Por.
Jaume Triginé, España
Hemos
de reconocer que la mística no tiene demasiado predicamento en nuestro mundo
evangélico. Con frecuencia establecemos identidades mediante un posicionamiento
antitético frente a los postulados procedentes de la iglesia católica.
Asociamos la mística a las experiencias espirituales de sus místicos y no
terminamos de percibir su entronque con las doctrinas reformadas. Con
frecuencia, nuestros apriorismos se convierten en filtros distorsionadores que
nos sitúan en el prejuicio y la subjetividad. También en este asunto.
Quizá
la mística deba ser entendida como la intensificación en grado máximo de la
experiencia espiritual de la cotidianidad y no requiera pensar en personas
fuera de lo común y distintas de la mayoría de los mortales en cuanto a su
esencialidad constitutiva. Los místicos no son personas alejadas de la
realidad, como frecuentemente pensamos, sino arraigadas y comprometidas con
ella.
Nos
hallamos en un momento en el que, como resultado de un resurgir de la
espiritualidad, algunas personas se orientan a la búsqueda de fenómenos
extraordinarios. Esta obsesión por sentir y/o experimentar, muy propio de la
postmodernidad, podría incluso partir de una personalidad poco integrada,
llegar a reflejar algún trastorno psicopatológico o representar una huida de la
realidad. Más que una búsqueda, la mística, considerada como una vivencia
ocasional de acceso a la inaccesibilidad divina, es un don recibido.
El
teólogo José Ignacio Gonzáles Faus, al tratar de la autenticidad de la
experiencia mística, excluye este proceso de búsqueda, ratificando
implícitamente el concepto de don: «La experiencia mística no puede ser
buscada ni puede ser resultado de una búsqueda. Y si se produjera de esta
manera, podemos afirmar que no es Dios lo que allí se ha experimentado».
La
experiencia de Pablo relatada en la segunda carta a los corintios confirma este
acto de gracia. «Conozco a un hombre que cree en Cristo y que hace
catorce años fue llevado al tercer cielo. No sé si fue en cuerpo o en espíritu;
eso Dios lo sabe.» En el relato se añade la dificultad de comunicar la
experiencia: «oyó palabras tan secretas que a nadie se le permite
pronunciar», así como su carácter excepcional: «hace catorce años».
Pero
también podemos situarnos en el nivel de lo habitual y hablar de una mística
de la cotidianidad. Pablo relata, en su carta a los gálatas, su común
vivencia de fe en estos términos: «ya no vivo yo, sino que Cristo vive en
mí. Y la vida que ahora vivo en el cuerpo, la vivo por mi fe en el Hijo de
Dios, que me amó y se entregó a la muerte por mí». Es la conciencia de la
presencia de Dios en nosotros por su Espíritu. Esta mística es ofrecida a
todos.
Si
la vivencia de gratuidad que representa el más alto grado de la espiritualidad
que conduce a la experiencia de Dios puede describirse como una mística de
ojos cerrados (estado de oración, éxtasis…), la mística de la cotidianidad
puede describirse, en acertada expresión de Johann Baptist Metz, como una mística
de ojos abiertos.
De
ojos abiertos por tratarse de una espiritualidad entendida como una forma
habitual de ser y actuar de la persona creyente y no tanto como un determinado
momento dedicado a prácticas de ojos cerrados como pueden ser la oración, la
introspección o la meditación. De ojos abiertos porque de la experiencia
individual transitamos a la incorporación de valores como la solidaridad con
los que sufren, para hacer emerger la iglesia de la compasión, que es la forma
en la que Dios se hace presente entre los últimos.
Nos
hallamos, de nuevo, frente a una mística para todos. En palabras del propio
Johann Baptist Metz: «Esta mística de la compasión no es una cuestión
elitista; es, por así decir, una mística cotidiana que nos es dada a todos y a
todos nos es exigida». No es una invitación al heroísmo ni a una santidad
sublime fuera del alcance de muchos. Parafraseando los términos para la
clasificación de las películas, esta mística debe ser apta para todos los
públicos. A todos nos es dada y a todos nos es exigida.
La
mística de ojos abiertos requiere educar la mirada para identificar a tantos
seres humanos que se hallan al otro lado de nuestras fronteras geográficas,
culturales o personales a la búsqueda de nuestros privilegios y de nuestras
abundancias. Fronteras que algunos no cruzarán porque no sobrevivirán al
intento y quienes lo logren aún tendrán que hacer frente a la hostilidad de
quienes les rechazan como un cuerpo extraño.
Pero
no hace falta pensar necesariamente en los fenómenos migratorios. La mística de
ojos abiertos es una mística buscadora de los rostros de tantas personas que
sufren por distintas causas: parados que difícilmente podrán incorporarse
nuevamente al mundo del trabajo, jóvenes que se han quedado sin esperanzas y
sin sueños, enfermos con insuficiente atención sanitaria, víctimas de la
violencia de género, padres que han perdido a un hijo y necesitan consuelo, personas
tristes y desanimadas, personas excluidas del sistema que malviven de la ayuda
de las ONG…
Frente
a tantas necesidades, que una mirada atenta percibe con facilidad, la mística
cristiana, de nuevo en palabras de Johann Baptist Metz, «no es en su núcleo
una mística de ojos cerrados, sino de ojos dolorosamente abiertos». Es por
ello que la parábola del buen samaritano ejemplariza la forma en que los
cristianos deberíamos actuar: identificando el rostro de las víctimas y
atendiendo, dentro de los límites posibilistas, sus necesidades.
La
iglesia no puede escudarse ni tranquilizarse apelando a la causalidad de los
hechos: sistema económico de tintes neoliberales, oligarquías inmisericordes,
leyes del mercado o a determinadas actitudes de los propios afectados; la
mirada de Jesús no se dirigía tanto a censurar el pecado, sino a minimizar el
sufrimiento. Habrá que continuar tomando en serio las palabras del Maestro de
Nazaret: «Os aseguro que todo lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos
más humildes, a mi lo hicisteis». Es el compromiso en favor de aquellas
situaciones de la realidad que nos desbordan y para las que no siempre hallamos
respuestas.
Frente
al estado de saturación e insensibilización que produce la proliferación de
tantos dramas humanos conocidos a través de los medios de comunicación, debemos
permitir que resuenen, una vez más entre nosotros, las palabras de Jesús: «¿No
entendéis ni comprendéis? ¿Aún tenéis endurecido vuestro corazón? ¿Teniendo
ojos no veis, y teniendo oídos no oís?».
Fuente:
Lupaprotestante, 2015.
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