Por.
José María VIGIL, Bolivia.
Una famosa frase de Santo Tomás, que él repite
varias veces a lo largo de su obra como un principio al que siente la necesidad
de recurrir, dice que «un error sobre el mundo redunda en un error sobre Dios»[1]... Es decir,
por ejemplo: si pienso que el mundo es eterno, increado, divino, profano...
cualquiera de esas afirmaciones que yo haga sobre el mundo afecta por
implicación a lo que habré de pensar sobre Dios. Si acertada o erróneamente
pienso, por ejemplo, que una realidad de este mundo es voluntad de Dios, en ese
pensamiento estoy implicando, de una manera u otra, mi propia imagen de Dios,
cuya voluntad estaría yo vinculando a esa realidad.
No tiene que parecernos algo extraño, pues, que en
la realidad global, tan compleja como es, todo está implicado, todo hace
relación a todo, y no se puede «tocar» algo sin dejar de implicar a otras
partes de la realidad, que están vinculadas con aquella, implicando así quizá
incluso al conjunto de la realidad. Todas las piezas del mosaico entretejido de
la realidad forman parte de y afectan al conjunto. Y por tanto, de una manera u
otra, afectan también a Dios, la «dimensión» más profunda de la complejidad de
la realidad. Por eso podemos decir con Tomás de Aquino que, a la inversa, cada
vez que descubrimos un error en lo que pensábamos sobre el mundo, de alguna
manera nos libramos de un error que empañaba la imagen que teníamos de Dios.
La historia de las religiones es pródiga en ejemplos
de la implicación de estas dos dimensiones, Dios y mundo. Podríase decir que la
historia de las religiones es la historia de un conocimiento humano en continuo
crecimiento, y de una religión cuyas afirmaciones sobre Dios van retrocediendo
paralelamente a aquel avance de aquel conocimiento humano creciente. En los
tiempos ancestrales, el homo sapiens, recién hominizado, hizo lo que
pudo. Como sabía muy pocas cosas y todavía no existía la ciencia, confió en su
intuición y su imaginación religiosa para «imaginar» todo lo que necesitaba
«saber» para poder componer una comprensión inteligible y con sentido de la
realidad. Echó mano del comodín «Dios», apelando a sus «arcanos designios»,
para explicar de un modo satisfactorio lo inexplicable, o incluso lo
ininteligible. Con el avance del tiempo los descubrimientos científicos han ido
conquistando, una a una, nuevas zonas de la realidad, chocando una y otra vez
con aquellas creencias religiosas de la antigua imagen del mundo. Cada error que
se descubría, permitía o incluso exigía cambiar algo de la imagen de Dios sobre
cuya base se había imaginado y justificado aquella cosmovisión. Santo Tomás lo
notó, y lo expresó claramente, a pesar de vivir en una época todavía
«pre-científica», el siglo XIII.
Pues bien, en los últimos tres siglos, el avance
científico ha sido espectacular, y la antigua cosmovisión religiosa, a base de
retroceder y retroceder, ha acabado saltando hecha pedazos. Muchas Iglesias y
muchos creyentes han tratado de obviar el problema de una forma un tanto
«esquizofrénica»: dividiendo la mente, es decir, poniendo a un lado la vida
religiosa, y poniendo al otro los saberes nuevos que sin cesar ha ido aportando
la ciencia. En la calle y en la universidad comulgan con la ciencia, sin
vacilar; pero en la vida religiosa y espiritual prefieren seguir instalados en
las cosmovisiones míticas heredadas, elaboradas hace milenios, salvaguardando
así su poder religioso ritual, simbólico, sacramental... Así, cada día, con
velocidad acelerada, se agranda el abismo que separa la ciencia y la fe, la
cultura y la religión, la cosmovisión ancestral religiosa, doctrinal y moral
por una parte, y las convicciones científicas modernas de sus miembros por
otra.
Este continuo descubrir «errores sobre el mundo» en
las creencias religiosas, por parte de las ciencias, detecta «errores sobre
Dios» en la religión, en cualquiera de sus dimensiones: la teología, la
espiritualidad, el dogma, la moral, las tradiciones... En este estudio sólo
queremos abordar los «errores sobre Dios» (en el sentido amplio de errores
religiosos, teológicos, espirituales, morales...) destapados por los avances de
la que solemos llamar «nueva cosmología», o también «nuevo paradigma
ecológico».
El
primero, el geocentrismo
El conflicto con Galileo Galilei fue un conflicto
emblemático entre la ciencia y la fe. Galileo, con el telescopio que él
perfeccionó, observó un «error sobre el mundo» en la creencia religiosa que era
habitual hasta entonces: no estábamos en el centro de la realidad, como
afirmaba indubitablemente la religión, sino que era el Sol el que estaba en el
centro. Nosotros, sobre la Tierra, estaríamos dando vueltas alrededor del Sol.
La Tierra dejaba de ser el centro del cosmos, el centro en torno al cual giraba
toda la realidad. El ser humano, la niña de los ojos de Dios, la razón de la
creación misma y de la historia, no estaba en el centro del mundo, sino montado
sobre una roca errante vagando por el espacio cósmico...
Hoy nos parece casi evidente, pero entonces no
pudieron aceptarlo muchos científicos compañeros de Galileo, ni tampoco las
Iglesias (el conflicto con su Iglesia Católica fue el más sonado, pero Lutero y
otros Reformadores dijeron sobre Galileo iguales o peores cosas que las que
dijeron la Inquisición y los jesuitas de su tiempo). Las Iglesias no se oponían
propiamente a una verdad meramente científica, sino a un cambio de perspectiva
que ponía gravemente en tela de juicio lo que desde siempre se había pensado
sobre Dios. Ellos también se oponían –desde su punto de vista– a «un error
sobre el mundo, que implicaría un error sobre Dios». Hasta entonces era tenido
por evidente que el ser humano era la razón por la que Dios creó el mundo, y
que por tanto todo el cosmos giraba en torno a este ser humano, y en torno a su
hogar, la Tierra. Decir que ésta no era el centro de la realidad, sino que era
un planeta errante[2] en torno a otro centro... venía a decir
que los planes de Dios no eran como los pensábamos, o que el ser humano no
parecería ser la razón central del cosmos, o que la Palabra de Dios, que hasta
entonces había parecido que declaraba paladinamente el geocentrismo en el libro
de Josué[3], en los Salmos y hasta en la boca misma
de Jesús[4], estaba equivocada. Lo cual, más que un
«error sobre Dios», venía a ser un «error del mismo Dios», un error en su
Palabra. Aquel «error sobre el mundo» que la ciencia acababa de descubrir, el
geocentrismo, evidenciaba un «error acerca de Dios» que las Iglesias, en aquel
momento, no estaban en condiciones de reconocer.
La Católica necesitó casi tres siglos para
aceptarlo. Los cristianos acabaron pensando que, efectivamente, la Tierra gira
alrededor del Sol, y que no es el centro geométrico del sistema solar pero...
que sigue siendo el centro en otro sentido: el centro salvífico de la realidad
cósmica, porque allí, en ese planeta pequeño y marginal, tuvo lugar el misterio
realmente central de todos los tiempos, cuando Jesucristo murió por los seres
humanos y salvó a toda la humanidad y al cosmos, a todas las criaturas, que
gimen en dolores de parto. Ésa sería una centralidad nueva, reinterpretada, más
profunda. Con el tiempo, toda la teología se desprendió de aquellas
afirmaciones teóricas y aquellas representaciones plásticas de Dios como
creador del ser humano en el centro del mundo, como unos errores sobre Dios
que, hasta entonces, habían sido considerados como verdades sobre Dios.
Pues bien, la superación del «error» del
geocentrismo puede hacerse sin demasiadas reelaboraciones teológicas y
espirituales, pero la superación de otros muchos «errores sobre el mundo» que
la ciencia ha ido denunciando uno tras otro, sí exige reinterpretaciones
radicales, verdaderas reelaboraciones, desde la raíz, que son lo que llamamos
«cambios de paradigma», en el sentido más fuerte de la expresión.
Y a partir de aquí esto es lo que quisiéramos hacer:
un elenco de los principales conflictos que el continuo avance de la ciencia
(la «nueva cosmología», en sentido amplio) ha provocado al denunciar «errores
sobre el mundo». No pretendemos más que evocarlos y plantearlos. No queremos
ahora resolverlos, teológicamente hablando. Nos situamos más bien
–metodológicamente– fuera de la teología, tomando la palabra como observadores
neutrales del conflicto entre la ciencia y la fe. Estos desafíos aquí elencados
son, precisamente, nuestra respuesta a la pregunta por las tareas que la
teología y la espiritualidad deben acometer en el inmediato futuro.
Otro
gran error sobre el mundo: el antropocentrismo
Más difícil que la del geocentrismo iba a ser la
superación del antropocentrismo, superación que, en realidad, todavía no se ha
dado; apenas se está iniciando. Podemos decir que, desde hace tiempo, éste es
un descubrimiento claro de la nueva cosmología: el ser humano (no ya la Tierra)
no es el centro del cosmos, como casi todas las religiones han pensado –o como
han creído escucharlo en sus respectivas revelaciones divinas–. Eso ha sido
–nos dice la nueva cosmología– un «error sobre el mundo». El mundo no es
antropocéntrico. Nosotros no somos su centro. Ni ha sido «creado para nosotros».
Y esto, la nueva visión cosmológica lo puede desglosar en varias perspectivas,
aplicadas, más detalladas:
• La nueva
cosmología nos dice que no somos, por naturaleza de origen, una realidad totalmente
diferente y superior a los demás seres vivos que nos rodean. No tenemos un
origen diferente o superior. Somos más bien una rama más del enormemente
diverso árbol de la vida. Somos una rama de primates en la que, gracias a un
salto cualitativo de la vida, se ha dado una mutación en el «eje de acumulación
evolutivo», que ha pasado, de ser genético y físico, a cultural y espiritual.
Es un paso más de la evolución de la vida. Hasta ahora hemos cambiado de
especie por mutación genética (hardware); ahora mutamos por recreación
interna, cultural y/o espiritual (software).
No es verdad que fuimos creados «a imagen y
semejanza de Dios», a diferencia de los demás seres vivos, que habrían sido
creados sin esa pretensión de ser «hijos de Dios» (algo más que simples
creaturas). No fuimos creados aparte, en un «sexto día»; no hubo un tal sexto
día, sólo para nosotros. Porque en realidad ni siquiera fuimos creados, un día,
y de la nada. Somos una especie que, como todas, proviene de otras, que a su
vez provienen de otras más antiguas... que empalman con los primeros seres
vivos en esta Tierra, las bacterias, de hace unos 3.500 millones de años. La
nueva cosmología piensa que todas las formas de vida de este planeta, en
realidad forman una unidad: son la misma Vida, una única realidad biótica
–enormemente diversificada y crecientemente compleja, eso sí–. La nuestra es
una forma de vida que parecería ser la que más lejos ha llegado. Aunque es
verdad que, hoy por hoy, ocupamos el último/primer puesto en el árbol de la
vida –pues somos unos recién venidos, los últimos en llegar–, no somos sino una
forma más de vida. En ese sentido, no somos «otra cosa».
Pensar lo contrario fue «un error sobre el mundo que
implicó a Dios»: fue un error también sobre Dios. A la luz de la ciencia
actual, no parece que podamos continuar atribuyendo a Dios lo que le hemos
venido atribuyendo durante milenios, a este respecto: Dios no pudo decir lo que
nosotros hemos dicho que dijo. Lo dijimos nosotros, y se lo atribuimos a Dios.
Tradicionalmente, la teología se apoyó en esos
«errores», que lo eran tanto sobre el mundo como sobre Dios. Los computó como
verdades indubitables, por las juzgó reveladas. Más de una vez justificó
castigos y penas mayores sobre quienes se atrevieran a ponerlas en duda. Pues
bien, hoy día, la teología, si quiere hablar a la sociedad actual, tan marcada
por la ciencia, debe reedificarse sobre otras bases, desde esta nueva visión,
sin aquellos viejos errores que implicaban a Dios.
• La nueva
cosmología cree ya saber que no somos descendientes de una primera pareja, de
los llamados nuestros primeros padres. No hubo tal pareja. La idea de
una pareja primordial es una imagen mítica, muy sugerente, que vehicula la idea
de la creación divina del ser humano, pero no se corresponde en absoluto con
las evidencias de la ciencia actual. Aunque desde siempre nos ha parecido un
dato esencial de la fe judeocristiana (todavía Pío XII advertía a los
científicos que no podían poner en duda el monogenismo, porque, por la fe, el
judeocristianismo «sabía» que procedemos de una única primera pareja), la
ciencia sabe que la evolución biológica de la que somos resultado todos los
seres vivos de este planeta no procede de ese modo. La ciencia actual habla,
simbólicamente, de otra Eva, «Lucy», y de otro Adán, «Toumaï», australopitecus
afarensis ambos, cuyos fósiles ha descubierto apenas hace 40 años, que
serían, hoy por hoy, los especímenes más antiguos del género homo que
marcan para nosotros un estado de hominización suficientemente avanzado.
No son históricas las figuras de nuestros «primeros
padres». No hubo Adán ni hubo Eva. Fue «un error sobre el mundo», un error que
ha durado hasta ayer. Y también fue un error sobre Dios, en cuanto que nos hizo
atribuirle algo que hoy nos parece saber que no hizo. También carece de la más
mínima verosimilitud histórica toda aquella descripción –que ha llegado hasta
ayer mismo, y que ha desaparecido prácticamente sin resistencia, literalmente
evaporada– del estado de nuestros primeros padres en el Paraíso terrenal: los
llamados «dones preternaturales» de que habrían gozado, su equilibro moral, sus
pláticas tú a tú con Yavé, su inmortalidad incluso...
Mención especial merece el llamado «pecado original»
que habrían cometido esos primeros padres nuestros que no existieron, y que,
por tanto, difícilmente ha podido contaminarnos tan gravemente como se pensó,
ni expulsarnos del supuesto Paraíso, ni condenarnos al trabajo y a la muerte,
entre otros castigos.
También aquí, fue «un error sobre el mundo» que
implicó a Dios. Desde hace ya bastante tiempo la ciencia no tiene dudas a este
respecto. Una teología responsable debiera asumir esta situación y dejar de una
vez de contar con aquel relato mítico, erróneamente considerado como
«histórico» durante milenios, sobre el que se construyó un imponente fardo de
creencias que ha gravado sobre la humanidad con una sobredosis enorme de
sufrimiento y culpabilidad.
Este punto es especialmente importante; tal vez es
uno de los desafíos más graves que la teología tiene que abordar: si no hubo
primeros padres, si consecuentemente no hubo un pecado primordial contaminante
de toda la humanidad, si no fuimos nunca esa massa damnata, esa
«humanidad caída» que a san Agustín le pareció vislumbrar, si tampoco hizo
falta expiar un pecado original que no existió, si hay que pronunciarse sobre
una redención divina que tal vez tampoco se dio más que en la imaginación
religiosa... una teología responsable no puede mirar para otro lado, sino que
ha de agarrar el toro por los cuernos, pronunciarse, y rehacerse a sí misma.
• La nueva
cosmología y las ciencias de la vida en general denuncian el llamado especismo,
el abuso de poder perpetrado por la especie homo sapiens, sobre la base
de una ideología construida por el mismo homo sapiens, según la cual esa
especie, la especie humana, se autoproclama la dueña del mundo, el «fin de la
creación», con derecho a utilizar todo el cosmos como «recursos» a su servicio.
(Y todo este error se ha elaborado y defendido con argumentos religiosos...).
El movimiento llamado de la «ecología profunda» ha
dado expresión a la intuición que cobra fuerza incontenible ante la observación
de los datos científicos: el homo sapiens no tiene derecho a someter
cruelmente a las otras especies, a intervenir y degradar ambientes que son el
nicho ecológico de infinidad de otras especies, simplemente por su afán minero
extractivista, por ejemplo. Lynn White, en un texto que se hizo célebre para
perpetua memoria, denunció muy razonadamente que «el judeocristianismo es la
religión más antropocéntrica del mundo»[5].
Esto, que hoy a la ciencia le parece claramente un
error sobre el mundo, el homo sapiens lo ha racionalizado en la mayor parte de
las culturas mediante una ideología religiosa: serían los dioses mismos quienes
habrían creado la naturaleza para servicio del ser humano, confiándosela bajo
su autoridad absoluta. El ser humano sería el rey de la creación, dueño del
mundo, por ser lugarteniente de Dios y haber recibido el mandato de dominarlo.
Todavía, el actual Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (¡de 2004![6]) afirma que el
ser humano es el Rey de la creación. Sin duda, se da en todo ello un «error
sobre Dios», por implicación, por su desequilibrada parcialidad en favor de esa
especie. También, sin duda, es el error de un Dios claramente antropomórfico,
construido a la medida de nuestros pensamientos, a nuestra imagen y semejanza.
La teología tradicional ha sido ingenuamente
connivente con este antropocentrismo inmisericorde y este especismo ciego. Ha
tenido ojos solamente para mirar la realidad desde los intereses de la especie
humana. Los temas relevantes para la teología han sido sólo los temas «humanos»,
nuestros intereses, enaltecidos como si fueran los intereses mismos de Dios.
Una teología responsable, que quiera estar a la altura de la ciencia actual,
debe apearse de una vez de ese antropocentrismo, y entrar por los nuevos
caminos del biocentrismo –centrarlo todo en la vida–, y abogar por una
democracia verdaderamente universal, es decir por una «biocracia planetaria»,
como correspondería al Dios de la Vida, al Dios de todas las formas de vida.
• La nueva
cosmología subraya nuestro carácter radicalmente terrestre, telúrico: somos
Tierra. No somos espíritus inmateriales, o almas (entelequias metafísicas o
sobrenaturales), «venidos a este mundo», como desde fuera, o desde la mente de
Dios, al margen de la Tierra. No hemos sido puestos en el mundo por una mano
ajena al mundo. Hemos surgido de él. Somos la flor (tal vez) del proceso
evolutivo de la vida que se ha dado en este planeta. Por eso... somos tierra,
¡la Tierra!, que en nosotros ha llegado a tener conciencia, a reflexionar, a
amar, a contemplar...
Desde esta nueva visión cosmológica, la religión y
la espiritualidad pueden descubrir un «error sobre el mundo» que ellas
compartieron con muchas otras filosofías y cosmovisiones: interpretaron nuestra
«superioridad» de recién venidos en el proceso evolutivo, como si se debiera a
una superioridad de origen. Los seres humanos no seríamos en realidad de este
mundo, sino de otro, del mundo superior, del de los dioses... Seríamos «hijos
del cielo», no de la Tierra, caídos accidentalmente en este mundo, pero
debiéndonos sentir siempre como ciudadanos del cielo, peregrinos en patria
extraña, siempre ansiando liberarnos de las ataduras de este mundo para llegar
un día a nuestro destino celestial. Este error sobre el mundo repercutió en un
error sobre Dios: se lo percibió como llamándonos siempre a la renuncia
respecto a todo lo material, a la superación de los afanes mundanos (fuga
mundi, contemptus mundi, agere contra), a una espiritualización y una
divinización entendidas como huida de la materia, del mundo, de la carne, de
las preocupaciones materiales, demasiado humanas...
Una espiritualidad y una teología a la altura de
estos tiempos deben romper con ese error sobre el mundo y sobre Dios, para
elaborar una nueva visión, y abrirse a una experiencia espiritual reconciliada
con la Tierra y con el Mundo. Somos Tierra, orgullosamente telúricos, y con la
Tierra, vibrando en éxtasis con su propio cuerpo, hacemos nuestra experiencia
espiritual. Podemos aceptar con gozo esta buena noticia de la ciencia, que nos
libra de viejos errores: no venimos de arriba, no descendemos del cielo, sino
que surgimos de la Tierra. No hemos sido puestos aquí por alguien desde fuera,
como si fuéramos extraterrestres, o paracaidistas, sino que hemos nacido en
este hogar, estamos en nuestro propio nido y éste es nuestro hábitat natural.
Después de varios milenios pretendiendo pasar de puntillas sobre la tierra
camino del cielo, necesitamos un lavado mental para reconciliarnos con ella.
Debemos ¡volver a casa!, volver a nuestro hogar, del que nunca debimos habernos
marchado. Nada nos podría ayudar tanto en este deseo cuanto una nueva teología
y una espiritualidad oiko-centradas, reconciliadas con la Tierra, con el mundo,
con la materia, con el cuerpo, liberadas de aquellos errores sobre el mundo y
sobre Dios.
El
espejismo de la unicidad
• Durante
milenios, los humanos, en la mayor parte de nuestras culturas y religiones,
hemos pensado no sólo que éramos el centro, sino que éramos únicos. Este mundo,
nuestro mundo, era «la» creación de Dios, la niña de sus ojos, la obra de sus
manos, y no había más. Por suponer que había otros mundos, y tal vez otros
universos, la Congregación para la Doctrina de la Fe (entonces llamada Sagrada
Inquisición) quemó vivo a Giordano Bruno, en la Piazza dei Fiori de Roma, y
arrojó sus cenizas al Tíber. La unicidad del mundo, del ser humano, de ese plan
de Dios que nos creó y nos redimió, fue un supuesto básico, aparentemente
evidente, e impuesto a sangre y fuego.
La nueva cosmología ha superado la unicidad del
mundo humano. Ha descubierto que fue uno más de los errores sobre el mundo. El
mundo no es así. Nuestra Tierra no es sino un planeta más del sistema solar, y
el Sol no es más que una de tantos millones de millones de estrellas. El
uni–verso quizá no es tal; hace tiempo que hay científicos que intuyen que tal
vez sea un multi–verso. Apenas hace veinte años, la ciencia ha comenzado a
descubrir los «exoplanetas». En estos pocos años hemos podido todos ir llevando
la cuenta de los exoplanetas que iban siendo paulatinamente catalogados. Poco a
poco, conforme hemos encontrado nuevas técnicas de detección y hemos podido en
órbita algunos satélites dedicados sólo a ello, hemos visto incrementarse el
número de exoplanetas: en 2014 ya estamos llegando a los 1500. Sabemos que tal
vez serán trillones. Muchos de ellos capaces de albergar la vida. ¿Será una
vida como la de nuestro planeta? ¿Habrá en ellos vida animal, vida humana, vida
inteligente, vida espiritual...? Aun antes de tener las pruebas en la mano, la
ciencia está convencida: este planeta nuestro no es «el plan de Dios» concreto
que siempre estuvimos pensando que era. Eso ha sido un «error sobre Dios»,
basado en el «error sobre el mundo» del que fuimos víctimas... simplemente por
nuestra falta de medios de observación.
Hoy nos damos cuenta de ambos errores, y la
resistencia de la religión a reconocerlo no puede negarnos el derecho a aceptar
la verdad y a poner entre paréntesis provisionalmente (hasta una nueva
reinterpretación plausible) todas aquellas «verdades» religiosas, espirituales
y teológicas en las que creímos durante milenios. Una teología responsable debe
reelaborarse a sí misma desde este nuevo punto de vista más amplio, no tanto
universal cuanto «multi-versal», supra terrestre, desprendido de esa creencia
provinciana de que lo que aconteció aquí en este planeta en los 3500 años
últimos es el centro de la historia, lo único importante que ha ocurrido en el
mundo, el cosmos y la eternidad. Ésa es sólo una referencia pequeñita, una de
las muchas con las que una teología nueva deberá contar.
El
dualismo de los dos pisos
• La nueva
cosmología denuncia el «error sobre el mundo» en el que tantas culturas y
religiones han caído, de pensar que la realidad estaba radicalmente escindida
en dos –toda ella, de arriba a abajo, hasta la profundidad de su misma
sustancia óntica–. Un dualismo que se hacía presente en todos los planos: el
cósmico (tierra/cielo), físico (materia/espíritu), humano (cuerpo/alma),
hilemórfico (materia/forma), religioso (natural/sobrenatural)... Dos mundos
radicalmente diferentes, axiológicamente antagónicos. Un mundo todo él dividido
en dos pisos, una visión esquizo–frénica.
La nueva cosmología –incluyendo en ella la nueva
física– nos descubre que estábamos equivocados en la comprensión misma de este
mundo. La materia no es esa realidad sin valor[7], mera potencialidad informe, estéril,
incapaz... que pensábamos. La materia, en realidad no existe[8], porque ni siquiera es propiamente
materia: es más bien uno de los estados de la energía en la que todo consiste.
La materia es energía, y sólo necesita las condiciones adecuadas para auto-organizarse
(autopoiesis) y transformarse. Todo está relacionado con todo, en un
juego de sinergias e inextricables influencias mutuas. Y todo no es sino una
misma realidad cuántica que bulle en una efervescencia incesante de cambio de
formas, una «sopa cuántica» en el nivel subatómico más profundo, que reviste
formas continuamente mutantes en los planos superiores de una realidad
multinivel.
Ya desde los inicios del pensamiento filosófico de
la humanidad, en el mundo griego del milenio anterior a nuestra era,
aparecieron enseguida los dualismos, que el cristianismo, por ejemplo,
rápidamente asimiló. Materia y forma, cuerpo y alma, este mundo y el otro
mundo, el mundo de la materia y el mundo de las ideas platónicas...
constituyeron las coordinadas filosóficas en las que quedó expresada y apresada
la vivencia espiritual. Fue un error filosófico sobre la realidad, un «error
sobre el mundo» en definitiva, que redundó igualmente en un error sobre Dios,
al marcar de un modo tan profundamente equivocado nuestras relaciones con el
Misterio sobre la base del espejismo de esos dualismos.
La nueva cosmología –incluyendo en ella la biología
y la física cuántica, las ciencias de la Naturaleza y de la Vida– es quien ha
tenido uno de los méritos mayores en la recuperación de una visión integrada,
«holística», unida, sin dualismos. La religión, la teología, la espiritualidad
misma, deben confrontarse con esta nueva visión no dualista. Los tradicionales
planteamientos de cuerpo y alma, natural/sobrenatural, naturaleza/gracia,
tierra/cielo... que son como el único alfabeto que la teología clásica ha
sabido utilizar hasta el presente, deberá sencillamente ser abandonado, siendo
sustituido por una teología de nuevo diseño. La reelaboración ha de ser tan
profunda que no caben arreglos, correcciones laterales: es todo un gran error
sobre la realidad y sobre Dios lo que ha de ser subsanado desde la raíz.
Concluyendo
Hasta aquí hemos elencado unos cuantos «errores
sobre el mundo», mayores, detectados por la nueva cosmología, que han implicado
«errores sobre Dios» a lo largo de la historia, y que, hoy, en un mundo marcado
tan profundamente por la ciencia, ya no hacen sino lastrar irremediablemente a
la religión y la espiritualidad que no tengan la ayuda de una nueva teología
crítica que las saque de tales errores y les ayude a replantearlo todo. Son las
tareas pendientes de la teología que quiera seguir haciendo camino en la
sociedad actual. Destacar esas tareas era el objeto de este artículo. Queremos
concluir con unas consideraciones finales.
• Una primera
es la del daño que la epistemología fixista hace a la religión. Las
instituciones religiosas parecen incapaces de modificar sus creencias, a pesar
de que está tan claro que esa inamovilidad no existe más que en su imaginación,
pues la historia demuestra la constante evolución-ebullición de las religiones,
su sincretismo, sus cambios, sus acomodaciones a los cambios filosóficos e
históricos... En el corto plazo las religiones se resisten a los cambios,
tienen pánico a reelaborar el patrimonio simbólico que heredaron. Están
cautivas de una epistemología fixista, agravada por la convicción de ser
«depositarias de la Revelación»... El nuevo paradigma ecológico les está
desafiando mucho, pero el gran cambio que tienen que afrontar, el que más
posibilitará su capacidad de transformación, es el epistemológico. Mientras
sigan siendo deudoras de su epistemología tradicional fixista, dogmática,
parmenídea... no podrán cambiar. Una ceguera insuperable, ¡simplemente por no
cambiar de lentes (epistemológicas)!
• Otra
consideración importante es la del reconocimiento del «valor revelatorio» de
la ciencia, y en concreto de la nueva cosmología. Es un tema que ha
planteado muy bien Thomas Berry[9], y que merece la atención de la teología.
Esta perspectiva complementa la intuición ya citada de Tomás de Aquino,
expresada en ese principio negativo que denuncia los «errores sobre el mundo
que redundan en errores sobre Dios»; Thomas Berry complementa con el lado
positivo: la nueva cosmología nos capacita también para percibir la
manifestación del misterio sagrado que late en el seno mismo de la realidad: la
ciencia tiene un valor «revelatorio», epifánico... No es una idea enteramente
nueva: ya san Agustín dijo aquello de que Dios escribió dos libros, y que el
primero de ellos era el de la realidad, el mundo, la creación. La ciencia, al
acercarnos al misterio de la realidad, hace que la realidad misma del cosmos
venga a ser reveladora, la capacita para fungir para nosotros como otra Palabra
de Dios... (No entramos ahora en el tema de la jerarquía de valor[10]
de esas dos palabras de Dios... pero no sería errado pensar que el primer libro
es también la principal[11] revelación de Dios, porque el segundo no
es palabra de Dios, sino «palabra humana sobre Dios»[12], en realidad un simple
«comentario» al primer libro...).
• En la
cosmovisión que la nueva cosmología está extendiendo irreversiblemente sobre la
sociedad humana –conocida ya hasta por los niños en edad escolar y por la
población más alejada de los medios académicos, gracias a los medios de
comunicación divulgadores de la ciencia– el viejo relato de las religiones y
del judeocristianismo en concreto ya no resulta aceptable para la
sociedad culta de hoy. Sólo puede pervivir en creyentes atrasados en su
formación, o creyentes cultos que aceptan vivir escindidos esquizofrénicamente
en su espiritualidad. Mirado desde la sociedad, podríamos decir que hoy sólo
pueden «creer» el relato bíblico-eclesiástico los desinformados. Es urgente
hacer algo. Pero, tal vez no se trata sin más de traducir el viejo relato al
nuevo contexto, ni de ponernos a crear un relato nuevo; probablemente se trata
más bien de asumir el relato que el mismo cosmos evolutivo está revelando a la
ciencia actual, a la nueva cosmología (sin idolatrarlo ahora, sin convertirlo
en un dogma, sin dejar de reconocer la provisionalidad permanente de nuestra
percepción del mismo...), y dejar fluir ante él nuestro sentimiento religioso
ante el misterio, nuestra experiencia espiritual cósmica... Sin duda –son
muchos los que lo constatan– el nuevo relato cosmológico es lo que más está
transformando actualmente la conciencia de la humanidad[13]. Probablemente va a ocurrir otro tanto
en lo religioso y lo teológico, pero en los ámbitos teológicos y espirituales,
hoy por hoy, no se percibe el potencial revolucionario de este nuevo paradigma
ecológico; como un resabio de la vieja mentalidad, se piensa que este tema «no
es religioso ni espiritual, sino científico».
• Uno de los
temas pendientes que más asustan es el de recolocar a Jesús en el nuevo relato
cosmológico... La cristología clásica de la redención no tiene mucho futuro en
una situación cultural marcada por la nueva cosmología. Ni Teilhard de
Chardin logró hacerlo, aunque hizo propuestas bien interesantes. Tal vez
estaba demasiado condicionado por su condición de hijo fiel de la Iglesia, ante
la Inquisición (que entonces se llamaba Santo Oficio) y por su condición de
jesuita... y no podía ni siquiera pensar en planteamientos que todavía hoy
apenas parecen plausibles. Fue muy moderno, se adelantó a su tiempo en muchos
campos, se abrazó a la ciencia... pero continuó deudor de la epistemología
mítica bíblica y de la dogmática clásica. Ni por un momento sugirió una
profundización-replanteamiento de Calcedonia, ni como buen jesuita dejó de ver
la devoción al Corazón de Jesús como la forma suprema espiritual para los tiempos
modernos... En 2015 se han cumplido 60 años de la muerte de Teilhard. No se
puede dejar de lado sus aportaciones en este campo de los desafíos de la nueva
cosmología, pero el gran grueso de la relectura de Jesús[14] a partir del nuevo relato cosmológico
actual, está sin hacer. Será una de las más importantes tareas críticas para la
teología y la espiritualidad que vienen, tareas sobre las que hemos
querido reflexionar este estudio.
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[1] Summa contra Gentiles,
1,2, c.3. También: «Una concepción equivocada acerca de las criaturas las
creaturas lleva a un falso conocimiento de Dios», ibid., II, 10.
[2] Planetés en griego
significa errante, precisamente, aunque ese nombre se les dio a los
planetas por otra razón.
[5] Raíces
históricas de nuestra crisis ecológica, en http://latinoamericana.org/2010/info/;
original en la revista «Science» 155 (1967) 1203-1207.
[9] Thomas BERRY, Lo divino y nuestro actual
momento revelador, en la RELaT:servicioskoinonia.org/relat/390.htm(acceso
permanente).
[10] Se tiene que poder aplicar
aquí también el principio de la «jerarquía de verdades» que reconoció el
Concilio Vaticano II (UR 11).
[14] Por ejemplo la relectura en la
que trabaja su compañero de orden, el jesuita Roger Haight –que por cierto,
cuando era novicio en Nueva York asistió presencialmente al funeral de
Teilhard, en mayo de 1955–; cfr. Jesus, Symbol of God, Orbis Books, New
York 2000.
Fuente: Revista «Fe y Pueblo» 25 (agosto 2014)
137-146,
ISEAT, La Paz, Bolivia.
ISEAT, La Paz, Bolivia.
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