade- por mejor decir el
instrumento ciego del catolicismo. La guerra de los Treinta años –sigue
Laurent- salvó la Reforma y a toda la cristiandad”- ¡Pero a qué precio! Para
salvar la Reforma territorios enteros fueron devastados. Sólo los ejércitos
suecos destruyeron 2.000 castillos, 18.000 villas, 1.500 pueblos de Alemania.
Algunos historiadores coinciden en que murieron cinco millones de alemanes.
Antes
de esta guerra, entre 1524 y 1525 tuvo lugar la insurrección de los campesinos
alemanes, que ensangrentó el centro y el sur del país. Lutero se sentía
amenazado. Escribió en términos muy duros invitando a los señores protestantes
a castigar sin compasión a los rebeldes. De aquí nació su famoso grito “matad a
los campesinos”. ¿Y de éste hombre me piden que escriba? ¿De un hombre que
recomienda el asesinato, aunque la razón estuviera de su parte? No, gracias. Me
quedo con aquél otro grito que emanó de la cruz a favor de los enemigos del
crucificado: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
Fuente:
Protestantedigital, 2015.
No hay comentarios:
Publicar un comentario