Por. Simón Pedro ARNOLD o.s.b.
El paradigma postreligional no plantea la desaparición de las religiones,
como solían hacerlo muchas profecías de la Modernidad desde el siglo XIX, sino
su metamorfosis funcional radical. Esto mismo es la novedad y la originalidad
de sus hipótesis de trabajo. En efecto, una simple observación histórica nos
obliga a reconocer que las múltiples expresiones del fenómeno religioso, lejos
de estar a la agonía, nunca han estado tan vigorosas, con sus más y menos, para
bien o para mal, en nuestro contexto postmoderno. La “Muerte de Dios[1]” anunciada por
Nietzsche es, paradójicamente, más a la orden del día que la muerte de las
religiones.
La intuición postreligional nos permite desplazar el antiguo debate desde
una pura confrontación bipolar entre religión y Nuevos Paradigmas, hacia un
diálogo dialéctico entre los dos términos de la discusión. La pregunta ya no es
la de saber si las religiones van a resistir o desaparecer bajo el embate del
Cambio de Época y del movimiento de crisálida general.
Parto de la validez, a priori, de las propuestas postreligionales y de
las lecturas anateistas[2]. Con este punto de partida, me parece más
fecundo interrogarme sobre la capacidad relativa de las grandes religiones
mundiales de emprender esta mutación copernicana.
Tal abordaje de la cuestión implica otro, en su mismo dinamismo: ¿cuáles
son las condiciones históricas necesarias para que las religiones puedan,
juntas o no, dar el viraje de 180 grados que exige el paradigma postreligional?
En otras palabras, mi reflexión implica dos puntos de vistas
independientes e interdependientes. Por una parte, se trata que cada religión
se cuestione por su propia cuenta sobre la interpelación postreligional. Por
otro lado (y quizás sea el reto más decisivo de cara al futuro), ¿en qué medida
las grandes religiones y confesiones serán capaces de relativizar y recrear su
propio discurso, su propia cosmovisión y su propia Tradición? ¿Podrán
abordar mancomunadamente la nueva realidad con una voz, a la vez común y
plural, en el concierto global, a lado de otras muchas voces, no necesariamente
religiosas? De este doble reto depende el desplazamiento del espacio religioso
en un contexto que, a priori, ya no necesita de él[3].
En este escenario, el presente trabajo trata el caso específico del
Cristianismo de cara a estas dos preguntas. En el debate, lo cristiano goza,
por hipótesis (que intentaremos confirmar en estas páginas), de dos ventajas.
Primero, se trata del sistema religioso más directamente identificado y
confrontado con el Occidente y, por lo tanto, históricamente más familiarizado
con sus exigencias. Pero el Cristianismo es también una enorme nebulosa. Abarca
tanto las expresiones más secularizadas de Europa del Norte, como modalidades
orientales pre-modernas extremadamente diversas, desde Rusia o la India hasta
Etiopía y Medio Oriente, pasando por el amplio abanico católico. A primera
vista se trata de un extraordinario laboratorio religioso para nuestra
pregunta.
I Una convicción
de partida.
El
Cristianismo no es una religión.
En su fundamento histórico y teológico, el Cristianismo no es una
religión. Si bien nació en el corazón del Judaísmo, asumiendo, en un primer
tiempo, el discurso y la normatividad de su identidad judía, la religión
(ritualidad, normatividad, discurso doctrinal, institucionalidad) no fue, sin
embargo, la preocupación prioritaria de Jesús.
Por lo contrario, el anuncio de la cercanía del Reino se presenta como la
superación del sistema de la religión. La sutil distinción que hacen los
evangelios sinópticos entre “no abolir” y “cumplir” la Ley de Moisés
constituye, de hecho, una verdadera reapropiación y recreación del discurso. La
dialéctica del sermón de la Montaña se articula en la tensión conflictiva entre
un “se les dijo” referido al Judaísmo contemporáneo y un “yo les digo”
inaugurando una nueva etapa de la fe, la del Reino.
En la perspectiva profética, con la que Jesús se identifica a menudo en
su vertiente netamente apocalíptica[4], no está claro en qué medida quiso
simplemente reformar y purificar el sistema religioso o, al contrario,
superarlo definitivamente. Episodios fundadores, como son la confrontación con
los mercaderes del templo o la parábola de la higuera, tienden a confirmar una
amenaza de cancelación del sistema religioso del Templo de Jerusalén. En el
capítulo cuarto de San Juan, dialogando con la samaritana, símbolo de la
herejía religiosa para el judío, Jesús proclama el fin de la ritualidad
religiosa excluyente (el Templo o el monte Garizím) y la inauguración de su más
allá místico universal que llama la adoración “en Espíritu y Verdad”.
Si adoptamos la teología de Lucas, tenemos que admitir el nacimiento y la
formación religiosa del Nazareno en un ambiente judío profundamente
practicante. Pero, desde este trasfondo, llama poderosamente la atención la
increíble libertad religiosa de Jesús en asuntos no menores del Judaísmo, como
son el sábado, las normas de pureza, las estructuras patriarcales, la riqueza,
etc. Indudablemente, la predicación del Reino es escandalosa para las
categorías religiosas tradicionales. Este escándalo, muy seguramente, es el que
llevó a la muerte en cruz. El motivo de esta muerte, de parte del Mundo judío,
por lo menos[5], parece principalmente religioso, como lo
profetiza Caifás en San Juan.
El
Cristianismo como humanismo supra-religioso.
El vuelco hermenéutico del Evangelio tiene que ver con lo antropológico:
la centralidad del ser humano y su absoluta primacía en la relación con Dios.
Todos sus cuestionamientos religiosos tienen que ver con el sitio del
hombre y de la mujer en la Historia de la Salvación. El absoluto de la persona
está por encima de la observancia del sábado. La pureza legal y religiosa es
abolida al devolver a la intención del corazón su carácter exclusivo. La
cancelación del privilegio patriarcal del divorcio es motivada por la reivindicación
de la dignidad de la mujer.
Estos desplazamientos culminan en la gran parábola del juicio final en
Mateo 25, (considerada como auténticamente de Jesús) donde la sentencia se
encuentra en la relación de solidaridad con el pobre, el sediento, el enfermo,
el preso. El propio Dios somete su juicio a la relación humana de fraternidad
efectiva. Asimismo, a la manera de Isaías[6], Mateo[7] invita a dejar inconcluso el sacrificio
ritual para ir a reconciliarse con el hermano.
Como lo señala tanto la Carta a Diogneto como Tertuliano[8], la marca distintiva de lo cristiano no
se encuentra en alguna señal ritual o religiosa particular, sino en el
testimonio del amor fraterno a imagen del Maestro. Jesús no instituye ningún
rito específico nuevo y no propone otra ley que las Bienaventuranzas, presentadas
como cumplimiento definitivo de la Tora. La eucaristía, con su trasfondo
pascual judío, no es un nuevo ritual sino, como lo comenta la primera
carta de Pablo a los Corintios[9], la sacralización de la vida comunitaria
entendida como cuerpo de Cristo. Para la carta a los Hebreos, incluso, el nuevo
sacerdocio cristiano ya no se refiere a una mediación religiosa sino al
martirio del propio sumo sacerdote, Cristo, haciendo así del martirio (y no del
culto) la marca distintiva de la fe.
Todos estos rasgos propios del Cristianismo primitivo nos permiten
afirmar que se trata, ante todo, de una manera nueva de situar al ser humano
ante Dios y ante sus semejantes. Por lo tanto, podemos atrevernos a hablar de
un Humanismo de Dios, donde la religión ya no ocupa el sitio del mediador, sino
que se vuelve simple expresión simbólica de una relación no mediatizada.
La
experiencia carismática e interreligiosa de la comunidad postpascual.
La dimensión supra-religiosa y el humanismo de la primera comunidad
cristiana tomarán, en la etapa postpascual, rostros cada vez más diversos y
plurales. En una primera etapa, inaugurada simbólicamente en Pentecostés, el
Cristianismo se vuelve experiencia carismática. La novedad pentecostal consiste
en comprender el Reino como acontecer, irrupción permanente del Espíritu en la
multiplicidad subjetiva (cada uno escucha) y cultural (en su propio idioma) de
lo humano, en contraste con la rígida uniformidad religiosa.
La intuición teológica paulina del carácter absoluto y supra-religioso
(“ya no están bajo la Ley”) de la fe, explicitado especialmente en Gálatas y
Romanos, da un nuevo salto cualitativo radical en la Historia del Cristianismo.
Con la experiencia subjetiva de Pablo, plasmada en su enseñanza revolucionaria
de la libertad del creyente, el Cristianismo postpascual se vuelve,
fundamentalmente, una experiencia de corte místico.
Esta evolución postpascual del humanismo cristiano primitivo no se dará sin
resistencias y conflictos religiosos internos. Una comunidad creyente, nacida
en el terruño religioso judío, asume en poco tiempo dos giros copernicanos (el
carácter carismático y místico de la Iglesia) que ponen en tela de juicio y en
peligro mortal su pertenencia religiosa nativa. Encontramos ecos dramáticos de
este debate y de estos conflictos en las cartas de Pablo y en los Hechos de los
apóstoles. La discusión desemboca en el así llamado Concilio de Jerusalén.
En este primer gran debate universal del Cristianismo, se asienta el
carácter interreligioso de la Iglesia primitiva. La identidad cristiana ya no
tiene que encontrarse en una unanimidad ritual y legal (la circuncisión y la
Ley mosaica) sino en la fe (rechazo de la idolatría), la coherencia ética
(rechazo de la fornicación) y la solidaridad (atención a los pobres). La única
condición religiosa judía, provisionalmente mantenida para todos los miembros
de la Iglesia, tiene que ver con las normas alimenticias restrictivas de
los conversos judíos, afín de hacer posible el signo por excelencia de lo
cristiano: la comensalidad, la mesa compartida[10].
Al aprobar la configuración profundamente interreligiosa de la Iglesia, el
Concilio de Jerusalén confirma, a su vez, la relatividad de la dimensión
religiosa respecto a las nuevas categorías identitarias de lo cristiano: el
humanismo creyente, el acontecer carismático y la condición mística. Estas tres
columnas fundacionales del Cristianismo primitivo, sin abolir la dimensión
típicamente religiosa, la somete drásticamente, sin embargo, a sus
características supra-religiosas.
La deriva
religiosa de la Cristiandad.
Dos vivencias mantuvieron vigentes las utopías “supra-religiosas” del
Cristianismo naciente, tal como acabamos de describirlas. La primera tiene que
ver con la persecución religiosa, tanto judía como romana, y el martirio. El
Apocalipsis da fe de la consolidación de la convicción primitiva a través del
cuestionamiento y del testimonio martirial. Pero una segunda experiencia
espiritual contribuyó poderosamente a la radicalización cristiana. Se trata de
la esperanza escatológica fundada en la fe en la resurrección de Cristo y de la
espera de la Parusía como acontecimiento contemporáneo cercano ansiosamente
esperado.
Al frustrarse la esperanza escatológica de la Parusía, con la
desaparición progresiva de la primera generación cristiana, la experiencia del
martirio perdió, a su vez, algo de su carácter profético. En los escritos
atribuidos a la segunda generación, como son las cartas Pastorales o la carta a
los Hebreos, resurgen con fuerza las tentaciones religiosas, como garantes para
una Iglesia amenazada y llamada a durar, contrariamente a lo esperado.
Para las Pastorales este retorno religioso se expresa en la organicidad
de la Iglesia, un comienzo de clericalización jerárquica y una normatividad
institucional más rígida y meticulosa. En la carta a los Hebreos, en cambio, lo
que aflora es la nostalgia y el deseo confuso de volver a las seguridades y a
los fastos religiosos del Templo. Si bien el autor de Hebreos fustiga estas
tentaciones en nombre de la genuina esperanza cristiana primitiva, los autores
de las Pastorales, en cambio, parecen querer reinterpretar la gran novedad de
la libertad cristiana en categorías religiosas más estrechas. Pero el gusano de
la religión, como sistema clerical, había reaparecido en el fruto recién
madurado de la profecía cristiana.
La conclusión de la era martirial y la inclusión del Cristianismo en el
sistema imperial romano, como su brazo ideológico, inicia la lenta pero segura
deriva religiosa de lo que, en adelante, llamaremos la Cristiandad. Lo que
Jesús nunca había imaginado (crear una nueva religión), lo que nos había
invitado a superar por el anuncio del Reino, se vuelve realidad. La
institucionalización clerical del Cristianismo se traduce en un discurso y una
ritualidad nuevos y específicos, profundamente influenciados por el entorno
cultural tanto helenístico como judío.
Este giro religioso parecía acabar con la novedad profética y el carácter
escatológico de la Iglesia primitiva. Pero, muy pronto, un grupo de creyentes
convencidos y protestatarios inaugura una nueva dialéctica en el seno misma de
la institución clerical. Los monjes, seguidos por muchos otros y otras a través
de los siglos, al reivindicar el carácter laico, carismático y místico
fundacional del Cristianismo, mantienen vigente a lo largo de la Historia de la
Iglesia, la afirmación profética primitiva. A través del tiempo, dicha
intuición tomará formas y rostros diversos, según las circunstancias. Pero no
dejará nunca de ser el aguijón en la carne de la Iglesia.
Al desentrañar, una vez más, esta veta subterránea, mística y profética,
dentro de la gran crisis clerical del sistema religioso cristiano
contemporáneo, podremos abordar de manera fecunda la pregunta de la
postreligionalidad.
Continuará mañana
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