Por.
Alfonso Pérez Ranchal, España
“Muchas
cosas están mal mamá y no se pueden arreglar rezando”. (Jennifer Lawrence a
su madre Kim Basinger en la película “Lejos de la tierra quemada”).
La
oración es uno de los temas más desconcertantes a los que se pueda enfrentar un
cristiano. Éste, por un lado, reconoce que su Maestro Jesús la practicaba, que
enseñó a sus discípulos la importancia de hacer de ella un hábito saludable
para el alma, pero por el otro, conoce por propia experiencia que no suele
haber respuesta. Esto posteriormente puede ser explicado de diversas formas:
tal vez Dios ha hablado, pero no de la forma que esperábamos, a lo mejor es que
el silencio de Dios equivale a esa respuesta. Pero se entienda como se
entienda, como consecuencia de lo anterior, no pocas dudas aparecen y una
importante carga de frustración se lleva sobre los hombros.
En
primer lugar, conviene hacer una aclaración: la oración no es petición, no se
trata de pedir sin cesar. La oración es hablarle a Dios y, en esa actividad,
aparecen las peticiones. Por supuesto que existen oraciones en las que el
elemento de súplica es el esencial, el predominante, pero esto se debe al
estado del creyente, al trance por el que esté pasando. Tampoco debemos olvidar
que se trata de un recogimiento interior, de una forma de meditación en donde
nuestros pensamientos son dirigidos hacia Dios y nos dejamos iluminar por su
luz[i].
Para
hablar con Dios uno debe creer que es escuchado. Por ello, la oración
únicamente tiene sentido dentro de un cristianismo que no se concibe a sí mismo
como “moderno”. Si pensamos que Jesús compartía palabras con su Padre
sencillamente porque era un judío palestino del siglo I la pregunta con la que
abría este artículo no tiene sentido. Esta concepción estaría más cerca del
deísmo, pero claramente Jesús era teísta, fue él quien incidió de forma
reiterada en la oración, la practicaba. “Tú, en cambio, cuando vayas a orar,
entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está
allí, en lo secreto; y tu Padre que ve en lo secreto, te recompensará”, les
dijo a sus seguidores.
Por
tanto, la oración forma parte de una relación, y esta es de carácter personal,
íntima. Se trata de hablarle a nuestro Padre, a nuestro Salvador, al que nos
rescató. Tengo la necesidad de acercarme a Él, de saberme escuchado. El valor
terapéutico de la oración es indiscutible.
Con
esto no digo que orar sea sencillo. La mayoría de las veces tengo la sensación
de que le estoy hablando a la pared, que mis pensamientos, a veces vocalizados,
comienzan y terminan en mí y sería precisamente por este motivo por el que no
existe una respuesta de parte de Dios. Sin embargo, como decía al principio,
Jesús hacía de ella una parte esencial de su espiritualidad. Sus seguidores,
mantenía, debían hacer lo mismo.
Pero
los interrogantes permanecen. Al mismo tiempo, la oración de intercesión, de
petición, es de una enorme relevancia para el creyente. En ella descarga su
corazón, entre lágrimas solicita ayuda en los momentos más amargos. Son
situaciones extremas en las que nadie, excepto Dios, puede actuar y, entonces,
es cuando aparece la frustración como un golpe en el estómago, el derrumbe
anímico le sigue. La recuperación de esta decepción puede llevar tiempo,
algunos creyentes incluso pueden necesitar terapia y, en la mayoría de los
casos, es indispensable entrar en contacto con otro tipo de teología de la
oración.
¿Para
qué orar cuando he comprobado como muchas de estas oraciones, posiblemente las
más importantes, las que más necesitaba que se contestaran, se estampaban
contra el techo? ¿Por qué orar a un Dios que es Soberano, que todo lo tiene
controlado y que me reserva lo mejor? ¿Puedo acaso variar su voluntad que
siempre se traducirá en que suceda lo que es más conveniente para mí?
Las
preguntas se siguen agolpando. ¿Por qué Dios no me escuchó en mi más angustiosa
necesidad y sí contestó a otro hermano, al que oí un domingo, y que decía que
Dios le proveyó de un trabajo? ¿Es que no he pedido con fe? ¿Por qué no me
concedió a mí ese puesto de trabajo cuando estoy al borde del desahucio? ¿Tengo
algún pecado escondido?
Ante
esta cascada de interrogantes varias son las respuestas que se han presentado.
Un
caso particular son aquellos cristianos que sencillamente “poseen” tanta fe que
son impermeables a los hechos. Siempre están por las nubes, Dios les habla
continuamente, los dirige, los consuela y los guía. Las anteriores cuestiones
les resbalan. Es lo que se llama fe en la fe. Creen lo que desean creer, una
falta de respuesta divina se suple con sentir la “presencia” de Dios en los
cultos.
También
he podido comprobar como otros creyentes se colocaban en el polo opuesto.
Una
ola de escepticismo rompió en sus playas y ya no saben qué decir acerca de este
tema. Aunque reconocen que Jesús es su Salvador, su Maestro, quedan tan perplejos
ante la ineficacia de la oración que se mantienen muy cautos ante la misma. De
hecho, rara vez hablarán de ella.
Un
tercer tipo de personas son las que han propuesto que, más allá de la respuesta
divina, lo que siempre hay que tener presente es que a Dios no podemos moverlo
de su santa voluntad, Él siempre hará lo que es mejor para nosotros. Por ello,
el problema residiría en aquél que ora, el balón vuelve a estar en nuestro
tejado. Somos nosotros los que tenemos que cambiar cuando las circunstancias no
lo hacen, se argumenta.
El
silencio divino se convierte así en una respuesta para esta última postura.
Hemos de avanzar en la formación de nuestro carácter, crecer en nuestra fe,
madurar.
Esta
idea se presenta como poseedora de más seriedad que las dos anteriores, tiene
un cierto halo de respetabilidad y parece contestar las preguntas esenciales
que hacíamos más arriba. Pero esta propuesta no es mejor, de hecho, plantea
unas cuestiones terribles sobre la moralidad divina que no pueden ser
solventadas con aquello de que Dios sabe lo que hace y a nosotros nos toca
callar. Tiene razón Walter Wink cuando dice:
“Ante
ese Dios inmutable, cuya completa voluntad está fijada por la eternidad, la
oración de intercesión es ridícula. No hay lugar para la intercesión con un
Dios cuya voluntad es incapaz de cambiar. Lo que los cristianos han adorado por
tanto tiempo es el Dios del estoicismo, ante cuya voluntad inmutable no nos
queda otra que rendirnos nosotros mismos, conformar nuestras voluntades con la
voluntad inalterable de la deidad.[ii]”
Un
adolescente maltratado por su padre ora a Dios para que esas continuas palizas
acaben de una vez… pero no terminan, ¿tiene que pensar que es él el que debe
cambiar? Otro intento. Una mujer cristiana ha sido raptada por musulmanes
fanáticos y está siendo violada cinco veces al día y entonces ora a su Padre
celestial y nada ocurre, ¿es que debe comprender algo? Voy de nuevo. Un padre
está orando por su hija que tiene cáncer, pero finalmente ella muere, ¿en qué
debió cambiar? ¿Debe pensar que Dios ha hecho que su hija muera para que él
comprenda algo?
La
crueldad de estas propuestas me parece muy clara y me doy cuenta de que algunos
cristianos llegan a enfadarse con Dios no por lo que Él es o hace, sino por
cómo se les presenta. Muchos predicadores tienen una enorme responsabilidad a
este respecto.
Me
decía una amiga creyente que durante mucho tiempo ella había creído esto mismo.
Además, en la congregación a la que asistía así se enseñaba y si escuchaba a
cristianos de otros lugares no parecía haber una mínima variación. Pero su vida
había sido un verdadero infierno desde niña y la de adulta no había sido mejor.
Llegó a pensar que ella debía ser una especie de hija bastarda ya que Dios le
mandaba tanto sufrimiento.
Su
vida como creyente había sido un auténtico despropósito. Se le había negado el
consuelo que necesitaba y, además ante el dolor insoportable y dilatado a lo
largo de tanto tiempo, debía pensar que Dios tenía algo que enseñarle, que era
ella finalmente la razón por lo que todo aquello pasaba. La argumentación, por
muy popular que sea, es de locos.
El
problema esencial de las tres anteriores propuestas es que todas parten de una
determinada idea de lo que es la soberanía divina y de lo que Dios puede, o no,
hacer en un mundo caído. Pero esta tierra está habitada por seres humanos
libres, que toman decisiones que afectan a otros y todo ello en medio de una
naturaleza alterada por lo que la Biblia denomina pecado.
El
Todopoderoso respeta voluntades lo que implica que la suya no siempre se hace.
Él desea que las palizas al hijo adolescente acaben, que la mujer cristiana
raptada deje de ser violada, que la hija no muera de cáncer, pero mientras este
mundo caído permanezca lo anterior se dará y no tiene relación alguna con que
Dios quiera enseñarnos algo usando estas enormes tragedias. Sencillamente no
puede saltarse su propia creación, no puede hacer círculos cuadrados, no puede
crear un mundo de seres libres y continuamente coartarles esa libertad cuando
la misma se traduce en acciones moralmente reprobables. Hace unos meses que
dediqué un artículo en dos partes explicando esta postura[iii].
Pero
hay una perspectiva, que es la que defiendo, en donde la oración se muestra
como algo real y nos llega como una imposición moral. Siguiendo las mismas
enseñanzas de Jesús se puede afirmar que sí que se puede afectar a Dios con
nuestras peticiones. No se trata de un Dios que coloca sobre las espaldas de
sus hijos pesos que los abaten. Su yugo es fácil y ligera su carga.
Nuestro
Padre celestial escucha atento, siente nuestro dolor, nuestras dudas, hace
suyas nuestras lágrimas. En la medida de lo posible actúa, pero no deshace o
coarta la libre voluntad humana. Él convence por persuasión, pero nunca por
imposición.
No
se trata de sostener un dualismo moral, sino colocar a Dios en su lugar.
Debemos pedir, por ejemplo, para que el hambre en el mundo acabe, que influya
en hombres y mujeres para que se pongan a trabajar para paliar, en la medida de
lo posible, esta epidemia. Pero seamos claros, mientras este mundo permanezca
tal cual el hambre seguirá existiendo por mucho que nosotros oremos. La razón
no habrá que buscarla en la voluntad específica o permisiva divina, ni en que
Él quiera enseñarles a esos pobres niños alguna lección ya que no tienen futuro
ni para aprenderla, la muerte les alcanzará antes. Nuestra oración será, como
decía, una responsabilidad moral, de identificación con el necesitado (en
muchas ocasiones seremos nosotros mismos) y que será escuchada sin ninguna duda
por nuestro Padre. Tal vez gracias a la súplica de los santos, estos días de
angustia en la tierra serán acortados, es posible que otras personas sean
sensibilizadas por la acción del Espíritu divino y en determinados casos que
Dios pueda actuar de manera milagrosa y nosotros ni siquiera nos enteremos.
La
oración así tiene sentido, creemos que le afecta a Dios y tiene consecuencias
dentro de un mundo que se mueve por una serie de “reglas de juego” que el
Creador respeta, la colocó Él. Confiar en Dios pase lo que pase es la esencia,
el corazón, de la verdadera fe.
Pero
no olvidemos que Dios es un Padre amoroso y que jamás agrede a sus hijos ni aún
para enseñarles alguna supuesta lección.
“¿Quién
de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide pescado,
le dará una serpiente? Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas
buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos se
las dará también a quienes se las pidan!” (Jesús, en Mateo 7:9-11).
____________________________________
[i] Por falta de
espacio no puedo entrar en detalles sobre este aspecto de la oración tan
olvidado por los creyentes. Es más, considero que es central y no únicamente un
componente más, pero debo abordar en este artículo la desviación en su sentido
y significado que ha sufrido la oración. De todas formas, a modo de ejemplo,
coloco aquí unas palabras de la Madre Teresa de Calcuta: “Hoy más que nunca,
necesitamos rezar para que la luz nos haga percibir la palabra de Dios, para
que el amor nos haga aceptar la voluntad de Dios, para que encontremos el
camino que nos permita hacer la voluntad de Dios. Dios es amigo del
silencio. Si de veras queremos rezar, primero hemos de aprender a escuchar,
porque Dios habla en el silencio del corazón”. Citada en K. SPINK, Madre
Teresa (Barcelona, Plaza & Janés, 1997) 231.
[iii]http://www.lupaprotestante.com/blog/jesus-frente-al-sufrimiento-i/ http://www.lupaprotestante.com/blog/jesus-frente-al-sufrimiento-ii/
No
hace mucho este artículo ha salido también publicado en el número 26 del mes de
octubre de la revista “Renovación”. La diferencia es que ambas partes han sido
unidas. http://revistarenovacion.es/Revista.html
Fuente:
Lupaprotestante, 2015.
No hay comentarios:
Publicar un comentario