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sábado, 28 de noviembre de 2015

Lutero y la Reforma



En su desarrollo histórico la Reforma como institución y también su fundador derivaron hacia posiciones menos amables, al dar entrada en sus filas a príncipes y otros políticos ambiciosos.
Por. Juan Antonio Monroy, España
Recibo un correo electrónico donde se me pide que escriba un artículo sobre Martín Lutero para ser incluido entre los que se van a publicar para conmemorar el año 2017 el 500 aniversario del nacimiento de la Reforma Protestante.
Nada más lejos de mí.
Admito la gran influencia que tuvo la Reforma en pueblos como Alemania, Inglaterra y países escandinavos.
Admito que la Reforma fue, sólo en parte, el renacimiento del Cristianismo primitivo. Admito que la Reforma fue, también sólo en parte, la reacción de un Cristianismo más evangélico que la Iglesia católica había abandonado o alterado.
Admito que la Reforma fue una doctrina que, al destruir el poder Vaticano, emancipó al cristiano de la teología partidista impuesta por el papado.
Admito que la Reforma, con su dogma fundamental de que la salvación depende de la fe en Jesucristo, abrió las puertas a unos principios bíblicos del Nuevo Testamento que habían sido enterrados por la cúpula de Roma.
Admito que la misión de la Reforma no era resucitar los dogmas profesados por San Pablo y San Agustín, sino dar un paso fuera del cristianismo histórico.
Admito que entre los reformadores hubo auténticos hombres de Dios, hombres piadosos que se enfrentaron valientemente a los abusos y tiranía del pontificado.
Admito que la Reforma devolvió al pueblo la Biblia que Roma tenía secuestrada, traduciéndola y publicándola en la lengua que hablaba el común de la gente. A esta iniciativa se debe que hoy tenga a mano derecha de la mesa sobre la que escribo un ejemplar de la Biblia en mi propio idioma, versionada por el reformador español Casiodoro de Reina en 1569, 35 años después de que Lutero concluyera su traducción de la Biblia entera.
Admito que la Reforma cambió el panorama religioso, político, militar, social y económico de Europa.
Admito que todo lo que tuvo de turbulenta la Reforma se debió a la situación religiosa y política de aquella Europa, a las peleas entre reyes, a la ambiciones de poder.
Admito que el Luteranismo es actualmente una respetable y respetada religión, con millones de fieles en Europa y en la América del Norte.
Admito que yo mismo soy hijo de la Reforma. De hecho, todas las denominaciones evangélicas, tengan el nombre que tengan, tienen lazos históricos con la Reforma. El primer siglo une a todos los evangélicos con Cristo. El siglo XVI los une a la llamada Reforma protestante.
Admito que la Reforma favoreció la libertad de los pueblos, condición esencial del hombre.
Admito que la Reforma inauguró una teología y una espiritualidad nuevas que respondían a las necesidades de las masas en aquél siglo XVI.
Admito que la Reforma marcó el punto de partida de un nuevo mundo, donde la ciencia y las letras hallaron formas más libres de expresión.
Soy plenamente consciente de que he abusado en demasía del verbo transitivo admitir. Esos párrafos más parecen un informe judicial o fiscal que una pieza literaria. Naturalmente, sé expresar mis pensamientos con otro vocabulario más entretenido. Declaro que lo he hecho intencionadamente, para que nadie pueda pensar que soy ciego a los grandes beneficios que trajo la Reforma. Los he reconocido. Pero en su desarrollo histórico la Reforma como institución y también su fundador, derivaron hacia posiciones menos amables, al dar entrada en sus filas a príncipes y otros políticos ambiciosos. Fue entonces cuando la Reforma dejó de gustarme y cambiaron mis juicios sobre Martín Lutero.
Después de todo lo escrito, a lo que podría añadir otro tanto, digo con convicción y firmeza: No me gusta la Reforma. No me gusta Lutero. No me gustan los movimientos religiosos que nacen del derramamiento de sangre.
Hace años publiqué en la revista RESTAURACIÓN un artículo que titulé RELIGIÓN SIN SANGRE, en el que exponía una tesis inocente. Decía más o menos que prefería al Dios que muere en la cruz al Dios del Viejo Testamento que mandaba a los guerreros de Israel entrar a ciudades paganas (recordemos que para el judaísmo todo aquél que no profese la religión hebrea es pagano) y matar a sus habitantes. Un muy amigo mío, ya fallecido, José Grau, reputado teólogo, respondió con otro artículo de cuatro páginas, repleto de citas bíblicas, queriendo convencerme de que el Jehová de la antigua Alianza y el Cristo de la nueva son el mismo Dios. Trabajo inútil, porque jamás he dudado de ello. “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre”, afirmó Jesús. Punto. Me basta con esta declaración de divinidad. No necesitaba más textos de la Palabra. A no ser el de San Pablo: “Ahora conozco de forma limitada; entonces conoceré del todo, como Dios mismo me conoce” (1ª Corintios 13:12, versión LA PALABRA, de Sociedad Bíblica de España).
Quisiera abrir ventanas. Insisto: reconozco en Lutero su valentía personal al enfrentarse con un papado tan corrupto como poderoso en su tiempo. Reconozco que aportó ideas nuevas a la teología decadente que entonces se vivía. Reconozco en él al escritor de libros que hasta hoy se leen y que también yo he leído, como la violenta CAUTIVIDAD BABILÓNICA DE LA IGLESIA, sus páginas íntimas en CARTAS o CHARLAS DE SOBREMESA, sus comentarios a libros del Nuevo Testamento, penetrantes, profundos, luminosos, incluso su vena poética, acertada en la composición de algunas canciones espirituales, la más conocida CASTILLO FUERTE ES NUESTRO DIOS. Pero a causa de éste hombre, éste Martín Lutero, brotó la guerra de los Treinta años entre protestantes y católicos en la Europa central, principalmente Alemania, entre los años 1618 y 1648. Fue una guerra entre dos ramas del árbol cristiano en la que intervinieron casi todas las potencias europeas de la época. Finalizó con la paz de Westfalia y la paz de los Pirineos. Aunque la guerra entre católicos y protestantes duró treinta años, los conflictos que la generaron siguieron sin resolverse durante mucho tiempo después.
En un limitado artículo de prensa como este no puedo entrar en los detalles de la guerra, sobre la que se han escrito gruesos volúmenes en alemán, francés, inglés y español. La guerra de los Treinta años, iniciada cien años después de que Martin Lutero clavara en las puertas de la iglesia del castillo de Wittemberg las 95 tesis redactadas en latín, fue consecuencia directa de la Reforma.
El ilustre historiador François Laurent, nacido en Luxemburgo en 1810, autor de una monumental obra sobre HISTORIA DE LA HUMANIDAD en cinco tomos, traducidos al español por los eminentes políticos y y literatos Nicolás Salmerón y Fernández de los Ríos, acusa al emperador germano Fernando II “de haber provocado la resistencia de los protestantes y por consecuencia la guerra”. Pero el emperador no fue más que el órgano, -añade- por mejor decir el instrumento ciego del catolicismo. La guerra de los Treinta años –sigue Laurent- salvó la Reforma y a toda la cristiandad”- ¡Pero a qué precio! Para salvar la Reforma territorios enteros fueron devastados. Sólo los ejércitos suecos destruyeron 2.000 castillos, 18.000 villas, 1.500 pueblos de Alemania. Algunos historiadores coinciden en que murieron cinco millones de alemanes.
Antes de esta guerra, entre 1524 y 1525 tuvo lugar la insurrección de los campesinos alemanes, que ensangrentó el centro y el sur del país. Lutero se sentía amenazado. Escribió en términos muy duros invitando a los señores protestantes a castigar sin compasión a los rebeldes. De aquí nació su famoso grito “matad a los campesinos”. ¿Y de éste hombre me piden que escriba? ¿De un hombre que recomienda el asesinato, aunque la razón estuviera de su parte? No, gracias. Me quedo con aquél otro grito que emanó de la cruz a favor de los enemigos del crucificado: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
                                
Fuente: Protestantedigital, 2015.

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