Por Samuel
Lagunas, México
Cuando
Francisco de Asís, el 24 de diciembre de 1223, celebró la misa delante de un
heterodoxo escenario –un buey, un asno, heno y un pesebre– no sólo consiguió
representar ante los ojos, el tacto y el olfato de los fieles el glorioso
momento del nacimiento de Cristo, sino también dejó constancia de la vida
cotidiana de los primeros frailes. El belén, entonces, surgió como testimonio
eclesial poniendo énfasis en la sencillez y austeridad predicadas y vividas por
Francisco. Más allá de lo anecdótico de esta representación en Greccio y de su
trascendencia icónica dentro de la tradición cristiana, el acontecimiento de la
Natividad bien puede ser un modelo que ilumine con nueva fuerza la misión de la
iglesia en la actualidad. Recordemos que para Sallie McFague un modelo «es una
metáfora con “capacidad de permanencia”» y que más que una definición, funciona
como «un esquema plausible […] abierto al cambio»[i]. Y, en este sentido, me gustaría apuntar
algunos rasgos derivados de los relatos del nacimiento de Jesús (Mt. 2, 1-12;
Lc. 2, 1-20) que creo pertinentes para afrontar como iglesias las situaciones
que vivimos como sociedad.
Na(ti)vidad:
congregación de personas diferentes
El
nacimiento del Mesías reunió a hombres y mujeres que de otro modo difícilmente
hubieran coincidido. Pastores de ovejas, sabios de oriente y, si tenemos en
cuenta el relato del Protoevangelio de Santiago, en la escena aparecerían
también una comadrona y Salomé, una mujer cuya actitud de incredulidad es
análoga a la de Tomás ante el Cristo Resucitado: «si no palpo, no creeré»;
todos alrededor de una familia poco convencional. Ateniéndonos únicamente a los
relatos canónicos, no deja de asombrarnos la polaridad de los espectadores
centrales: los pastores y los sabios. Sobre los primeros, el texto bíblico
señala que «estaban en unos campos cercanos, pasando la noche a la intemperie
cuidando de sus rebaños» (Lc. 2,8). Joseph Ratzinger apunta al respecto que, al
nacer Jesús fuera de la ciudad, era lo más lógico que ellos fueran los primeros
llamados a la gruta y, añade luego, que ellos «formaban parte de los pobres, de
las almas sencillas, a los que Jesús bendeciría, porque a ellos está reservado
el acceso al misterio de Dios»[ii]. Como contraste, los sabios eran astrónomos
vinculados de alguna manera a la clase sacerdotal persa poseedores de
conocimientos religiosos y filosóficos. Su riqueza se ha inferido no sólo de
los presentes que dieron al niño, sino también de que su historia ha sido leída
tradicionalmente a la luz del Salmo 72,10 y de Isaías 60. Ellos estuvieron
dispuestos a ir más allá de sus creencias convencionales en pos de una
revelación nueva y proveniente del lugar menos esperado. Poco importa si
pastores y sabios coincidieron realmente en la gruta de Belén; más importante,
en cambio, es el hecho de que dos estamentos tan diferentes se congregaran con
una actitud compartida: la esperanza, y un propósito común: la honra y la
alabanza del recién nacido.
El
eclecticismo posmoderno poco ha propiciado que la iglesia se muestre como una
comunidad de diferentes. Allende las diferencias doctrinales –que intuyo cada
vez son menos relevantes a la hora de elegir una iglesia–, se observan con más
frecuencia iglesias sectarias condicionadas por la clase social, la orientación
sexual, el grupo etario, la indumentaria y aún la preferencia política.
Iglesias homogéneas y homogeneizantes se vislumbran como la norma. Pero ante el
acontecimiento de la navidad, se impone una reacción crítica ante el fenómeno
de la fragmentación y la homogenización. ¿Es nuestro salario, nuestra vida
sexual, nuestra edad, nuestros gustos o nuestra ideología lo que debe primar en
el momento de decidir participar en una iglesia? ¿Acaso no es precisamente la
esperanza mesiánica, la expectativa y la construcción del Reino lo que debe
congregarnos en torno al Salvador? Es claro que abundan quienes señalan que no
se puede tener lo segundo sin lo primero; no obstante, la Navidad sigue
modelando la diferencia: la congregación de pastores y sabios, de pobres y
ricos, de cultos e incultos, de profesionales y artesanos, de locales y
extranjeros[iii].
Na(ti)vidad:
testigos de la alabanza universal
Los
pastores y los sabios fueron testigos de hechos que sobrepasaron su
entendimiento: la aparición de los ángeles y la estrella en el Oriente. Así, el
nacimiento de Cristo fue reconocido no sólo por los hombres, sino también por
la creación y por las jerarquías celestes. En la Encarnación el centro de la
Historia es revelado y ese acontecimiento no se puede pasar por alto en el
universo; el antiguo himno cristiano citado en la epístola a los Colosenses da
espléndido testimonio del hecho (Col. 1, 15-20). Que la naturaleza muestra al
Creador y al Redentor es algo en lo que los teólogos y teólogas han hecho
hincapié desde San Bernardo hasta Leonardo Boff pero que ya los evangelistas
quisieron dejarnos bien claro.
Los
pastores presenciaron con temor la aparición de los ángeles, pero el anuncio
escuchado los llenó de alegría y los movió a la acción. Apresurados, sabios y
pastores, acudieron a Belén y fueron testigos de cómo la estrella se posaba
encima de la ciudad y de cómo las palabras del ángel eran verdaderas. En un sentido
semejante, Agustín de Hipona señala que el hecho de que Jesús yazca en un
pesebre no es vano pues allí era donde los animales comían; siendo así, el
Jesús del pesebre simboliza al pan que nutre de vida a los hombres, a los
animales y a la creación entera. Es este hecho, principio del misterio
pascual, el que anima la alabanza de los ancianos y de las bestias en el Libro
del Apocalipsis (Ap. 4, 2-11).
La
Navidad, en este sentido, nos devuelve a nuestra posición de criaturas y nos
llama, como iglesias, a la humildad y a una nueva forma de solidaridad con toda
la creación, ya que en la Navidad reconocemos que los seres humanos no somos
los únicos, ni los más importantes, que rendimos tributo al Señor. La Navidad
nos llama a presenciar una alabanza que trasciende a la iglesia y a unirnos a
ella con actitud de gozo por la promesa cumplida: ¡todo lo que respira alaba al
Señor!
Na(ti)vidad:
recordar y volver a la misión
Los
albores de la iglesia los encontramos en Belén, en una gruta donde pacía el
ganado. Es imperioso recordar constantemente esta verdad a fin de no apartarnos
de nuestra misión esencial: el anuncio de la salvación.
En
las ciudades actuales coexisten distintas tradiciones decembrinas: la cena en
Nochebuena, el intercambio de regalos, el personaje de Santaclaus, la
diversidad de villancicos. Esto, lo sabemos bien, ha suscitado, entre los
evangélicos posiciones que van del rechazo a la aceptación. Sobre la cena en
Nochebuena, el mexicano Jorge Fernández Granados –uno de los poetas vivos
más destacados– ha escrito el siguiente poema:
“Nochebuena
nos sentamos a la mesa
nos sentamos a la mesa
Impecables
cada
uno en su monólogo
impecable
de
siempre en esta noche de tantas
impecables
navidades en la vida que es todo menos
navidades en la vida que es todo menos
impecable
y de pronto una de las velas que arden en la mesa chisporrotea
y de pronto una de las velas que arden en la mesa chisporrotea
y
cae
su
llama se apaga con un chasquido justo sobre la fuente aún intacta de la
accidentada
accidentada
cena
la costumbre nuestros monólogos el blindado bienestar se rompen
por un súbito silencio inexplicable compartido
por un súbito silencio inexplicable compartido
e
impecable.”
Las
dos estancias del poema están marcadas por la contraposición del adjetivo
«impecable» en la primera estrofa con verbos que evidencian la fragilidad del
disfraz de Nochebuena en la segunda. No obstante, la fugacidad de la apariencia
de armonía y concordia que intenta impregnar la Navidad, la buena intención es
infructuosa y el día de Navidad suele pasar, incluso en las iglesias, dejando
todo como estaba. Ese efecto es totalmente contrario de aquella noche en Belén
que atestiguó el nacimiento del Redentor. Los sabios de Oriente volvieron a su
hogar por otro camino, desafiando la autoridad de Herodes protegiendo la vida
del niño. Los pastores anunciaron el mensaje del ángel y luego volvieron
transformados a sus quehaceres cotidianos. La alegría de todos ellos halló un
nuevo motivo pues habían alcanzado la promesa (Heb. 11,40). Los ancianos Simeón
y Ana, corolarios de la escena navideña, verbalizaron esa alegría en sendas
alabanzas (Lc. 3, 27-30, 39) que escucharon «todos los que esperaban la
liberación» (Lc. 3,39). La liberación es el contenido del anuncio de salvación.
María, la madre de Jesús lo expresa así en su famoso cántico (Lc. 1,46-55). La
Navidad, en tanto modelo de iglesia, nos insta a renovar nuestra esperanza, a
recordar lo esencial de nuestra misión y a verternos en la alabanza que día y
noche entona el universo. Asimismo, nos desafía a construir espacios que cada
vez se asemejen a esa no tan lejana noche en la que el Verbo se despojó de su
gloria y habitó entre nosotros.
_____________________________________
[i] McFague,
Sallie. Modelos de Dios. Teología para una era ecológica y nuclear.
Santander: Sal Terrae, 1994. p. 73.
[ii] Ratzinger, Joseph. La
infancia de Jesús. Consultado a través de http://www.soysalesianocooperador.org/wp-content/uploads/downloads/2013/07/La+infancia+de+Jesus+-+Benedicto+XVI1.pdf
p. 46
[iii] Continuar la vía de
la Navidad como modelo de iglesia lleva a reimaginar también la figura del
pastor a partir del niño en el pesebre quien pastoreó desde su inocencia y su
bajeza a hombres tan distintos a él y tan diferentes entre sí.
Fuente:
Lupaprotestante, 2015.
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