Por Máximo
García Ruiz, España
En
el pórtico del 500 aniversario de la Reforma.
Lutero,
y con él la Reforma del siglo XVI (1517), llegaron a la conclusión de que la
única fuente de autoridad para la Iglesia cristiana era la Biblia, si bien
Lutero se la cuestionaba a alguno de sus libros. La autoridad de la Biblia
frente a la “cautividad babilónica” de la Iglesia, que supone volver a la
tradición eclesiástica; a los orígenes cristianos, frente a formularios
litúrgicos y dogmas conciliares que, según Lutero, se alejaban del espíritu de
las Sagradas Escrituras. En resumen, Biblia vs. Tradición.
Desde
ese convencimiento, la Reforma llega a formular la siguiente trilogía: Sola
Fe, Sola Grattia, Sola Scriptura, una fórmula convertida en el lema y
estandarte de las iglesias reformadas. Unos años después se celebra el Concilio
de Trento (1545-1563), un concilio de reacción ante la Reforma, convocado por
la Iglesia de Roma exclusivamente, no ecuménico por lo tanto, en el que los
asistentes se ocupan de estructurar, tanto teológica como institucionalmente,
la Iglesia católico-romana y se establece, como fuentes de autoridad: la
Tradición, el Magisterio y la Biblia, en ese orden de relevancia, al margen de
cómo aparezcan transcritos en los documentos conciliares, un orden de prelación
que se mantiene, al menos hasta la celebración en la década de los 60 del siglo
XX del Concilio Vaticano II, en el que se recupera en parte la relevancia de la
Biblia.
Cual
sea la fuente de autoridad de la Iglesia no es un tema menor, ya que eso puede
determinar y determina la preeminencia que se atribuya a cada una de esas
fuentes y, en su caso, la consistencia y el valor de las decisiones adoptadas.
En cualquiera de los casos, sea por parte de la tradición católico-romana como
de la protestante y también de las iglesias ortodoxas, el referente final para
los cristianos es el Fundador, Jesús de Nazaret, a cuyas palabras y
mandamientos se recurre como definitiva autoridad.
A
partir de ese axioma, acudimos directamente en busca de aquellas palabras de
Jesús que puedan servirnos de referencia para fundamentar el tema que nos
ocupa. Jesús se apoya con frecuencia en la Ley y en lo que habían dicho los
profetas, con lo que vincula su magisterio a las tradiciones y enseñanzas
judías, si bien no lo hace de forma literal, sino mediante una relectura de los
textos considerados sagrados por los judíos e incluso señalando alternativas: “Oísteis
que fue dicho”, “…más yo os digo”.
Por
su parte Lucas nos introduce en esa época que media entre la resurrección y la
ascensión, un período de cuarenta días de aliento, de afirmación de la fe y de
repaso de la misión de la Iglesia naciente, en el que Jesús resucitado marca
algunas pautas a seguir.
El
problema que se les presenta a los discípulos estaba vinculado a sus propias
limitaciones para afrontar la misión que se les encomienda, ya que a esas
alturas no han terminado de entender y asimilar su alcance. Y es
entonces, ya como cierre de esa etapa intermedia, cuando Jesús les hace un
anuncio que implica una promesa: “Yo enviaré la promesa de mi Padre sobre
vosotros”; una promesa que aún no les queda suficientemente clara, por lo
que Jesús añade: “quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que
seáis investidos de poder desde lo alto” (Luc. 24: 49).
El
libro de los Hechos es mucho más explícito. Allí se habla del Espíritu Santo,
que se hace presente el día de Pentecostés, como aquél que no sólo acompaña
sino que afirma y apuntala los mandamientos (cfr. Hech. 1: 2) y, a través del
cual, recibirían el poder necesario para encauzar debidamente su misión al
frente de la Iglesia (cfr. Hechos 1:8). De esta escena se desprenden algunas
afirmaciones y algunas omisiones significativas
- Si bien es cierto que Jesús utiliza las Escrituras (Torá, Profetas y Escritos, equivalente a nuestro Antiguo Testamento), que es el referente de autoridad que tienen los judíos, no es menos cierto que Jesús no las encumbra como fuente de autoridad indiscutible e irremplazable para la Iglesia naciente, sin menoscabo de que, en su conjunto, son una fuente de autoridad para los judíos. Por extensión, y dada la procedencia de las primeras comunidades, también los cristianos darían al Antiguo Testamento el mismo reconocimiento de Sagradas Escrituras.
- Jesús no establece ningún mandato acerca de crear unas nuevas Escrituras en el ámbito de su propia vida y mensajes (p. e., Nuevo Testamento).
- Jesús confía la dirección de la Iglesia a la presencia del Espíritu Santo (pneuma= viento=espíritu) que, por otra parte, igual que el viento, sopla de donde quiere y cuando quiere (cfr. Juan 3:8), resulta difícil de controlar desde un plano humano.
- Desde sus inicios la Iglesia muestra que su referente de autoridad es la propia asamblea de creyentes bajo la dirección del Espíritu Santo, como se evidencia en el llamado Concilio de Jerusalén: “Entonces pareció bien a los apóstoles, y a los ancianos, con toda la iglesia…”: magisterio de los apóstoles, compromiso de los líderes (ancianos) y consenso entre la comunidad de creyentes (Hechos 15: 22). Una referencia que quedaría incompleta si no acudimos al versículo 28, donde se completa el núcleo central del acuerdo, es decir, la fuente de autoridad: “…Ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros…”. En otras palabras, la autoridad está en el conjunto de la comunidad de creyentes bajo la dirección del Espíritu Santo que se ocupa de guiar a su Iglesia.
Una
mirada global al desarrollo del cristianismo primitivo nos indica que durante
los tres primeros siglos la Iglesia se mueve en dependencia directa del
magisterio de los apóstoles o, más tarde, de sus discípulos inmediatos, si bien
afirmando que están bajo la dirección del Espíritu Santo. No existe hasta
entonces una estructura organizativa ni un “libro de “instrucciones” al que
recurrir; si bien es cierto que a partir de la década de los 60 del primer
siglo comienzan a circular las cartas paulinas, los evangelios y otras
epístolas; escritos dirigidos a colectivos concretos, a personajes determinados
o a alguna iglesia local en particular, como consecuencia de determinados
problemas surgidos en su seno. Esos escritos fueron recibidos e intercambiados
entre las iglesias como escritos de ayuda al desarrollo de las congregaciones,
pero sin conferirles inicialmente una autoridad trascendente, semejante a los
oráculos divinos.
Las
iglesias mantienen el convencimiento de que es el Espíritu Santo el que las
guía y ayuda a encauzar sus proyectos y a resolver sus problemas, hasta el
punto de que lo más terrible que puede ocurrirles es incurrir en la blasfemia
contra el Espíritu Santo (cfr. Mar. 3:22-30). Y ¿en qué consiste ese pecado?
Jesús mismo se atribuye que sus milagros son llevados a cabo por el Espíritu de
Dios, y decir que estaba actuando por confabular con el príncipe de los
demonios se interpreta como una blasfemia contra el Espíritu Santo. Una
aclaración teológica ésta que ofrece Marcos, de la que se hace eco Mateo pero
que ignora Lucas en el pasaje paralelo a éste y al que el cuarto evangelio no
hace referencia, que no resulta fácil armonizar con el resto de declaraciones,
de los dichos y enseñanzas de Jesús, de los que se desprende que cualquier
pecado puede ser perdonado.
El
cristianismo se extiende rápidamente por todo el imperio, formándose
comunidades de creyentes en la gran mayoría de las provincias romanas, hasta el
punto de que su penetración en las estructuras sociales llega a ser tan
prominente que terminaría desplazando al resto de religiones para convertirse,
finalmente, en la religión favorecida y reconocida en exclusividad por el
Estado. Hasta entonces, todo apunta a que, aún en medio de serios problemas
teológicos que darían paso a confrontaciones y al surgimiento de herejías a las
que fue preciso hacer frente, la Iglesia cristiana estuvo convencida de
que el Espíritu Santo era el que actuaba para guiarla y garantizar su misión,
siendo por ello la principal fuente de autoridad a la que recurrir, bien es
cierto que expuestos en todo momento a tener que hacer frente a diferentes
interpretaciones y al surgimiento progresivo de una estructura jerárquica a
través de los obispos y, posteriormente, los patriarcas, como veremos más
adelante.
Por
otra parte, en la medida en la que la mayoría de integrantes de la Iglesia fue
surgiendo del mundo gentil y la cultura del imperio fue asumida por el
cristianismo, la influencia y recursos de autoridad del Antiguo Testamento, tan
evidente en la ´época apostólica y la primera fase de constitución de la
Iglesia, fue decreciendo. Las iglesias acudían para su formación y desarrollo a
“los dichos” de Jesús y a la enseñanza de los apóstoles, transmitida en los
evangelios y escritos que, algunos de ellos, aunque no todos, terminarían
formando el Nuevo Testamento, sin que existiera, hasta mucho tiempo después, un
consenso asumido formalmente por las iglesias, ni un canon que
determinara que esos escritos fueran considerados como Escrituras
Sagradas en el nivel que los judíos habían conferido a la Tanaj (Antiguo
Testamento), especialmente a la Torá. Este rango sería adquirido
progresivamente, conforme la Iglesia se iba institucionalizando, produciéndose
el hecho curioso de que ninguno de los grandes concilios ecuménicos se ocupó de
sancionar dicho Canon, y no sería hasta el siglo XVI en el Concilio de Trento,
al que ya hemos hecho referencia anteriormente, cuando se declarara como libros
que integraban el Nuevo Testamento los 27 que hoy en día figuran en la Biblia.
En
cualquier caso, es preciso señalar, en lo que a los referentes de autoridad
organizativa se refiere, que ya superado el primer siglo, se detecta un cambio
de contenido en los términos que se utilizan para designar a los líderes de las
iglesias que tiene que ver directamente con el cambio de paradigma de la autoridad
reconocida. En las epístolas paulinas y en el resto de escritos
neotestamentarios los términos pastor, anciano y obispo se muestran como
sinónimos de uso indistinto, para designar a quienes han sido colocados al
frente de las congregaciones de creyentes; su función es ser guías
espirituales, sin que esos vocablos encierren un contenido sacerdotal, al
estilo de los funcionarios del templo judío o de los dirigentes de otras
religiones contemporáneas. Sin embargo, en la fase de asentamiento de las iglesias,
el término obispo alcanza un creciente sentido de jerarquía,
transformando su significado etimológico de guardián, protector, explorador,
para referirse a un cargo eclesiástico de rango superior que ejerce su
autoridad sobre un distrito que con el paso del tiempo terminaría siendo
conocido como diócesis. A su vez, los términos pastor y anciano terminarán
identificándose como sacerdote, homologando sus funciones a las de otras
manifestaciones religiosas cuya influencia se va dejando sentir progresivamente
entre los cristianos.
En
ese proceso de expansión de las iglesias y, con ello, de sus diócesis, debido
al crecimiento exponencial que experimenta la difusión del cristianismo, las
estructuras se quedan muy pronto pequeñas y surge la figura del patriarca
como dirigente de un conjunto de diócesis que forman un Patriarcado o iglesia
autocéfala, copiando en buena medida el modelo de autogobiernos provinciales
que Roma había creado para su imperio. Surgen así los cinco grandes
patriarcados: Antioquía, Alejandría, Roma, Constantinopla y Jerusalén, dando
paso a un estilo de iglesia radicalmente diferente al que observamos en la
época anterior.
La
Iglesia primitiva pasa en el siglo IV de estar perseguida a gozar de la
protección del Estado; de haber sido hasta fecha reciente la suma de
comunidades más o menos dispersas, escasamente estructuradas, a convertirse en
una institución importante del imperio bajo la protección del emperador. Surge
la Iglesia conciliar, siguiendo el modelo de la propia estructura del
Imperio romano. Las discrepancias teológicas fruto de diferentes
interpretaciones en torno a la dirección del Espíritu Santo, se han convertido
en esa época en serias confrontaciones doctrinales y se requiere definir y
acatar un modelo de autoridad conjunta al que recurrir en esos casos, dando
paso a los concilios ecuménicos, sobre los que siempre sobrevuela la
sombra del emperador como valedor de sus decisiones. En los concilios se
debaten los problemas doctrinales surgidos y se adoptan las decisiones que han
de convertirse en norma de conducta; posteriormente estos acuerdos, que no
siempre y no por todas las iglesias fueron respetados, serían conocidos como
dogmas de fe. La Iglesia conciliar es, a partir de entonces, una iglesia
jerarquizada, pero sigue siendo plural, bajo los cinco patriarcas autónomos
mencionados anteriormente.
Este
modelo de autoridad es el que prevalece formalmente, al margen y por
encima de la evolución o involución que la Iglesia va experimentando, hasta
llegar al cisma de Oriente y Occidente (1054), que daría lugar a la formación
de dos bloques de iglesias irreconciliables; las iglesias de Oriente mantienen
una tradición de iglesias autónomas que se relacionan entre si y Occidente , es
decir, Roma, se arroga la primacía sobre todas las iglesias
surgidas fuera del ámbito oriental, incluidas las procedentes de los llamados
pueblos bárbaros convertidos al cristianos y, posteriormente, las nacidas en el
Nuevo Mundo. Ahora bien, no obstante la progresiva preponderancia que va
adquiriendo el obispo de Roma en la Iglesia occidental, convertido a la vez en
señor feudal, prevalece el sentido de que la autoridad suprema está en los
concilios, si bien cada vez más subordinados a los dictados de Roma. Se
celebran de esa forma, a partir de los siete primeros denominados con pleno
derecho ecuménicos, los concilios de Letrán, de Lyón, de Viena, de Constanza,
de Basilea-Ferrara-Florencia y, como cierre de ese largo período, el de Trento
que, aunque sean denominados “ecuménicos” por Roma, ninguno de ellos alcanza
ese rango, ya que se celebran en el ámbito cerrado y exclusivo del catolicismo
romano.
Trento,
como ya hemos indicado, es un concilio de reacción ante el auge de la Reforma,
y se encarga de estructurar la Iglesia católica y definir los dogmas que han de
ser tenidos en cuenta como referente de autoridad: Tradición, Magisterio y
Biblia. El Concilio aún mantuvo un cierto nivel de autoridad, hasta que
unos siglos después, en 1869, un nuevo concilio, el Vaticano I, modifica esa
especie de statu quo, y coloca al papa por encima del concilio,
confiriéndole la facultad de que sus definiciones, y no otras, tengan el
carácter de infalibles, lo cual producirá nuevos cismas en el catolicismo
romano. Se cierra de esta forma para la Iglesia católica la época conciliar y
se abre una nueva de monarquía absoluta, apoyada en una oligarquía reducida, la
Curia romana que, en la práctica, y con no poca frecuencia, mantiene
secuestrada la voluntad del papa, cuando se sale de los cauces preestablecidos.
Las
iglesias surgidas de la Reforma recuperan el sentido plural de la cristiandad
primitiva, abriendo un amplio abanico de expresiones eclesiales, desde las que
se identifican en buena medida con el tradicionalismo medieval, como es el caso
de la Iglesia anglicana, hasta las más radicales surgidas del movimiento
anabautista (bautistas, hermanos y, posteriormente, pentecostales, entre
otras), pasando por las iglesias propiamente luteranas y reformadas, vinculadas
con la Reforma Magisterial, que surgen bajo el liderazgo de Lutero, Zwinglio y
Calvino, con énfasis teológicos y estructuras organizativas diferenciados entre
sí
En
cuanto a la Iglesia de Roma se refiere, el intento de restauración del Vaticano
II, devino en un fracaso a los efectos de reinstaurar la autoridad conciliar.
Y, en lo concerniente a la Reforma, reprobó tanto los Concilios como la
Tradición.
En
resumen, observamos cómo ha ido evolucionando y adaptándose el concepto de
autoridad en la Iglesia cristiana a lo largo de los veinte siglos transcurridos
desde sus inicios, si bien es cierto que prevalecen, al menos en el plano
teórico, los dos puntales básicos: 1) el Señor de la Iglesia es Jesucristo y,
por ende, su Palabra es fuente de autoridad, con los matices diferenciadores
que el catolicismo incorpora del papel que comparte con la Tradición y el
Magisterio; y 2) Dios actúa en la historia y guía a su Iglesia por medio del
Espíritu Santo. En lo que ya no existe un acuerdo unánime, es en determinar en
qué consiste exactamente la Palabra de Dios, definición condicionada a una
lectura literal de la Biblia o a la que hacen quienes recurren al método
histórico-critico a la hora de interpretar de forma unánime las indicaciones
del Espíritu Santo, ya que en temas idénticos pueden adoptarse acuerdos
dispares.
En
la práctica, los referentes de autoridad, o la forma cómo es reconocida la
dirección del Espíritu Santo y la autoridad de la Biblia, oscilan entre
estructuras piramidales fuertemente jerarquizadas, como ocurre en la Iglesia
católica; sínodos o asambleas representativas del clero y de los fieles; el
sometimiento a grupos oligárquicos o presbiterios locales; o bien asambleas
locales de cada comunidad de creyentes, que asumen la autoridad siguiendo el
voto de las mayorías.
Fuente:
Lupaprotestante, 2015.
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