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martes, 3 de noviembre de 2015

¿Un cristianismo postreligional? I



Por. Simón Pedro ARNOLD o.s.b.
El paradigma postreligional no plantea la desaparición de las religiones, como solían hacerlo muchas profecías de la Modernidad desde el siglo XIX, sino su metamorfosis funcional radical. Esto mismo es la novedad y la originalidad de sus hipótesis de trabajo. En efecto, una simple observación histórica nos obliga a reconocer que las múltiples expresiones del fenómeno religioso, lejos de estar a la agonía, nunca han estado tan vigorosas, con sus más y menos, para bien o para mal, en nuestro contexto postmoderno. La “Muerte de Dios[1]” anunciada por Nietzsche es, paradójicamente, más a la orden del día que la muerte de las religiones.
La intuición postreligional nos permite desplazar el antiguo debate desde una pura confrontación bipolar entre religión y Nuevos Paradigmas, hacia un diálogo dialéctico entre los dos términos de la discusión. La pregunta ya no es la de saber si las religiones van a resistir o desaparecer bajo el embate del Cambio de Época y del movimiento de crisálida general.
Parto de la validez, a priori, de las propuestas postreligionales y de las lecturas anateistas[2]. Con este punto de partida, me parece más fecundo interrogarme sobre la capacidad relativa de las grandes religiones mundiales de emprender esta mutación copernicana.
Tal abordaje de la cuestión implica otro, en su mismo dinamismo: ¿cuáles son las  condiciones históricas necesarias para que las religiones puedan, juntas o no, dar el viraje de 180 grados que exige el paradigma postreligional?
En otras palabras, mi reflexión implica dos puntos de vistas independientes e interdependientes. Por una parte, se trata que cada religión se cuestione por su propia cuenta sobre la interpelación postreligional. Por otro lado (y quizás sea el reto más decisivo de cara al futuro), ¿en qué medida las grandes religiones y confesiones serán capaces de relativizar y recrear su propio discurso, su propia cosmovisión y su propia Tradición?  ¿Podrán abordar mancomunadamente la nueva realidad con una voz, a la vez común y plural, en el concierto global, a lado de otras muchas voces, no necesariamente religiosas? De este doble reto depende el desplazamiento del espacio religioso en un contexto que, a priori, ya no necesita de él[3].
En este escenario, el presente trabajo trata el caso específico del Cristianismo de cara a estas dos preguntas. En el debate, lo cristiano goza, por hipótesis (que intentaremos confirmar en estas páginas), de dos ventajas. Primero, se trata del sistema religioso más directamente identificado y  confrontado con el Occidente y, por lo tanto, históricamente más familiarizado con sus exigencias. Pero el Cristianismo es también una enorme nebulosa. Abarca tanto las expresiones más secularizadas de Europa del Norte, como modalidades orientales pre-modernas extremadamente diversas, desde Rusia o la India hasta Etiopía y Medio Oriente, pasando por el amplio abanico católico. A primera vista se trata de un extraordinario laboratorio religioso para nuestra pregunta.
I Una convicción de partida.
El Cristianismo no es una religión.
En su fundamento histórico y teológico, el Cristianismo no es una religión. Si bien nació en el corazón del Judaísmo, asumiendo, en un primer tiempo, el discurso y la normatividad de su identidad judía, la religión (ritualidad, normatividad, discurso doctrinal, institucionalidad) no fue, sin embargo, la preocupación prioritaria de Jesús.
Por lo contrario, el anuncio de la cercanía del Reino se presenta como la superación del sistema de la religión. La sutil distinción que hacen los evangelios sinópticos entre “no abolir” y “cumplir” la Ley de Moisés constituye, de hecho, una verdadera reapropiación y recreación del discurso. La dialéctica del sermón de la Montaña se articula en la tensión conflictiva entre un “se les dijo” referido al Judaísmo contemporáneo y un “yo les digo” inaugurando una nueva etapa de la fe, la del Reino.
En la perspectiva profética, con la que Jesús se identifica a menudo en su vertiente netamente apocalíptica[4], no está claro en qué medida quiso simplemente reformar y purificar el sistema religioso o, al contrario, superarlo definitivamente. Episodios fundadores, como son la confrontación con los mercaderes del templo o la parábola de la higuera, tienden a confirmar una amenaza de cancelación del sistema religioso del Templo de Jerusalén. En el capítulo cuarto de San Juan, dialogando con la samaritana, símbolo de la herejía religiosa para el judío, Jesús proclama el fin de la ritualidad religiosa excluyente (el Templo o el monte Garizím) y la inauguración de su más allá místico universal que llama la adoración “en Espíritu y Verdad”.
Si adoptamos la teología de Lucas, tenemos que admitir el nacimiento y la formación religiosa del Nazareno en un ambiente judío profundamente practicante. Pero, desde este trasfondo, llama poderosamente la atención la increíble libertad religiosa de Jesús en asuntos no menores del Judaísmo, como son el sábado, las normas de pureza, las estructuras patriarcales, la riqueza, etc. Indudablemente, la predicación del Reino es escandalosa para las categorías religiosas tradicionales. Este escándalo, muy seguramente, es el que llevó a la muerte en cruz. El motivo de esta muerte, de parte del Mundo judío, por lo menos[5], parece principalmente religioso, como lo profetiza Caifás en San Juan.
El Cristianismo como humanismo supra-religioso.
El vuelco hermenéutico del Evangelio tiene que ver con lo antropológico: la centralidad del ser humano y su absoluta primacía en la relación con Dios. Todos sus cuestionamientos religiosos tienen  que ver con el sitio del hombre y de la mujer en la Historia de la Salvación. El absoluto de la persona está por encima de la observancia del sábado. La pureza legal y religiosa es abolida al devolver a la intención del corazón su carácter exclusivo. La cancelación del privilegio patriarcal del divorcio es motivada por la reivindicación de la dignidad de la mujer.
Estos desplazamientos culminan en la gran parábola del juicio final en Mateo 25, (considerada como auténticamente de Jesús) donde la sentencia se encuentra en la relación de solidaridad con el pobre, el sediento, el enfermo, el preso. El propio Dios somete su juicio a la relación humana de fraternidad efectiva. Asimismo, a la manera de Isaías[6], Mateo[7] invita a dejar inconcluso el sacrificio ritual para ir a reconciliarse con el hermano.
Como lo señala tanto la Carta a Diogneto como Tertuliano[8], la marca distintiva de lo cristiano no se encuentra en alguna señal ritual o religiosa particular, sino en el testimonio del amor fraterno a imagen del Maestro. Jesús no instituye ningún rito específico nuevo y no propone otra ley que las Bienaventuranzas, presentadas como cumplimiento definitivo de la Tora. La eucaristía, con su trasfondo pascual judío, no es un nuevo ritual sino,  como lo comenta la primera carta de Pablo a los Corintios[9], la sacralización de la vida comunitaria entendida como cuerpo de Cristo. Para la carta a los Hebreos, incluso, el nuevo sacerdocio cristiano ya no se refiere a una mediación religiosa sino al martirio del propio sumo sacerdote, Cristo, haciendo así del martirio (y no del culto) la marca distintiva de la fe.
Todos estos rasgos propios del Cristianismo primitivo nos permiten afirmar que se trata, ante todo, de una manera nueva de situar al ser humano ante Dios y ante sus semejantes. Por lo tanto, podemos atrevernos a hablar de un Humanismo de Dios, donde la religión ya no ocupa el sitio del mediador, sino que se vuelve simple expresión simbólica de una relación no mediatizada.
La experiencia carismática e interreligiosa de la comunidad postpascual.
La dimensión supra-religiosa y el humanismo de la primera comunidad cristiana tomarán, en la etapa postpascual, rostros cada vez más diversos y plurales. En una primera etapa, inaugurada simbólicamente en Pentecostés, el Cristianismo se vuelve experiencia carismática. La novedad pentecostal consiste en comprender el Reino como acontecer, irrupción permanente del Espíritu en la multiplicidad subjetiva (cada uno escucha) y cultural (en su propio idioma) de lo humano, en contraste con la rígida uniformidad religiosa. 
La intuición teológica paulina del carácter absoluto y supra-religioso (“ya no están bajo la Ley”) de la fe, explicitado especialmente en Gálatas y Romanos, da un nuevo salto cualitativo radical en la Historia del Cristianismo. Con la experiencia subjetiva de Pablo, plasmada en su enseñanza revolucionaria de la libertad del creyente, el Cristianismo postpascual se vuelve, fundamentalmente, una experiencia de corte místico.
Esta evolución postpascual del humanismo cristiano primitivo no se dará sin resistencias y conflictos religiosos internos. Una comunidad creyente, nacida en el terruño religioso judío, asume en poco tiempo dos giros copernicanos (el carácter carismático y místico de la Iglesia) que ponen en tela de juicio y en peligro mortal su pertenencia religiosa nativa. Encontramos ecos dramáticos de este debate y de estos conflictos en las cartas de Pablo y en los Hechos de los apóstoles. La discusión desemboca en el así llamado Concilio de Jerusalén.
En este primer gran debate universal del Cristianismo, se asienta el carácter interreligioso de la Iglesia primitiva. La identidad cristiana ya no tiene que encontrarse en una unanimidad ritual y legal (la circuncisión y la Ley mosaica) sino en la fe (rechazo de la idolatría), la coherencia ética (rechazo de la fornicación) y la solidaridad (atención a los pobres). La única condición religiosa judía, provisionalmente mantenida para todos los miembros de la Iglesia, tiene que ver  con las normas alimenticias restrictivas de los conversos judíos, afín de hacer posible el signo por excelencia de lo cristiano: la comensalidad, la mesa compartida[10].
Al aprobar la configuración profundamente interreligiosa de la Iglesia, el Concilio de Jerusalén confirma, a su vez, la relatividad de la dimensión religiosa respecto a las nuevas categorías identitarias de lo cristiano: el humanismo creyente, el acontecer carismático y la condición mística. Estas tres columnas fundacionales del Cristianismo primitivo, sin abolir la dimensión típicamente religiosa, la somete drásticamente, sin embargo, a sus características supra-religiosas.
La deriva religiosa de la Cristiandad.
Dos vivencias mantuvieron vigentes las utopías “supra-religiosas” del Cristianismo naciente, tal como acabamos de describirlas. La primera tiene que ver con la persecución religiosa, tanto judía como romana, y el martirio. El Apocalipsis da fe de la consolidación de la convicción primitiva a través del cuestionamiento y del testimonio martirial. Pero una segunda experiencia espiritual contribuyó poderosamente a la radicalización cristiana. Se trata de la esperanza escatológica fundada en la fe en la resurrección de Cristo y de la espera de la Parusía como acontecimiento contemporáneo cercano ansiosamente esperado.
Al frustrarse la esperanza escatológica de la Parusía, con la desaparición progresiva de la primera generación cristiana, la experiencia del martirio perdió, a su vez, algo de su carácter profético. En los escritos atribuidos a la segunda generación, como son las cartas Pastorales o la carta a los Hebreos, resurgen con fuerza las tentaciones religiosas, como garantes para una Iglesia amenazada y llamada a durar, contrariamente a lo esperado.
Para las Pastorales este retorno religioso se expresa en la organicidad de la Iglesia, un comienzo de clericalización jerárquica y una normatividad institucional más rígida y meticulosa. En la carta a los Hebreos, en cambio, lo que aflora es la nostalgia y el deseo confuso de volver a las seguridades y a los fastos religiosos del Templo. Si bien el autor de Hebreos fustiga estas tentaciones en nombre de la genuina esperanza cristiana primitiva, los autores de las Pastorales, en cambio, parecen querer reinterpretar la gran novedad de la libertad cristiana en categorías religiosas más estrechas. Pero el gusano de la religión, como sistema clerical, había reaparecido en el fruto recién madurado de la profecía cristiana.
La conclusión de la era martirial y la inclusión del Cristianismo en el sistema imperial romano, como su brazo ideológico, inicia la lenta pero segura deriva religiosa de lo que, en adelante, llamaremos la Cristiandad. Lo que Jesús nunca había imaginado (crear una nueva religión), lo que nos había invitado a superar por el anuncio del Reino, se vuelve realidad. La institucionalización clerical del Cristianismo se traduce en un discurso y una ritualidad nuevos y específicos, profundamente influenciados por el entorno cultural tanto helenístico como judío. 
Este giro religioso parecía acabar con la novedad profética y el carácter escatológico de la Iglesia primitiva. Pero, muy pronto, un grupo de creyentes convencidos y protestatarios inaugura una nueva dialéctica en el seno misma de la institución clerical. Los monjes, seguidos por muchos otros y otras a través de los siglos, al reivindicar el carácter laico, carismático y místico fundacional del Cristianismo, mantienen vigente a lo largo de la Historia de la Iglesia, la afirmación profética primitiva. A través del tiempo, dicha intuición tomará formas y rostros diversos, según las circunstancias. Pero no dejará nunca de ser el aguijón en la carne de la Iglesia.
Al desentrañar, una vez más, esta veta subterránea, mística y profética, dentro de la gran crisis clerical del sistema religioso cristiano contemporáneo, podremos abordar de manera fecunda la pregunta de la postreligionalidad.
Continuará mañana

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