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jueves, 18 de enero de 2018

Martin Luther King, Jr. Pasión pastoral, vocación profética

Por. Carmelo Valencia, EEUU.
Este 15 de enero recordamos el natalicio de este pastor-profeta, que ya ha cobrado estatura universal por su compromiso y martirio. No olvidemos que el 4 de abril de 1968 fue vilmente asesinado, allá en Memphis. Se cumplen 50 años en esa fecha.
Al acercarnos, una vez más, a esta figura que convoca siempre al auto-examen y la búsqueda, quisiera enfocar en dos dimensiones que conjugan y definen el perfil y el ministerio de este afro-americano siempre vigente. Por un está lado su pasión pastoral y por el otro su vocación profética. Su ministerio de compasión amorosa encarna esos perfiles que lo definen como siervo de Dios.
Quisiera destacar estos perfiles ministeriales de Martin Luther King, Jr., reflexionando sobre dos lecturas recientes que rescatan esas dimensiones mencionadas, y reiteran la radicalidad del compromiso de Martin Luther King, Jr. por la justicia y su lucha existencial por ser consecuente en la ruta hacia su entrega total por la liberación plena de su pueblo afro-americano.
En el libro Stride Toward Freedom. The Montgomery Story (Boston: Beacon Press, 2010, 1-10), hay un capítulo en que abre la mente y el corazón de este pastor-profeta, con una transparencia y autenticidad admirable. El capítulo lo titula: Return to the South (Regreso al Sur). Relata que ha recibido la invitación para ser pastor en la Iglesia Bautista de la Avenida Dexter en Montgomery, Alabama. En el corazón mismo del sur racista y segregacionista. Por años Montgomery se consideraba la Cuna de la Confederación.
Otras invitaciones a pastorados en Massachussets y Nueva York también habían surgido. Había llegado el momento de considerar seriamente el llamado de la Iglesia Bautista en Dexter, Montgomery. Con mucha ansiedad y determinación predicó el “sermón de prueba”. Finalmente fue llamado en una elección congregacional por unanimidad. Entonces, surgía con fuerza el gran dilema de aceptar un pastorado en el Sur, con toda su turbulencia y conflicto, o irse a una cátedra de teología de uno de los seminarios prestigiosos que lo consideraban seriamente. En consulta con su esposa Coretta y con el resto de la familia extendida, optaron por los sacrificios y luchas que habría que enfrentar en el Sur. En septiembre de 1964 se movieron a Montgomery, Alabama. Los retos y desafíos de aquí en adelante lo llevaron a Martin Luther King, Jr. y su familia los en volvieron en un ministerio pastoral-profético que no pudieron eludir más. El resto lo conocemos bien.
El otro libro que he leído con suma atención es una antología de artículos editados, con una sólida introducción, por el amigo y hermano, Dr. Cornel WestThe Radical King. (Boston: Beacon Press, 2015). La división en cuatro partes, traza una trayectoria que presenta los ángulos más proféticos de Martin Luther King, Jr., su visión revolucionaria, resaltando su identificación con los pobres, su oposición a la guerra de Vietnam y su lucha contra un imperialismo global creciente.
Mi lectura de estos textos confirma ese perfil profético de Martin Luther King, Jr. que muchas veces ha querido ser domesticado o silenciado, incluso resaltando su postura no violenta, con un pacifismo inofensivo que nunca fue la postura de éste valeroso y militante promotor de la justicia del Reinado de Dios. Martin Luther King, Jr. fue un constructor de paz con una ética radical en su propia entrega martirial. Su vida y sacrificio confirman su tesitura espiritual y su predicación pastoral-profética nos muestran el perfil de un cristiano auténtico y cabal.
Quisiera resumir lo que he intentado plantear aquí con tres perspectivas que nos ayuden a comprender la trascendencia, importancia y vigencia de Martin Luther King Jr. en los conflictos y luchas que estamos enfrentando en Estados Unidos y en todo el mundo.
En primer lugar, la pasión pastoral y la vocación profética son dimensiones que se complementan. Su expresión más certera y pertinente es el ministerio del acompañamiento y el compromiso. Jamás una pastoral descomprometida, nunca una función profética sin promoción de la justicia y la paz.
En segundo lugar, es de vital importancia reconocer y entender que lo profético va de la mano con lo martirial. Es decir, somos testigos de un evangelio que se encarna y puede reclamar la entrega de nuestra propia vida.
En tercer lugar, como nos recuerda Abraham J. Heschel en su monumental y valiosa obra, The Prophets. (New York: HarperCollins, 2001, 5-6), el profeta es una persona que recibe una carga pesada de Dios. “La profecía es la voz que Dios ha prestado a la agonía silente”. Entonces, nos añade, Abraham J. Herschel: “Dios rige el mundo con justicia y compasión, o amor. Estos dos caminos no son divergentes, más bien complementarios, porque, es por la compasión que la justicia es administrada”. (280).
En su última predicación desde el Templo C.H. Mason, Iglesia de Dios en Cristo, Memphis, Tennessee, Martin Luther King, Jr. lo expresa con certeza: “Yo veo la tierra prometida”. Les comunica que como pueblo ellos poseerán la tierra prometida. El probablemente no llegue allí. Y con voz convincente (hay video) resume su ministerio: “Mis ojos han visto la gloria de la llegada del Señor”. (Salmo 121). Ha cumplido su misión.
¡Que este pastor-profeta nos siga alentando y animando en esta caminada hacia la plenitud del reinado de Dios y su justicia!


Fuente: Lupaprotestante, 2018

domingo, 10 de enero de 2016

Líder y pastor



El líder, con el tiempo, se infla de orgullo. El pastor es consciente de la importancia de su congregación y cada día se entrega más a los suyos.
Por. Isabel Pavón, España
Últimamente hermanos y hermanas en la fe se cuestionan estos dos conceptos. Yo también.
El entendimiento de lo que significa ser líder es diferente al de pastor. El concepto final de un líder es la de ser admirado por su obra. El pastor admira a su rebaño.
El líder, con el tiempo, se infla de orgullo. El pastor es consciente de la importancia de su congregación y cada día se entrega más a los suyos.
El líder exige obediencia y se enfada cuando no la recibe. El pastor recapacita, piensa si sus decisiones estarán equivocadas y obedece las necesidades de los que el Señor ha puesto en sus manos.
El líder encamina a la gente hacia la meta que él propone. El pastor busca lo mejor para el rebaño, no sus propias ilusiones.
El líder no consulta, hace como que consulta a la iglesia pero sin pensamiento de cambiar de opinión. El pastor se deja aconsejar por las necesidades de su congregación, consulta con intención de satisfacer necesidades.
El líder exige honra. El pastor honra a los que tiene a su cuidado.
El líder ve la iglesia como una empresa. El pastor como una congregación de personas iguales.
El líder no se duele con el sufrimiento de la congregación. Por lo general no fue usado por el Señor para la conversión de estas personas y por eso no se entristece cuando le abandonan, más bien sienten rabia cuando le desprecian por su mala actuación. Ni le importa el sufrimiento de las personas ni el motivo que lo causa. Simplemente persigue sus propios objetivos. El pastor se duele y sufre con los suyos.
Para el líder la congregación siempre es menor de edad, por otro lado, no le interesa que maduren pues teme perder su dominio. La obra del pastor hace que los miembros crezcan y se desarrollen sin temor alguno pues está tranquilo de que la obra no es suya sino del Señor.
Suelo comparar al líder con este fragmento del capítulo 34 del libro de Ezequiel. En aquella época no existía la palabra líder pero sí el concepto del mal pastor:

El Señor se dirigió a mí y me dijo: “Tú, hombre, habla en mi nombre contra los pastores de Israel. Diles: ‘Esto dice el Señor: ¡Ay de los pastores de Israel, que se cuidan a sí mismos! Lo que deben cuidar los pastores es el rebaño.  Vosotros os bebéis la leche, os hacéis vestidos con la lana y matáis las ovejas más gordas, pero no cuidáis el rebaño.  No ayudáis a las ovejas débiles, ni curáis a las enfermas, ni vendáis a las que tienen una pata rota, ni hacéis volver a las que se extravían, ni buscáis a las que se pierden, sino que las tratáis con dureza y crueldad.  Mis ovejas se quedaron sin pastor, se dispersaron y las fieras salvajes se las comieron.  Se dispersaron por todos los montes y cerros altos, se extraviaron por toda la tierra y no hubo nadie que se preocupara por ellas y fuera a buscarlas.
‘Así que, pastores, escuchad bien mis palabras.  Yo, el Señor, lo juro por mi vida: Fieras salvajes de todas clases han robado y devorado a mis ovejas, que no tienen pastor. Mis pastores no van en busca de las ovejas. Los pastores cuidan de sí mismos, pero no de mi rebaño.  Por eso, pastores, escuchad las palabras  que yo, el Señor, os dirijo: Pastores, yo me declaro vuestro enemigo y os voy a reclamar mi rebaño; voy a quitaros el encargo de cuidarlo, para que no os sigáis cuidando a vosotros mismos; rescataré a mis ovejas, para que no os las sigáis comiendo.’

El pastor verdadero, tiende por naturaleza y por la unción que ha recibido a cumplir y hacer realidad los deseos de parecerse al modo de obrar del Señor y vivir según su voluntad sin sacar beneficio propio. Lo tenemos en este otro párrafo del mismo capítulo de Ezequiel:

Yo, el Señor, digo: Yo mismo me encargaré del cuidado de mi rebaño.  Como el pastor que se preocupa por sus ovejas cuando están dispersas, así me preocuparé yo de mis ovejas; las rescataré de los lugares por donde se dispersaron un día oscuro y de tormenta. Las sacaré de los países extranjeros, las reuniré y las llevaré a su propia tierra. Las llevaré a comer a los montes de Israel, y por los arroyos y por todos los lugares habitados del país. Las apacentaré en los mejores pastos, en los pastizales de las altas montañas de Israel. Allí podrán descansar y comer los pastos más ricos. Yo mismo seré el pastor de mis ovejas; yo mismo las llevaré a descansar. Yo, el Señor, lo afirmo. Buscaré a las ovejas perdidas, traeré a las extraviadas, vendaré a las que tengan alguna pata rota, ayudaré a las débiles y cuidaré a las gordas y fuertes. Yo las cuidaré como es debido.
“Yo, el Señor digo: Escuchad, ovejas mías: Voy a hacer justicia entre los corderos y los cabritos. ¿No os basta con comeros los mejores pastos, sino que tenéis que pisotear el que queda? Bebéis el agua clara y enturbiáis el resto con las patas. Y mis ovejas tienen que comer los pastos que vosotras habéis pisoteado y beber el agua que habéis enturbiado. Por eso yo, el Señor, os digo: Voy a hacer justicia entre las ovejas gordas y las flacas. Habéis alejado a empujones a las débiles, las habéis atacado a cornadas y las habéis hecho huir. Pero yo salvaré a mis ovejas. No dejaré que las sigan robando. Haré justicia entre las ovejas.  Haré que vuelva mi siervo David y lo pondré como único pastor, y él las cuidará. Él será su pastor. Yo, el Señor, seré su Dios, y mi siervo David será su jefe. Yo, el Señor, he hablado. Voy a hacer un pacto con ellas, para asegurarles una vida sosegada. Haré desaparecer las fieras del país, para que mis ovejas puedan vivir tranquilas en campo abierto y puedan dormir en los bosques.
“Yo pondré a mis ovejas alrededor de mi monte santo y las bendeciré; les enviaré lluvias de bendición en el tiempo oportuno. Los árboles del campo darán su fruto, la tierra dará sus cosechas y ellas vivirán tranquilas en su propia tierra. Cuando yo libere a mi pueblo de quienes lo han esclavizado, entonces reconocerán que yo soy el Señor. Los pueblos extranjeros no volverán a apoderarse de ellos ni las fieras volverán a devorarlos. Vivirán tranquilos, sin que nadie los asuste. Les daré sembrados fértiles, y no volverán a padecer hambre ni las demás naciones volverán a burlarse de ellos. Entonces reconocerán que yo, el Señor su Dios, estoy con ellos, y que Israel es mi pueblo. Yo, el Señor, lo afirmo. Vosotros sois mis ovejas, las ovejas de mi prado. Yo soy vuestro Dios. Yo, el Señor, lo afirmo.”

El salmo 23 es un hermoso ejemplo a imitar para quien dice que siente la llamada y quiera asemejarse al Señor en el cumplimiento de estas funciones.

El Señor es mi pastor; nada me falta. Me hace descansar en verdes pastos, me guía a arroyos de tranquilas aguas, me da nuevas fuerzas y me lleva por caminos rectos haciendo honor a su nombre.  Aunque pase por el más oscuro de los valles, no temeré peligro alguno, porque tú, Señor, estás conmigo; tu vara y tu cayado me inspiran confianza. Me has preparado un banquete ante los ojos de mis enemigos; has vertido perfume sobre mi cabeza y has llenado mi copa a rebosar. Tu bondad y tu amor me acompañan a lo largo de mis días, y en tu casa, oh Señor, por siempre viviré.

En la actualidad existen muchos cursos, charlas, talleres, seminarios y mucha gente interesada en preparar líderes, en engordar el orgullo y el despotismo de personas que siempre han deseado gobernar sobre otras con el fin de dominarlas. Muchos que no tienen funciones de mando en la sociedad buscan dentro de las iglesias ejercer este tipo de cargos y lo consiguen. La preparación para el liderazgo inunda la publicidad dentro de las redes sociales cristianas y pronto, de seguir así, habrá muchos más líderes que gente a la que someter.
Si a usted le interesa este tema puede comparar estos dos conceptos de líder y pastor en el ambiente en el que se mueve y examinar a quien tiene dirigiendo su iglesia. Hay líderes que disfrazan su ocupación poniéndose otros nombres más discretos, pero se les reconoce a leguas.

Fuente: Protestantedigital, 2016.

sábado, 12 de diciembre de 2015

La autoridad de la Iglesia



Por Máximo García Ruiz, España
En el pórtico del 500 aniversario de la Reforma.
Lutero, y con él la Reforma del siglo XVI (1517), llegaron a la conclusión de que la única fuente de autoridad para la Iglesia cristiana era la Biblia, si bien Lutero se la cuestionaba a alguno de sus libros. La autoridad de la Biblia frente a la “cautividad babilónica” de la Iglesia, que supone volver a la tradición eclesiástica; a los orígenes cristianos, frente a formularios litúrgicos y dogmas conciliares que, según Lutero, se alejaban del espíritu de las Sagradas Escrituras. En resumen, Biblia vs. Tradición.
Desde ese convencimiento, la Reforma llega a formular la siguiente trilogía: Sola Fe, Sola Grattia, Sola Scriptura, una fórmula convertida en el lema y estandarte de las iglesias reformadas. Unos años después se celebra el Concilio de Trento (1545-1563), un concilio de reacción ante la Reforma, convocado por la Iglesia de Roma exclusivamente, no ecuménico por lo tanto, en el que los asistentes se ocupan de estructurar, tanto teológica como institucionalmente,  la Iglesia católico-romana y se establece, como fuentes de autoridad: la Tradición, el Magisterio y la Biblia, en ese orden de relevancia, al margen de cómo aparezcan transcritos en los documentos conciliares, un orden de prelación que se mantiene, al menos hasta la celebración en la década de los 60 del siglo XX del Concilio Vaticano II, en el que se recupera en parte la relevancia de la Biblia.
Cual sea la fuente de autoridad de la Iglesia no es un tema menor, ya que eso puede determinar y determina la preeminencia que se atribuya a cada una de esas fuentes y, en su caso, la consistencia y el valor de las decisiones adoptadas. En cualquiera de los casos, sea por parte de la tradición católico-romana como de la protestante y también de las iglesias ortodoxas, el referente final para los cristianos es el Fundador, Jesús de Nazaret, a cuyas palabras y mandamientos se recurre como definitiva autoridad.
A partir de ese axioma, acudimos directamente en busca de aquellas palabras de Jesús que puedan servirnos de referencia para fundamentar el tema que nos ocupa. Jesús se apoya con frecuencia en la Ley y en lo que habían dicho los profetas, con lo que vincula su magisterio a las tradiciones y enseñanzas judías, si bien no lo hace de forma literal, sino mediante una relectura de los textos considerados sagrados por los judíos e incluso señalando alternativas: “Oísteis que fue dicho”, “…más yo os digo”.
Por su parte Lucas nos introduce en esa época que media entre la resurrección y la ascensión, un período de cuarenta días de aliento, de afirmación de la fe y de repaso de la misión de la Iglesia naciente, en el que Jesús resucitado marca algunas pautas a seguir.
El problema que se les presenta a los discípulos estaba vinculado a sus propias limitaciones para afrontar la misión que se les encomienda, ya que a esas alturas no han terminado de entender y asimilar su alcance.  Y es entonces, ya como cierre de esa etapa intermedia, cuando Jesús les hace un anuncio que implica una promesa: “Yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros”; una promesa que aún no les queda suficientemente clara, por lo que Jesús añade: “quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto” (Luc. 24: 49).
El libro de los Hechos es mucho más explícito. Allí se habla del Espíritu Santo, que se hace presente el día de Pentecostés, como aquél que no sólo acompaña sino que afirma y apuntala los mandamientos (cfr. Hech. 1: 2) y, a través del cual, recibirían el poder necesario para encauzar debidamente su misión al frente de la Iglesia (cfr. Hechos 1:8). De esta escena se desprenden algunas afirmaciones y algunas omisiones significativas
  1. Si bien es cierto que Jesús utiliza las Escrituras (Torá, Profetas y Escritos, equivalente a nuestro Antiguo Testamento), que es el referente de autoridad que tienen los judíos, no es menos cierto que Jesús no las encumbra como fuente de autoridad indiscutible e irremplazable para la Iglesia naciente, sin menoscabo de que, en su conjunto, son una fuente de autoridad para los judíos. Por extensión, y dada la procedencia de las primeras comunidades, también los cristianos darían al Antiguo Testamento el mismo reconocimiento de Sagradas Escrituras.
  2. Jesús no establece ningún mandato acerca de crear unas nuevas Escrituras en el ámbito de su propia vida y mensajes (p. e., Nuevo Testamento).
  3. Jesús confía la dirección de la Iglesia a la presencia del Espíritu Santo (pneuma= viento=espíritu) que, por otra parte, igual que el viento, sopla de donde quiere y cuando quiere (cfr. Juan 3:8), resulta difícil de controlar desde un plano humano.
  4. Desde sus inicios la Iglesia muestra que su referente de autoridad es la propia asamblea de creyentes bajo la dirección del Espíritu Santo, como se evidencia en el llamado Concilio de Jerusalén: “Entonces pareció bien a los apóstoles, y a los ancianos, con toda la iglesia…”: magisterio de los apóstoles, compromiso de los líderes (ancianos) y consenso entre la comunidad de creyentes (Hechos 15: 22). Una referencia que quedaría incompleta si no acudimos al versículo 28, donde se completa el núcleo central del acuerdo, es decir, la fuente de autoridad: “…Ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros…”. En otras palabras, la autoridad está en el conjunto de la comunidad de creyentes bajo la dirección del Espíritu Santo que se ocupa de guiar a su Iglesia.
Una mirada global al desarrollo del cristianismo primitivo nos indica que durante los tres primeros siglos la Iglesia se mueve en dependencia directa del magisterio de los apóstoles o, más tarde, de sus discípulos inmediatos, si bien afirmando que están bajo la dirección del Espíritu Santo. No existe hasta entonces una estructura organizativa ni un “libro de “instrucciones” al que recurrir; si bien es cierto que a partir de la década de los 60 del primer siglo comienzan a circular las cartas paulinas, los evangelios y otras epístolas; escritos dirigidos a colectivos concretos, a personajes determinados o a alguna iglesia local en particular, como consecuencia de determinados problemas surgidos en su seno. Esos escritos fueron recibidos e intercambiados entre las iglesias como escritos de ayuda al desarrollo de las congregaciones, pero sin conferirles inicialmente una autoridad trascendente, semejante a los oráculos divinos.
Las iglesias mantienen el convencimiento de que es el Espíritu Santo el que las guía y ayuda a encauzar sus proyectos y a resolver sus problemas, hasta el punto de que lo más terrible que puede ocurrirles es incurrir en la blasfemia contra el Espíritu Santo (cfr. Mar. 3:22-30). Y ¿en qué consiste ese pecado? Jesús mismo se atribuye que sus milagros son llevados a cabo por el Espíritu de Dios, y decir que estaba actuando por confabular con el príncipe de los demonios se interpreta como una blasfemia contra el Espíritu Santo. Una aclaración teológica ésta que ofrece Marcos, de la que se hace eco Mateo pero que ignora Lucas en el pasaje paralelo a éste y al que el cuarto evangelio no hace referencia, que no resulta fácil armonizar con el resto de declaraciones, de los dichos y enseñanzas de Jesús, de los que se desprende que cualquier pecado puede ser perdonado.
El cristianismo se extiende rápidamente por todo el imperio, formándose comunidades de creyentes en la gran mayoría de las provincias romanas, hasta el punto de que su penetración en las estructuras sociales llega a ser tan prominente que terminaría desplazando al resto de religiones para convertirse, finalmente, en la religión favorecida y reconocida en exclusividad por el Estado. Hasta entonces, todo apunta a que, aún en medio de serios problemas teológicos que darían paso a confrontaciones y al surgimiento de herejías a las que fue preciso hacer frente, la  Iglesia cristiana estuvo convencida de que el Espíritu Santo era el que actuaba para guiarla y garantizar su misión, siendo por ello la principal fuente de autoridad a la que recurrir, bien es cierto que expuestos en todo momento a tener que hacer frente a diferentes interpretaciones y al surgimiento progresivo de una estructura jerárquica a través de los obispos y, posteriormente, los patriarcas, como veremos más adelante.
Por otra parte, en la medida en la que la mayoría de integrantes de la Iglesia fue surgiendo del mundo gentil y la cultura del imperio fue asumida por el cristianismo, la influencia y recursos de autoridad del Antiguo Testamento, tan evidente en la ´época apostólica y la primera fase de constitución de la Iglesia, fue decreciendo. Las iglesias acudían para su formación y desarrollo a “los dichos” de Jesús y a la enseñanza de los apóstoles, transmitida en los evangelios y escritos que, algunos de ellos, aunque no todos, terminarían formando el Nuevo Testamento, sin que existiera, hasta mucho tiempo después, un consenso asumido formalmente por las iglesias, ni un canon que determinara  que esos escritos fueran considerados como Escrituras Sagradas en el nivel que los judíos habían conferido a la Tanaj (Antiguo Testamento), especialmente a la Torá. Este rango sería adquirido progresivamente, conforme la Iglesia se iba institucionalizando, produciéndose el hecho curioso de que ninguno de los grandes concilios ecuménicos se ocupó de sancionar dicho Canon, y no sería hasta el siglo XVI en el Concilio de Trento, al que ya hemos hecho referencia anteriormente, cuando se declarara como libros que integraban el Nuevo Testamento los 27 que hoy en día figuran en la Biblia.
En cualquier caso, es preciso señalar, en lo que a los referentes de autoridad organizativa se refiere, que ya superado el primer siglo, se detecta un cambio de contenido en los términos que se utilizan para designar a los líderes de las iglesias que tiene que ver directamente con el cambio de paradigma de la autoridad reconocida. En las epístolas paulinas y en el resto de escritos neotestamentarios los términos pastor, anciano y obispo se muestran como sinónimos de uso indistinto, para designar a quienes han sido colocados al frente de las congregaciones de creyentes; su función es ser guías espirituales, sin que esos vocablos encierren un contenido sacerdotal, al estilo de los funcionarios del templo judío o de los dirigentes de otras religiones contemporáneas. Sin embargo, en la fase de asentamiento de las iglesias, el término obispo alcanza un creciente sentido de jerarquía, transformando su significado etimológico de guardián, protector, explorador, para referirse a un cargo eclesiástico de rango superior que ejerce su autoridad sobre un distrito que con el paso del tiempo terminaría siendo conocido como diócesis. A su vez, los términos pastor y anciano terminarán identificándose como sacerdote, homologando sus funciones a las de otras manifestaciones religiosas cuya influencia se va dejando sentir progresivamente entre los cristianos.
En ese proceso de expansión de las iglesias y, con ello, de sus diócesis, debido al crecimiento exponencial que experimenta la difusión del cristianismo, las estructuras se quedan muy pronto pequeñas y surge la figura del patriarca como dirigente de un conjunto de diócesis que forman un Patriarcado o iglesia autocéfala, copiando en buena medida el modelo de autogobiernos provinciales que Roma había creado para su imperio. Surgen así los cinco grandes patriarcados: Antioquía, Alejandría, Roma, Constantinopla y Jerusalén, dando paso a un estilo de iglesia radicalmente diferente al que observamos en la época anterior.
La Iglesia primitiva pasa en el siglo IV de estar perseguida a gozar de la protección del Estado; de haber sido hasta fecha reciente la suma de comunidades más o menos dispersas, escasamente estructuradas, a convertirse en una institución importante del imperio bajo la protección del emperador. Surge la Iglesia conciliar, siguiendo el modelo de la propia estructura del Imperio romano. Las discrepancias teológicas fruto de diferentes interpretaciones en torno a la dirección del Espíritu Santo, se han convertido en esa época en serias confrontaciones doctrinales y se requiere definir y acatar un modelo de autoridad conjunta al que recurrir en esos casos, dando paso a los concilios ecuménicos, sobre los que siempre sobrevuela la sombra del emperador como valedor de sus decisiones. En los concilios se debaten los problemas doctrinales surgidos y se adoptan las decisiones que han de convertirse en norma de conducta; posteriormente estos acuerdos, que no siempre y no por todas las iglesias fueron respetados, serían conocidos como dogmas de fe. La Iglesia conciliar es, a partir de entonces, una iglesia jerarquizada, pero sigue siendo plural, bajo los cinco patriarcas autónomos mencionados anteriormente.
Este modelo de autoridad es el que prevalece formalmente, al margen  y por encima de la evolución o involución que la Iglesia va experimentando, hasta llegar al cisma de Oriente y Occidente (1054), que daría lugar a la formación de dos bloques de iglesias irreconciliables; las iglesias de Oriente mantienen una tradición de iglesias autónomas que se relacionan entre si y Occidente , es decir, Roma,   se arroga la primacía sobre todas las iglesias surgidas fuera del ámbito oriental, incluidas las procedentes de los llamados pueblos bárbaros convertidos al cristianos y, posteriormente, las nacidas en el Nuevo Mundo. Ahora bien, no obstante la progresiva preponderancia que va adquiriendo el obispo de Roma en la Iglesia occidental, convertido a la vez en señor feudal, prevalece el sentido de que la autoridad suprema está en los concilios, si bien cada vez más subordinados a los dictados de Roma. Se celebran de esa forma, a partir de los siete primeros denominados con pleno derecho ecuménicos, los concilios de Letrán, de Lyón, de Viena, de Constanza, de Basilea-Ferrara-Florencia y, como cierre de ese largo período, el de Trento que, aunque sean denominados “ecuménicos” por Roma, ninguno de ellos alcanza ese rango, ya que se celebran en el ámbito cerrado y exclusivo del catolicismo romano.
Trento, como ya hemos indicado, es un concilio de reacción ante el auge de la Reforma, y se encarga de estructurar la Iglesia católica y definir los dogmas que han de ser tenidos en cuenta como referente de autoridad: Tradición, Magisterio y Biblia. El Concilio aún mantuvo un cierto nivel de autoridad, hasta que unos siglos después, en 1869, un nuevo concilio, el Vaticano I, modifica esa especie de statu quo, y coloca al papa por encima del concilio, confiriéndole la facultad de que sus definiciones, y no otras, tengan el carácter de infalibles, lo cual producirá nuevos cismas en el catolicismo romano. Se cierra de esta forma para la Iglesia católica la época conciliar y se abre una nueva de monarquía absoluta, apoyada en una oligarquía reducida, la Curia romana que, en la práctica, y con no poca frecuencia, mantiene secuestrada la voluntad del papa, cuando se sale de los cauces preestablecidos.
Las iglesias surgidas de la Reforma recuperan el sentido plural de la cristiandad primitiva, abriendo un amplio abanico de expresiones eclesiales, desde las que se identifican en buena medida con el tradicionalismo medieval, como es el caso de la Iglesia anglicana, hasta las más radicales surgidas del movimiento anabautista (bautistas, hermanos y, posteriormente, pentecostales, entre otras), pasando por las iglesias propiamente luteranas y reformadas, vinculadas con la Reforma Magisterial, que surgen bajo el liderazgo de Lutero, Zwinglio y Calvino, con énfasis teológicos y estructuras organizativas diferenciados entre sí
En cuanto a la Iglesia de Roma se refiere, el intento de restauración del Vaticano II, devino en un fracaso a los efectos de reinstaurar la autoridad conciliar. Y, en lo concerniente a la Reforma, reprobó tanto los Concilios como la Tradición.
En resumen, observamos cómo ha ido evolucionando y adaptándose el concepto de autoridad en la Iglesia cristiana a lo largo de los veinte siglos transcurridos desde sus inicios, si bien es cierto que prevalecen, al menos en el plano teórico, los dos puntales básicos: 1) el Señor de la Iglesia es Jesucristo y, por ende, su Palabra es fuente de autoridad, con los matices diferenciadores que el catolicismo incorpora del papel que comparte con la Tradición y el Magisterio; y 2) Dios actúa en la historia y guía a su Iglesia por medio del Espíritu Santo. En lo que ya no existe un acuerdo unánime, es en determinar en qué consiste exactamente la Palabra de Dios, definición condicionada a una lectura literal de la Biblia o a la que hacen quienes recurren al método histórico-critico a la hora de interpretar de forma unánime las indicaciones del Espíritu Santo, ya que en temas idénticos pueden adoptarse acuerdos dispares.
En la práctica, los referentes de autoridad, o la forma cómo es reconocida la dirección del Espíritu Santo y la autoridad de la Biblia, oscilan entre estructuras piramidales fuertemente jerarquizadas, como ocurre en la Iglesia católica; sínodos o asambleas representativas del clero y de los fieles; el sometimiento a grupos oligárquicos o presbiterios locales; o bien asambleas locales de cada comunidad de creyentes, que asumen la autoridad siguiendo el voto de las mayorías.

Fuente: Lupaprotestante, 2015.

jueves, 6 de marzo de 2014

¿Es bíblico tener apóstoles hoy?

Por. Juan Stam, Costa Rica*
Para enfocar este tema, es necesario primero analizar los diferentes usos de la palabra griega apostolos. El término se deriva del verbo apostellô, que significa simplemente “enviar”. Por eso, (1) el sentido más general de apostolos, como en Juan 13:16, es cualquier persona enviada en cualquier misión (recadero, mandadero). Un aspecto más específico de este sentido (2) ocurre en 2 Cor 8:23 y Fil 2:25 cuando mencionan “los mensajeros de las iglesias” (apostoloi ekklêsiôn), como delegados comisionados por las congregaciones para alguna tarea. En tercer lugar (3), la palabra significa “misionero”, que es el equivalente en latín (del verbo mitto, misi, “enviar”). En este sentido Jesucristo es el “misionero” enviado por Dios (Heb 3:1). Como veremos más adelante, Cristo no era “apóstol” en el mismo sentido que los doce, sino como “enviado” y “misionero” del Padre y prototipo de la misión de la iglesia (Jn 20:21; Mr. 9:37; Mt 10:40; Jn 13.20: Jesús es el Enviado del Padre).  El cuarto sentido (4) es lo que generalmente entendemos por “los apóstoles”, como Pedro, Pablo y los demás. En ese aspecto, el término podría significar un título, de una primacía en cierto sentido jerárquica.[1]
Dados estos diversos sentidos de la palabra “apóstol”, es necesario en cada texto bíblico determinar cuál de ellos se está empleando. Serios problemas resultan cuando se confunde un sentido con otro. Los “apóstoles” de hoy toman pasajes donde el término significa “misionero” pero los aplican en el otro sentido y quieren atribuirse los títulos y autoridades de los doce y de Pablo. La iglesia católica hace algo parecido con su ” sucesión apostólica” a través de los siglos. Según el Nuevo Testamento, los apóstoles no tienen sucesores.
El trasfondo judío: El apostolado del Nuevo Testamento se basó en una práctica judía de designar un emisario, llamado ShaLiaJ, con plenos poderes para representar a quien lo había enviado (Esd 7:14; Dn 5:24; cf 2 Cron 17:7-9).  El ShaLiaJ era una especie de plenipotenciario ad hoc.  Eran comunes las fórmulas legales como “el que te recibe a ti me recibe a mí”, “lo que ustedes atan en mi nombre lo he atado yo” y muchos otros parecidos, que aparecen también en el Nuevo Testamento (Mr 9:37; Mt 16:19; Lc 10:16; Jn 13:20; 20:23). La comisión del ShaLiaJ era para una tarea específica y no era transferible a otras personas.
El paradigma definitivo, Hechos 1: Después de suicidarse Judas, los discípulos sentían la necesidad de completar el número doce, como paralelo con las doce tribus de Israel.  Con ese fin, guiados por el Espíritu Santo, definieron los requisitos indispensables para incorporarse en el apostolado. La elección se limitó a “hombres que han estado juntos con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús entraba y salía entre nosotros, comenzando desde el bautismo de Juan hasta el día en que entre nosotros fue recibido arriba” para que “uno sea hecho testigo con nosotros, de su resurrección” (Hech 1:21). Además, la selección fue hecha por Cristo mismo (1:24; cf. 1:2). Veremos en seguida que todas estas mismas condiciones se aplican al caso de Pablo.
Ese texto, y otros, muestran que para ser apóstol en el mismo sentido que los doce y Pablo, era requisito indispensable haber sido testigo ocular y presencial del ministerio de Jesús (Hechos 1:21-22; cf. 1 Jn 1:1-4) y de su resurrección (Hch 10:40-42; 1Co 15).  Por supuesto, tal cosa sería imposible después de morir los contemporáneos de Jesús. La iglesia ahora es “apostólica” cuando es fiel al testimonio de ellos, que tenemos en el Nuevo Testamento, y cumple así su “apostolado” misionero. Sobre el fundamento de ellos Cristo sigue construyendo la iglesia (Efes 2:20).
Es importante reconocer que esta sustitución de Judas por Matías es el único reemplazo de un apóstol, precisamente para completar el número de doce. Matías no era sucesor de Judas sino su reemplazo.  Después, al morir los doce y Pablo, ni el Nuevo Testamento ni la historia de la iglesia narra la elección de ningún otro sucesor de alguno de ellos. Al morir el apóstol Jacobo, nadie le sucedió o reemplazó (Hech 12:2).  El grupo quedó cerrado, como es evidente en Apocalipsis 21:14.  Obviamente, en esas puertas de la Nueva Jerusalén no aparecerá el nombre de ninguno de nuestros apóstoles de hoy.
Toda esta evidencia bíblica deja muy claro que para ser apóstol, el candidato tenía que ser alguien del primer siglo. Nadie después del primer siglo podría haber sido testigo presencial del ministerio de Jesús y de su resurrección. Ese requisito descalifica de antemano a todos los “apóstoles” de  nuestros tiempos modernos.
El apóstol Pablo: El apostolado de Pablo fue severamente cuestionado, precisamente porque él no había sido uno de los discípulos, como requiere Hechos 1, aunque sí era contemporáneo de Jesús y sin duda testigo de su ministerio.[2]  Repetidas veces Pablo tiene que defender su llamado de apóstol, pero lo significativo es que lo defiende en los mismos términos básicos de Hechos 1: él también había visto al Resucitado (1 Cor 9:1; 1Cor 15), fue nombrado apóstol no por hombres sino por el mismo Cristo (Gal 1:1,15-17,19; cf. 1 Tim 1:1; 2:7), y él, igual que los doce, había realizado las señales de apóstol y la predicación del evangelio (2 Cor 12:12; cf. Rom 15:18-19).  En 1 Corintios 9:1-6 Pablo se defiende contra los que negaban que él era apóstol: “¿No soy apóstol? ¿No soy libre? ¿No he visto a Jesús el Señor nuestro? ¿No sois vosotros mi obra en el Señor? Si para otros no soy apóstol, para vosotros ciertamente lo soy; porque el sello de mi apostolado sois vosotros en el Señor.”
A continuación, Pablo responde a los que le acusan, afirmando que él tiene los mismos derechos de todos los apóstoles (9:3-6; cf. 2 Cor 11:5,13; 12:11s).
En este contexto, 1 Corintios 15 es especialmente importante. En este pasaje Pablo afirma vigorosamente la fe en la resurrección (15:1-8, 12-58) pero también, menos conspicuamente, defiende su propio apostolado (15:8-11). Después de definir el evangelio como la muerte, sepultura y resurrección de Cristo (15:1-4), Pablo enumera una lista de los que podríamos llamar “los testigos autorizados de la resurrección” (15:5-8): Céfas, los doce, más de quinientos hermanos, Jacob, después todos los apóstoles y al final Pablo mismo.  Por eso, de las varias personas que el Nuevo Testamento llama apóstoles, sabemos que tenían que haber sido testigos presenciales de la resurrección.
Está claro que en este pasaje Pablo no está hablando sólo de visiones espirituales, como tuvo él mismo (2 Cor 12) y que tuvieron Esteban (Hech 7) o Juan (Apoc 4-5), que no podrían servir como evidencias de la resurrección corporal de Jesús.  El verbo repetido en estos versículos de 1 Cor 15 es “apareció”, y el sujeto activo es el Resucitado (cf. Gál 1:16). Eran visitaciones del Señor, apariciones por iniciativa de él, para demostrar la realidad de su resurrección. Se trata de revelaciones corporales como las de Cristo durante los cuarenta días, que constituyeron a sus receptores en testigos oculares del hecho. En ese sentido, Pablo reconoce que su propio caso es una anomalía, pues aunque era contemporáneo de Jesús, no había sido discípulo ni había estado presente con los discípulos durante los cuarenta días. Sin embargo, insiste en que su encuentro con Cristo en el camino a Damasco pertenecía a la misma serie de visitaciones especiales.  Por otra parte, Pablo afirma que su encuentro con el Resucitado fue la última de la serie (15:8; cf. 1 Cor 4:9), sin posibilidad de otras. Para mayor énfasis, Pablo afirma que Cristo lo llamó al apostolado no sólo como el último sino “como un abortivo” (Gr. ektrômati), una excepción. Pablo era un apóstol “nacido fuera del tiempo normal”.  No puede haber otros apóstoles después de él.
Otros apóstoles: Este pasaje habla de “todos los apóstoles”, además de los doce y Pablo (1 Cor 15:7), pero todos ellos eran también testigos oculares de la resurrección. En cambio, de líderes que sabemos que no habían participado en esa experiencia, como Apolos y Timoteo, el Nuevo Testamente nunca los llama “apóstol”. No podían ser apóstoles sin haber visto al Resucitado (y no sólo en visión mística). Por eso, de todas las demás personas llamadas “apóstol” podemos estar seguros de que habían sido testigos oculares del Resucitado o si no, eran apostoloi sólo en el sentido de “misioneros” o de “delegados congregacionales”.
Es muy significativo que tanto los doce como Pablo aplican los mismos requisitos básicos para el apostolado: sólo pueden ser apóstoles los que habían visto al Cristo en su cuerpo resucitado y habían sido comisionados personalmente por él para ser testigos de su vida y resurrección.  De estos, el último fue el apóstol Pablo. Los apóstoles cumplieron una función histórica.  Obviamente, nadie que no sea del primer siglo puede ser testigo ocular de lo que nunca presenció.
Efesios 4:11: Frente a estas enseñanzas bíblicas muy claras, el mal llamado “movimiento apostólico” apela, sin interpretación cuidadosa, a unos pocos textos. El versículo principal es Efesios 4:11, tomado fuera de contexto. El pasaje completo es una cita modificada del Salmo 68:18 con introducción y conclusión:
Pero a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo.
Por lo cual dice:
Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad,
y dio dones a los hombres.
Y eso de que subió, ¿qué es, sino que también había descendido primero a las partes más bajas de la tierra?
El que descendió, es el  mismo que también subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo.
Y él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros.
El tema de Efesios 4:7-16 es la unidad de la iglesia con su diversidad de dones, todo orientado hacia el crecimiento del cuerpo (4:13-16). Pablo introduce este tema con una cita del Salmo 68, uno de los salmos más difíciles y con complicados problemas textuales. Pero el tema central de ese salmo está claro: Dios es un poderoso guerrero (68:35) que en diversos momentos ha descendido a la tierra para liberar a su pueblo (68:11-14,20-21) y después de su triunfo, sube al monte Sión (o al cielo) llevando cautivos (68:15-18,24,29,35) y reparte el botín entre su pueblo (68:12,18).  Pablo adapta la cita en varias formas, especialmente cambiando “tomaste dones” (Sal. 68:18) en “dio dones” (Ef 4:8), para aplicar la cita a la ascensión de Cristo y a la venida del Espíritu con sus dones. Al volver al cielo, el Cristo vencedor repartió el botín entre su pueblo. El énfasis cae sobre la ascensión de Cristo y el momento histórico-salvífico en que el Resucitado victorioso envió el Espíritu como botín de su triunfo.
El verbo “constituyó” (4:11, edôken, “dio”) es un pretérito punctiliar, que describe algo que Cristo hizo cuando ascendió, conforme al modelo del Salmo 68. No dice absolutamente nada sobre el futuro, si Cristo seguiría dando apóstoles a la iglesia, hasta su segunda venida, como podrían haber sugerido otros tiempos verbales.  Como comenta I. Howard Marshall en el Comentario Bíblico Eerdmans (p.1389), “Puesto que esta carta vino de una época cuando estaban funcionando apóstoles y profetas, es imposible sacar alguna conclusión desde este pasaje sobre su continuación o no en la iglesia después”.
De otros pasajes, como hemos visto, resulta evidente que el apostolado no puede haber continuado después de morir los últimos testigos presenciales. En cambio, otros textos dejan claro que el don de profecía (y la falsa profecía) continuarían en la iglesia. Al ascender, Cristo dio un don que era de una vez para siempre (apóstoles) y otro que había de seguir hasta su venida (profetas). El llamado apostólico corresponde en eso a su origen en el encargo de ShaLiaJ, que no era transmisible.
Por otra parte, Pablo habla en 2 Cor 11:13 de “falsos profetas (pseudapostoloi), obreros fraudulentos, que se disfrazan como apóstoles de Cristo” (cf. Ap 2:2; Didajé 11:3-6) y, quizá sarcásticamente, de “superapóstoles” (tôn huperlian apostolôn, 2 Cor 11:5; 12:11, NVI).
Conclusión: Dos de los grandes vicios de la iglesia evangélica hoy son la sed de poder, prestigio y riqueza de algunos de nuestros líderes, y entre los fieles el culto, ciego y casi idolátrico, a las personalidades famosas. Hay mucha obsesión con títulos, oficios y el poder lucir y ser importante. Se emplean constantemente las técnicas de publicidad y promoción del mundo secular. Eso es totalmente contrario al espíritu de Jesucristo y del evangelio. Mucho más acertado es el viejo refrán, “al pie de la cruz, todos somos párvulos”.
Hace unos años, en un foro sobre el tema de los apóstoles, alguien intervino para decir, “Antes era suficiente el título de pastor, pero ahora con las enormes megaiglesias, llamarlos pastor les queda muy corto.” ¡Al contrario! Si el título “pastor” les queda corto a ellos, ellos se quedan demasiado cortos para el título de pastor.

[1] Debe mencionarse aquí que en Cuba el término tiene otros matices, dado el papel de José Martí como “el Apóstol” para todos los cubanos. En ese contexto, “apóstol” suele ser una expresión de cariño y respeto pero no de autoridad ni en parangón directa con los doce apóstoles.
[2] Cuando Pablo dice en 2 Cor 5:16 que antes conocía a Cristo según la carne pero ahora no, es obvio que no quiere decir que ignoraba la vida de Jesús. Más bien, está diciendo que antes conocía a Cristo según criterios carnales (kata sarx), pero que ahora como creyente no conoce a nadie según la carne, lo que significa en ambos casos que ya conoce a todos según el Espíritu.

* Juan Stam, Costarricense, Doctor en teología por la Universidad de Basilea, Suiza. Por muchos años fue profesor del Seminario Bíblico Latinoamericano (hoy UBL), de la Universidad Nacional Autónoma de Costa Rica, y de otras instituciones teológicas en San José. Es autor de muchos artículos y varios libros, en especial, el comentario a Apocalipsis de la serie Comentario Bíblico Iberoamericano.

Fuente: Lupaprotestante, 2014.