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lunes, 21 de diciembre de 2015

Errores sobre el mundo que redundan en errores sobre Dios. Los desafíos de la nueva cosmología como tareas para la teología y la espiritualidad



Por. José María VIGIL, Bolivia.
Una famosa frase de Santo Tomás, que él repite varias veces a lo largo de su obra como un principio al que siente la necesidad de recurrir, dice que «un error sobre el mundo redunda en un error sobre Dios»[1]... Es decir, por ejemplo: si pienso que el mundo es eterno, increado, divino, profano... cualquiera de esas afirmaciones que yo haga sobre el mundo afecta por implicación a lo que habré de pensar sobre Dios. Si acertada o erróneamente pienso, por ejemplo, que una realidad de este mundo es voluntad de Dios, en ese pensamiento estoy implicando, de una manera u otra, mi propia imagen de Dios, cuya voluntad estaría yo vinculando a esa realidad.
No tiene que parecernos algo extraño, pues, que en la realidad global, tan compleja como es, todo está implicado, todo hace relación a todo, y no se puede «tocar» algo sin dejar de implicar a otras partes de la realidad, que están vinculadas con aquella, implicando así quizá incluso al conjunto de la realidad. Todas las piezas del mosaico entretejido de la realidad forman parte de y afectan al conjunto. Y por tanto, de una manera u otra, afectan también a Dios, la «dimensión» más profunda de la complejidad de la realidad. Por eso podemos decir con Tomás de Aquino que, a la inversa, cada vez que descubrimos un error en lo que pensábamos sobre el mundo, de alguna manera nos libramos de un error que empañaba la imagen que teníamos de Dios.
La historia de las religiones es pródiga en ejemplos de la implicación de estas dos dimensiones, Dios y mundo. Podríase decir que la historia de las religiones es la historia de un conocimiento humano en continuo crecimiento, y de una religión cuyas afirmaciones sobre Dios van retrocediendo paralelamente a aquel avance de aquel conocimiento humano creciente. En los tiempos ancestrales, el homo sapiens, recién hominizado, hizo lo que pudo. Como sabía muy pocas cosas y todavía no existía la ciencia, confió en su intuición y su imaginación religiosa para «imaginar» todo lo que necesitaba «saber» para poder componer una comprensión inteligible y con sentido de la realidad. Echó mano del comodín «Dios», apelando a sus «arcanos designios», para explicar de un modo satisfactorio lo inexplicable, o incluso lo ininteligible. Con el avance del tiempo los descubrimientos científicos han ido conquistando, una a una, nuevas zonas de la realidad, chocando una y otra vez con aquellas creencias religiosas de la antigua imagen del mundo. Cada error que se descubría, permitía o incluso exigía cambiar algo de la imagen de Dios sobre cuya base se había imaginado y justificado aquella cosmovisión. Santo Tomás lo notó, y lo expresó claramente, a pesar de vivir en una época todavía «pre-científica», el siglo XIII.
Pues bien, en los últimos tres siglos, el avance científico ha sido espectacular, y la antigua cosmovisión religiosa, a base de retroceder y retroceder, ha acabado saltando hecha pedazos. Muchas Iglesias y muchos creyentes han tratado de obviar el problema de una forma un tanto «esquizofrénica»: dividiendo la mente, es decir, poniendo a un lado la vida religiosa, y poniendo al otro los saberes nuevos que sin cesar ha ido aportando la ciencia. En la calle y en la universidad comulgan con la ciencia, sin vacilar; pero en la vida religiosa y espiritual prefieren seguir instalados en las cosmovisiones míticas heredadas, elaboradas hace milenios, salvaguardando así su poder religioso ritual, simbólico, sacramental... Así, cada día, con velocidad acelerada, se agranda el abismo que separa la ciencia y la fe, la cultura y la religión, la cosmovisión ancestral religiosa, doctrinal y moral por una parte, y las convicciones científicas modernas de sus miembros por otra.
Este continuo descubrir «errores sobre el mundo» en las creencias religiosas, por parte de las ciencias, detecta «errores sobre Dios» en la religión, en cualquiera de sus dimensiones: la teología, la espiritualidad, el dogma, la moral, las tradiciones... En este estudio sólo queremos abordar los «errores sobre Dios» (en el sentido amplio de errores religiosos, teológicos, espirituales, morales...) destapados por los avances de la que solemos llamar «nueva cosmología», o también «nuevo paradigma ecológico».
El primero, el geocentrismo
El conflicto con Galileo Galilei fue un conflicto emblemático entre la ciencia y la fe. Galileo, con el telescopio que él perfeccionó, observó un «error sobre el mundo» en la creencia religiosa que era habitual hasta entonces: no estábamos en el centro de la realidad, como afirmaba indubitablemente la religión, sino que era el Sol el que estaba en el centro. Nosotros, sobre la Tierra, estaríamos dando vueltas alrededor del Sol. La Tierra dejaba de ser el centro del cosmos, el centro en torno al cual giraba toda la realidad. El ser humano, la niña de los ojos de Dios, la razón de la creación misma y de la historia, no estaba en el centro del mundo, sino montado sobre una roca errante vagando por el espacio cósmico...
Hoy nos parece casi evidente, pero entonces no pudieron aceptarlo muchos científicos compañeros de Galileo, ni tampoco las Iglesias (el conflicto con su Iglesia Católica fue el más sonado, pero Lutero y otros Reformadores dijeron sobre Galileo iguales o peores cosas que las que dijeron la Inquisición y los jesuitas de su tiempo). Las Iglesias no se oponían propiamente a una verdad meramente científica, sino a un cambio de perspectiva que ponía gravemente en tela de juicio lo que desde siempre se había pensado sobre Dios. Ellos también se oponían –desde su punto de vista– a «un error sobre el mundo, que implicaría un error sobre Dios». Hasta entonces era tenido por evidente que el ser humano era la razón por la que Dios creó el mundo, y que por tanto todo el cosmos giraba en torno a este ser humano, y en torno a su hogar, la Tierra. Decir que ésta no era el centro de la realidad, sino que era un planeta errante[2] en torno a otro centro... venía a decir que los planes de Dios no eran como los pensábamos, o que el ser humano no parecería ser la razón central del cosmos, o que la Palabra de Dios, que hasta entonces había parecido que declaraba paladinamente el geocentrismo en el libro de Josué[3], en los Salmos y hasta en la boca misma de Jesús[4], estaba equivocada. Lo cual, más que un «error sobre Dios», venía a ser un «error del mismo Dios», un error en su Palabra. Aquel «error sobre el mundo» que la ciencia acababa de descubrir, el geocentrismo, evidenciaba un «error acerca de Dios» que las Iglesias, en aquel momento, no estaban en condiciones de reconocer.
La Católica necesitó casi tres siglos para aceptarlo. Los cristianos acabaron pensando que, efectivamente, la Tierra gira alrededor del Sol, y que no es el centro geométrico del sistema solar pero... que sigue siendo el centro en otro sentido: el centro salvífico de la realidad cósmica, porque allí, en ese planeta pequeño y marginal, tuvo lugar el misterio realmente central de todos los tiempos, cuando Jesucristo murió por los seres humanos y salvó a toda la humanidad y al cosmos, a todas las criaturas, que gimen en dolores de parto. Ésa sería una centralidad nueva, reinterpretada, más profunda. Con el tiempo, toda la teología se desprendió de aquellas afirmaciones teóricas y aquellas representaciones plásticas de Dios como creador del ser humano en el centro del mundo, como unos errores sobre Dios que, hasta entonces, habían sido considerados como verdades sobre Dios.
Pues bien, la superación del «error» del geocentrismo puede hacerse sin demasiadas reelaboraciones teológicas y espirituales, pero la superación de otros muchos «errores sobre el mundo» que la ciencia ha ido denunciando uno tras otro, sí exige reinterpretaciones radicales, verdaderas reelaboraciones, desde la raíz, que son lo que llamamos «cambios de paradigma», en el sentido más fuerte de la expresión.
Y a partir de aquí esto es lo que quisiéramos hacer: un elenco de los principales conflictos que el continuo avance de la ciencia (la «nueva cosmología», en sentido amplio) ha provocado al denunciar «errores sobre el mundo». No pretendemos más que evocarlos y plantearlos. No queremos ahora resolverlos, teológicamente hablando. Nos situamos más bien –metodológicamente– fuera de la teología, tomando la palabra como observadores neutrales del conflicto entre la ciencia y la fe. Estos desafíos aquí elencados son, precisamente, nuestra respuesta a la pregunta por las tareas que la teología y la espiritualidad deben acometer en el inmediato futuro.
Otro gran error sobre el mundo: el antropocentrismo
Más difícil que la del geocentrismo iba a ser la superación del antropocentrismo, superación que, en realidad, todavía no se ha dado; apenas se está iniciando. Podemos decir que, desde hace tiempo, éste es un descubrimiento claro de la nueva cosmología: el ser humano (no ya la Tierra) no es el centro del cosmos, como casi todas las religiones han pensado –o como han creído escucharlo en sus respectivas revelaciones divinas–. Eso ha sido –nos dice la nueva cosmología– un «error sobre el mundo». El mundo no es antropocéntrico. Nosotros no somos su centro. Ni ha sido «creado para nosotros». Y esto, la nueva visión cosmológica lo puede desglosar en varias perspectivas, aplicadas, más detalladas:
La nueva cosmología nos dice que no somos, por naturaleza de origen, una realidad totalmente diferente y superior a los demás seres vivos que nos rodean. No tenemos un origen diferente o superior. Somos más bien una rama más del enormemente diverso árbol de la vida. Somos una rama de primates en la que, gracias a un salto cualitativo de la vida, se ha dado una mutación en el «eje de acumulación evolutivo», que ha pasado, de ser genético y físico, a cultural y espiritual. Es un paso más de la evolución de la vida. Hasta ahora hemos cambiado de especie por mutación genética (hardware); ahora mutamos por recreación interna, cultural y/o espiritual (software).
No es verdad que fuimos creados «a imagen y semejanza de Dios», a diferencia de los demás seres vivos, que habrían sido creados sin esa pretensión de ser «hijos de Dios» (algo más que simples creaturas). No fuimos creados aparte, en un «sexto día»; no hubo un tal sexto día, sólo para nosotros. Porque en realidad ni siquiera fuimos creados, un día, y de la nada. Somos una especie que, como todas, proviene de otras, que a su vez provienen de otras más antiguas... que empalman con los primeros seres vivos en esta Tierra, las bacterias, de hace unos 3.500 millones de años. La nueva cosmología piensa que todas las formas de vida de este planeta, en realidad forman una unidad: son la misma Vida, una única realidad biótica –enormemente diversificada y crecientemente compleja, eso sí–. La nuestra es una forma de vida que parecería ser la que más lejos ha llegado. Aunque es verdad que, hoy por hoy, ocupamos el último/primer puesto en el árbol de la vida –pues somos unos recién venidos, los últimos en llegar–, no somos sino una forma más de vida. En ese sentido, no somos «otra cosa».
Pensar lo contrario fue «un error sobre el mundo que implicó a Dios»: fue un error también sobre Dios. A la luz de la ciencia actual, no parece que podamos continuar atribuyendo a Dios lo que le hemos venido atribuyendo durante milenios, a este respecto: Dios no pudo decir lo que nosotros hemos dicho que dijo. Lo dijimos nosotros, y se lo atribuimos a Dios.
Tradicionalmente, la teología se apoyó en esos «errores», que lo eran tanto sobre el mundo como sobre Dios. Los computó como verdades indubitables, por las juzgó reveladas. Más de una vez justificó castigos y penas mayores sobre quienes se atrevieran a ponerlas en duda. Pues bien, hoy día, la teología, si quiere hablar a la sociedad actual, tan marcada por la ciencia, debe reedificarse sobre otras bases, desde esta nueva visión, sin aquellos viejos errores que  implicaban a Dios.
La nueva cosmología cree ya saber que no somos descendientes de una primera pareja, de los llamados nuestros primeros padres. No hubo tal pareja. La idea de una pareja primordial es una imagen mítica, muy sugerente, que vehicula la idea de la creación divina del ser humano, pero no se corresponde en absoluto con las evidencias de la ciencia actual. Aunque desde siempre nos ha parecido un dato esencial de la fe judeocristiana (todavía Pío XII advertía a los científicos que no podían poner en duda el monogenismo, porque, por la fe, el judeocristianismo «sabía» que procedemos de una única primera pareja), la ciencia sabe que la evolución biológica de la que somos resultado todos los seres vivos de este planeta no procede de ese modo. La ciencia actual habla, simbólicamente, de otra Eva, «Lucy», y de otro Adán, «Toumaï», australopitecus afarensis ambos, cuyos fósiles ha descubierto apenas hace 40 años, que serían, hoy por hoy, los especímenes más antiguos del género homo que marcan para nosotros un estado de hominización suficientemente avanzado.
No son históricas las figuras de nuestros «primeros padres». No hubo Adán ni hubo Eva. Fue «un error sobre el mundo», un error que ha durado hasta ayer. Y también fue un error sobre Dios, en cuanto que nos hizo atribuirle algo que hoy nos parece saber que no hizo. También carece de la más mínima verosimilitud histórica toda aquella descripción –que ha llegado hasta ayer mismo, y que ha desaparecido prácticamente sin resistencia, literalmente evaporada– del estado de nuestros primeros padres en el Paraíso terrenal: los llamados «dones preternaturales» de que habrían gozado, su equilibro moral, sus pláticas tú a tú con Yavé, su inmortalidad incluso...
Mención especial merece el llamado «pecado original» que habrían cometido esos primeros padres nuestros que no existieron, y que, por tanto, difícilmente ha podido contaminarnos tan gravemente como se pensó, ni expulsarnos del supuesto Paraíso, ni condenarnos al trabajo y a la muerte, entre otros castigos.
También aquí, fue «un error sobre el mundo» que implicó a Dios. Desde hace ya bastante tiempo la ciencia no tiene dudas a este respecto. Una teología responsable debiera asumir esta situación y dejar de una vez de contar con aquel relato mítico, erróneamente considerado como «histórico» durante milenios, sobre el que se construyó un imponente fardo de creencias que ha gravado sobre la humanidad con una sobredosis enorme de sufrimiento y culpabilidad.
Este punto es especialmente importante; tal vez es uno de los desafíos más graves que la teología tiene que abordar: si no hubo primeros padres, si consecuentemente no hubo un pecado primordial contaminante de toda la humanidad, si no fuimos nunca esa massa damnata, esa «humanidad caída» que a san Agustín le pareció vislumbrar, si tampoco hizo falta expiar un pecado original que no existió, si hay que pronunciarse sobre una redención divina que tal vez tampoco se dio más que en la imaginación religiosa... una teología responsable no puede mirar para otro lado, sino que ha de agarrar el toro por los cuernos, pronunciarse, y rehacerse a sí misma.    
La nueva cosmología y las ciencias de la vida en general denuncian el llamado especismo, el abuso de poder perpetrado por la especie homo sapiens, sobre la base de una ideología construida por el mismo homo sapiens, según la cual esa especie, la especie humana, se autoproclama la dueña del mundo, el «fin de la creación», con derecho a utilizar todo el cosmos como «recursos» a su servicio. (Y todo este error se ha elaborado y defendido con argumentos religiosos...).
El movimiento llamado de la «ecología profunda» ha dado expresión a la intuición que cobra fuerza incontenible ante la observación de los datos científicos: el homo sapiens no tiene derecho a someter cruelmente a las otras especies, a intervenir y degradar ambientes que son el nicho ecológico de infinidad de otras especies, simplemente por su afán minero extractivista, por ejemplo. Lynn White, en un texto que se hizo célebre para perpetua memoria, denunció muy razonadamente que «el judeocristianismo es la religión más antropocéntrica del mundo»[5].
Esto, que hoy a la ciencia le parece claramente un error sobre el mundo, el homo sapiens lo ha racionalizado en la mayor parte de las culturas mediante una ideología religiosa: serían los dioses mismos quienes habrían creado la naturaleza para servicio del ser humano, confiándosela bajo su autoridad absoluta. El ser humano sería el rey de la creación, dueño del mundo, por ser lugarteniente de Dios y haber recibido el mandato de dominarlo. Todavía, el actual Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (¡de 2004![6]) afirma que el ser humano es el Rey de la creación. Sin duda, se da en todo ello un «error sobre Dios», por implicación, por su desequilibrada parcialidad en favor de esa especie. También, sin duda, es el error de un Dios claramente antropomórfico, construido a la medida de nuestros pensamientos, a nuestra imagen y semejanza.
La teología tradicional ha sido ingenuamente connivente con este antropocentrismo inmisericorde y este especismo ciego. Ha tenido ojos solamente para mirar la realidad desde los intereses de la especie humana. Los temas relevantes para la teología han sido sólo los temas «humanos», nuestros intereses, enaltecidos como si fueran los intereses mismos de Dios. Una teología responsable, que quiera estar a la altura de la ciencia actual, debe apearse de una vez de ese antropocentrismo, y entrar por los nuevos caminos del biocentrismo –centrarlo todo en la vida–, y abogar por una democracia verdaderamente universal, es decir por una «biocracia planetaria», como correspondería al Dios de la Vida, al Dios de todas las formas de vida.
La nueva cosmología subraya nuestro carácter radicalmente terrestre, telúrico: somos Tierra. No somos espíritus inmateriales, o almas (entelequias metafísicas o sobrenaturales), «venidos a este mundo», como desde fuera, o desde la mente de Dios, al margen de la Tierra. No hemos sido puestos en el mundo por una mano ajena al mundo. Hemos surgido de él. Somos la flor (tal vez) del proceso evolutivo de la vida que se ha dado en este planeta. Por eso... somos tierra, ¡la Tierra!, que en nosotros ha llegado a tener conciencia, a reflexionar, a amar, a contemplar...
Desde esta nueva visión cosmológica, la religión y la espiritualidad pueden descubrir un «error sobre el mundo» que ellas compartieron con muchas otras filosofías y cosmovisiones: interpretaron nuestra «superioridad» de recién venidos en el proceso evolutivo, como si se debiera a una superioridad de origen. Los seres humanos no seríamos en realidad de este mundo, sino de otro, del mundo superior, del de los dioses... Seríamos «hijos del cielo», no de la Tierra, caídos accidentalmente en este mundo, pero debiéndonos sentir siempre como ciudadanos del cielo, peregrinos en patria extraña, siempre ansiando liberarnos de las ataduras de este mundo para llegar un día a nuestro destino celestial. Este error sobre el mundo repercutió en un error sobre Dios: se lo percibió como llamándonos siempre a la renuncia respecto a todo lo material, a la superación de los afanes mundanos (fuga mundi, contemptus mundi, agere contra), a una espiritualización y una divinización entendidas como huida de la materia, del mundo, de la carne, de las preocupaciones  materiales, demasiado humanas...
Una espiritualidad y una teología a la altura de estos tiempos deben romper con ese error sobre el mundo y sobre Dios, para elaborar una nueva visión, y abrirse a una experiencia espiritual reconciliada con la Tierra y con el Mundo. Somos Tierra, orgullosamente telúricos, y con la Tierra, vibrando en éxtasis con su propio cuerpo, hacemos nuestra experiencia espiritual. Podemos aceptar con gozo esta buena noticia de la ciencia, que nos libra de viejos errores: no venimos de arriba, no descendemos del cielo, sino que surgimos de la Tierra. No hemos sido puestos aquí por alguien desde fuera, como si fuéramos extraterrestres, o paracaidistas, sino que hemos nacido en este hogar, estamos en nuestro propio nido y éste es nuestro hábitat natural. Después de varios milenios pretendiendo pasar de puntillas sobre la tierra camino del cielo, necesitamos un lavado mental para reconciliarnos con ella. Debemos ¡volver a casa!, volver a nuestro hogar, del que nunca debimos habernos marchado. Nada nos podría ayudar tanto en este deseo cuanto una nueva teología y una espiritualidad oiko-centradas, reconciliadas con la Tierra, con el mundo, con la materia, con el cuerpo, liberadas de aquellos errores sobre el mundo y sobre Dios.
El espejismo de la unicidad
Durante milenios, los humanos, en la mayor parte de nuestras culturas y religiones, hemos pensado no sólo que éramos el centro, sino que éramos únicos. Este mundo, nuestro mundo, era «la» creación de Dios, la niña de sus ojos, la obra de sus manos, y no había más. Por suponer que había otros mundos, y tal vez otros universos, la Congregación para la Doctrina de la Fe (entonces llamada Sagrada Inquisición) quemó vivo a Giordano Bruno, en la Piazza dei Fiori de Roma, y arrojó sus cenizas al Tíber. La unicidad del mundo, del ser humano, de ese plan de Dios que nos creó y nos redimió, fue un supuesto básico, aparentemente evidente, e impuesto a sangre y fuego.
La nueva cosmología ha superado la unicidad del mundo humano. Ha descubierto que fue uno más de los errores sobre el mundo. El mundo no es así. Nuestra Tierra no es sino un planeta más del sistema solar, y el Sol no es más que una de tantos millones de millones de estrellas. El uni–verso quizá no es tal; hace tiempo que hay científicos que intuyen que tal vez sea un multi–verso. Apenas hace veinte años, la ciencia ha comenzado a descubrir los «exoplanetas». En estos pocos años hemos podido todos ir llevando la cuenta de los exoplanetas que iban siendo paulatinamente catalogados. Poco a poco, conforme hemos encontrado nuevas técnicas de detección y hemos podido en órbita algunos satélites dedicados sólo a ello, hemos visto incrementarse el número de exoplanetas: en 2014 ya estamos llegando a los 1500. Sabemos que tal vez serán trillones. Muchos de ellos capaces de albergar la vida. ¿Será una vida como la de nuestro planeta? ¿Habrá en ellos vida animal, vida humana, vida inteligente, vida espiritual...? Aun antes de tener las pruebas en la mano, la ciencia está convencida: este planeta nuestro no es «el plan de Dios» concreto que siempre estuvimos pensando que era. Eso ha sido un «error sobre Dios», basado en el «error sobre el mundo» del que fuimos víctimas... simplemente por nuestra falta de medios de observación.
Hoy nos damos cuenta de ambos errores, y la resistencia de la religión a reconocerlo no puede negarnos el derecho a aceptar la verdad y a poner entre paréntesis provisionalmente (hasta una nueva reinterpretación plausible) todas aquellas «verdades» religiosas, espirituales y teológicas en las que creímos durante milenios. Una teología responsable debe reelaborarse a sí misma desde este nuevo punto de vista más amplio, no tanto universal cuanto «multi-versal», supra terrestre, desprendido de esa creencia provinciana de que lo que aconteció aquí en este planeta en los 3500 años últimos es el centro de la historia, lo único importante que ha ocurrido en el mundo, el cosmos y la eternidad. Ésa es sólo una referencia pequeñita, una de las muchas con las que una teología nueva deberá contar.
El dualismo de los dos pisos
La nueva cosmología denuncia el «error sobre el mundo» en el que tantas culturas y religiones han caído, de pensar que la realidad estaba radicalmente escindida en dos –toda ella, de arriba a abajo, hasta la profundidad de su misma sustancia óntica–. Un dualismo que se hacía presente en todos los planos: el cósmico (tierra/cielo), físico (materia/espíritu), humano (cuerpo/alma), hilemórfico (materia/forma), religioso (natural/sobrenatural)... Dos mundos radicalmente diferentes, axiológicamente antagónicos. Un mundo todo él dividido en dos pisos, una visión esquizo–frénica.
La nueva cosmología –incluyendo en ella la nueva física– nos descubre que estábamos equivocados en la comprensión misma de este mundo. La materia no es esa realidad sin valor[7], mera potencialidad informe, estéril, incapaz... que pensábamos. La materia, en realidad no existe[8], porque ni siquiera es propiamente materia: es más bien uno de los estados de la energía en la que todo consiste. La materia es energía, y sólo necesita las condiciones adecuadas para auto-organizarse (autopoiesis) y transformarse. Todo está relacionado con todo, en un juego de sinergias e inextricables influencias mutuas. Y todo no es sino una misma realidad cuántica que bulle en una efervescencia incesante de cambio de formas, una «sopa cuántica» en el nivel subatómico más profundo, que reviste formas continuamente mutantes en los planos superiores de una realidad multinivel.
Ya desde los inicios del pensamiento filosófico de la humanidad, en el mundo griego del milenio anterior a nuestra era, aparecieron enseguida los dualismos, que el cristianismo, por ejemplo, rápidamente asimiló. Materia y forma, cuerpo y alma, este mundo y el otro mundo, el mundo de la materia y el mundo de las ideas platónicas... constituyeron las coordinadas filosóficas en las que quedó expresada y apresada la vivencia espiritual. Fue un error filosófico sobre la realidad, un «error sobre el mundo» en definitiva, que redundó igualmente en un error sobre Dios, al marcar de un modo tan profundamente equivocado nuestras relaciones con el Misterio sobre la base del espejismo de esos dualismos.
La nueva cosmología –incluyendo en ella la biología y la física cuántica, las ciencias de la Naturaleza y de la Vida– es quien ha tenido uno de los méritos mayores en la recuperación de una visión integrada, «holística», unida, sin dualismos. La religión, la teología, la espiritualidad misma, deben confrontarse con esta nueva visión no dualista. Los tradicionales planteamientos de cuerpo y alma, natural/sobrenatural, naturaleza/gracia, tierra/cielo... que son como el único alfabeto que la teología clásica ha sabido utilizar hasta el presente, deberá sencillamente ser abandonado, siendo sustituido por una teología de nuevo diseño. La reelaboración ha de ser tan profunda que no caben arreglos, correcciones laterales: es todo un gran error sobre la realidad y sobre Dios lo que ha de ser subsanado desde la raíz.
Concluyendo
Hasta aquí hemos elencado unos cuantos «errores sobre el mundo», mayores, detectados por la nueva cosmología, que han implicado «errores sobre Dios» a lo largo de la historia, y que, hoy, en un mundo marcado tan profundamente por la ciencia, ya no hacen sino lastrar irremediablemente a la religión y la espiritualidad que no tengan la ayuda de una nueva teología crítica que las saque de tales errores y les ayude a replantearlo todo. Son las tareas pendientes de la teología que quiera seguir haciendo camino en la sociedad actual. Destacar esas tareas era el objeto de este artículo. Queremos concluir con unas consideraciones finales.
Una primera es la del daño que la epistemología fixista hace a la religión. Las instituciones religiosas parecen incapaces de modificar sus creencias, a pesar de que está tan claro que esa inamovilidad no existe más que en su imaginación, pues la historia demuestra la constante evolución-ebullición de las religiones, su sincretismo, sus cambios, sus acomodaciones a los cambios filosóficos e históricos... En el corto plazo las religiones se resisten a los cambios, tienen pánico a reelaborar el patrimonio simbólico que heredaron. Están cautivas de una epistemología fixista, agravada por la convicción de ser «depositarias de la Revelación»... El nuevo paradigma ecológico les está desafiando mucho, pero el gran cambio que tienen que afrontar, el que más posibilitará su capacidad de transformación, es el epistemológico. Mientras sigan siendo deudoras de su epistemología tradicional fixista, dogmática, parmenídea... no podrán cambiar. Una ceguera insuperable, ¡simplemente por no cambiar de lentes (epistemológicas)!
Otra consideración importante es la del reconocimiento del «valor revelatorio» de la ciencia, y en concreto de la nueva cosmología. Es un tema que ha planteado muy bien Thomas Berry[9], y que merece la atención de la teología. Esta perspectiva complementa la intuición ya citada de Tomás de Aquino, expresada en ese principio negativo que denuncia los «errores sobre el mundo que redundan en errores sobre Dios»; Thomas Berry complementa con el lado positivo: la nueva cosmología nos capacita también para percibir la manifestación del misterio sagrado que late en el seno mismo de la realidad: la ciencia tiene un valor «revelatorio», epifánico... No es una idea enteramente nueva: ya san Agustín dijo aquello de que Dios escribió dos libros, y que el primero de ellos era el de la realidad, el mundo, la creación. La ciencia, al acercarnos al misterio de la realidad, hace que la realidad misma del cosmos venga a ser reveladora, la capacita para fungir para nosotros como otra Palabra de Dios... (No entramos ahora en el tema de la jerarquía de valor[10] de esas dos palabras de Dios... pero no sería errado pensar que el primer libro es también la principal[11] revelación de Dios, porque el segundo no es palabra de Dios, sino «palabra humana sobre Dios»[12], en realidad un simple  «comentario» al primer libro...).
En la cosmovisión que la nueva cosmología está extendiendo irreversiblemente sobre la sociedad humana –conocida ya hasta por los niños en edad escolar y por la población más alejada de los medios académicos, gracias a los medios de comunicación divulgadores de la ciencia– el viejo relato de las religiones y del judeocristianismo en concreto ya no resulta aceptable para la sociedad culta de hoy. Sólo puede pervivir en creyentes atrasados en su formación, o creyentes cultos que aceptan vivir escindidos esquizofrénicamente en su espiritualidad. Mirado desde la sociedad, podríamos decir que hoy sólo pueden «creer» el relato bíblico-eclesiástico los desinformados. Es urgente hacer algo. Pero, tal vez no se trata sin más de traducir el viejo relato al nuevo contexto, ni de ponernos a crear un relato nuevo; probablemente se trata más bien de asumir el relato que el mismo cosmos evolutivo está revelando a la ciencia actual, a la nueva cosmología (sin idolatrarlo ahora, sin convertirlo en un dogma, sin dejar de reconocer la provisionalidad permanente de nuestra percepción del mismo...), y dejar fluir ante él nuestro sentimiento religioso ante el misterio, nuestra experiencia espiritual cósmica... Sin duda –son muchos los que lo constatan– el nuevo relato cosmológico es lo que más está transformando actualmente la conciencia de la humanidad[13]. Probablemente va a ocurrir otro tanto en lo religioso y lo teológico, pero en los ámbitos teológicos y espirituales, hoy por hoy, no se percibe el potencial revolucionario de este nuevo paradigma ecológico; como un resabio de la vieja mentalidad, se piensa que este tema «no es religioso ni espiritual, sino científico».
Uno de los temas pendientes que más asustan es el de recolocar a Jesús en el nuevo relato cosmológico... La cristología clásica de la redención no tiene mucho futuro en una situación cultural marcada por la nueva cosmología. Ni Teilhard de Chardin logró hacerlo, aunque hizo propuestas bien interesantes. Tal vez estaba demasiado condicionado por su condición de hijo fiel de la Iglesia, ante la Inquisición (que entonces se llamaba Santo Oficio) y por su condición de jesuita... y no podía ni siquiera pensar en planteamientos que todavía hoy apenas parecen plausibles. Fue muy moderno, se adelantó a su tiempo en muchos campos, se abrazó a la ciencia... pero continuó deudor de la epistemología mítica bíblica y de la dogmática clásica. Ni por un momento sugirió una profundización-replanteamiento de Calcedonia, ni como buen jesuita dejó de ver la devoción al Corazón de Jesús como la forma suprema espiritual para los tiempos modernos... En 2015 se han cumplido 60 años de la muerte de Teilhard. No se puede dejar de lado sus aportaciones en este campo de los desafíos de la nueva cosmología, pero el gran grueso de la relectura de Jesús[14] a partir del nuevo relato cosmológico actual, está sin hacer. Será una de las más importantes tareas críticas para la teología y la espiritualidad que vienen, tareas sobre las  que hemos querido reflexionar este estudio.
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[1] Summa contra Gentiles, 1,2, c.3. También: «Una concepción equivocada acerca de las criaturas las creaturas lleva a un falso conocimiento de Dios», ibid., II, 10.
[2] Planetés en griego significa errante, precisamente, aunque ese nombre se les dio a los planetas por otra razón.
[3] Jos 10,12-14.
[4] Mt 5,45: «el Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos».
[5] Raíces históricas de nuestra crisis ecológica, en http://latinoamericana.org/2010/info/; original en la revista «Science» 155 (1967) 1203-1207.
[6] Número 460.
[7] «La Santa Materia», decía Teilhard de Chardin...
[8] L. BOFF,La materia no existe, en la Página de Boff en Koinonía
[10] Se tiene que poder aplicar aquí también el principio de la «jerarquía de verdades» que reconoció el Concilio Vaticano II (UR 11).
[12] Edward SCHILLEBEECKX, Soy un teólogo feliz, Sociedad de Educación Atenas, Madrid 1994, p. 72.
[13]Diarmuid O’MURCHU, Consecrated Religious Life, Claretian Publications, Manila 2006, p. 81.
[14] Por ejemplo la relectura en la que trabaja su compañero de orden, el jesuita Roger Haight –que por cierto, cuando era novicio en Nueva York asistió presencialmente al funeral de Teilhard, en mayo de 1955–; cfr. Jesus, Symbol of God, Orbis Books, New York 2000.

Fuente: Revista «Fe y Pueblo» 25 (agosto 2014) 137-146,
ISEAT, La Paz, Bolivia.

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