Por. Daylins Rufín, Cuba*
Quien piense que los mitos pertenecen a una era ya
pasada, ¡mejor lo piensa dos veces¡
Vivimos entre mitos construidos antaño que son
reeditados en lo cotidiano. Tejemos y rehacemos las historias personal,
comunitaria, familiar, laboral y de todo tipo, vertiendo esa mezcla en un
molde, una forma que recuerda al mito. Creamos y recreamos en el esfuerzo de
socavar y erigir valores y verdades inventando nuevos mitos que nos ayuden a
entender y transformar el ahora, a salvaguardar y depurar las muchas zonas que
conforman el espacio vital. En este sentido podríamos decir que cada ser humano
tiene y es, un poco, un ser mitológico.
Entre los tantos mitos con los que hoy convivimos
hay una gran gama en la que nos interesa fijarnos: aquella que refleja los
relatos, ideas y pre-juicios que tienen que ver con la llamada cultura
patriarcal. Y como es esta una veta extensa y muy variada, queremos mirar más
específicamente aquellos que sostienen esta ideología desde la perspectiva del
poder.
“Poder” es un término que se asocia tanto al ser
como al tener. Se dice a una persona “eres poderosa”, se dice que alguien “es
poderoso”, y también puede referirse a un colectivo o individuos dentro del
mismo “ellas o ellos tienen poder”. Estos usos del término remiten básicamente
a lo tangible, a cosas que pueden ser riquezas, bienes, posición (asociados
casi siempre sobre todo a cargos y roles), a posesiones y activos; pero existen
otras acepciones que tienen que ver con lo intangible, lo que no es dable o
controlable por grupo o estructura humana alguna y que incluso tiende a ser
asociada con lo sobrenatural. Cuando se dice de alguien que “tiene poderes”
estamos ante ese ejemplo.[1]
El amplio espectro de nociones de poder
anteriormente esbozado posee indiscutiblemente una configuración dualista que
forma parte de la mesa que alimenta muchas nociones fragmentadas – ¡y
fragmentandoras!- heredadas, entre las que se encuentran aquellas que han
servido y aún se ofrecen para nutrir la ideología patriarcal. El corpus
de dualismos que se desprende de la separación entre cuerpo y alma, marcando
límites entre lo espiritual y material, se encuentra entre los más reconocidos
a nivel histórico y teórico dentro de este tipo. Este cuerpo de dualismos
funciona también de apoyo a la comprensión de poder y de los poderes tal cual
los referimos previamente.
Y aunque vale la pena el esfuerzo de intentar cortar
de raíz esas nociones, de disolverlas y anularlas de forma que dejen de
alimentar un tipo de ideología que desune y parcializa, debemos ser
conscientes, sin embargo, de la dimensión temporal, espacial, múltiple y
articulada que requiere tal empresa; pues un cuerpo fuerte, bien apertrechado y
bien nutrido no morirá de inanición tan fácilmente.
Por otro lado, y a propósito de este debate sobre el
desmontaje de lo patriarcal, nos preguntamos, ¿será que se trata solamente de
agredir y aniquilar el sistema destruyéndolo totalmente, o quizás puede
tratarse de remodelarlo, transformarlo y con/vertirlo (tal cual hacemos con los
mitos)? ¿Qué elementos, estrategias y acciones pueden hacer efectivo y sostenible
el proyecto de liberación (éxodo, salida) de los lindes de la cultura
patriarcal? Y, más específicamente, siguiendo el hilo que escogimos como
conductor de esta aproximación, ¿Qué poder y poderes poseemos o hemos de
disponer para que esto pase?
Un sinnúmero de propuestas suele aflorar a propósito
de estas cuestiones y cuestionamientos. El intentar abordarlos deviene en una
travesía teórica que puede y debe tener lugar a partir de múltiples vías, todas
legítimas y complejas en sí. Yo prefiero palpar ahora el tema del poder y lo
patriarcal desde los caminos de lo cultural y lo popular, entendido lo primero
no como un modelo fijo de un sistema dado, sino como la confluencia
múltiple de tradiciones, costumbres y cosmovisiones que nos habitan; y lo
segundo como muestra de un grupo no comprometido jerárquicamente a la vez que
referente del lugar de praxis: un espacio humano, comunitario desde donde
pueden darse las condiciones de posibilidad para construir y deconstruir
colectivamente desde la experiencia.
Y si pensara en un elemento que pudiese entrelazar
ambas variables, logrando mostrar cómo el tema del poder patriarcal se
articula, conforma y reconforma desde y en ellas, escogería el lenguaje y sus
configuraciones. Más específicamente, aquello que tiene que ver con las
expresiones cotidianas que van predisponiendo nuestros imaginarios de forma que
naturalizamos una concepción de poder que. por reduccionista, nos reduce y
minimiza a hombres y mujeres por igual. Los “dichos” o proverbios resulta una muestra
ideal para esto.
La gente de Cuba -se dice- es muy dicharachera. ¡Y
este es un dicho cierto! En una sala de espera, en una reunión con amigas y
amigos, en una clase del colegio, en una fiesta familiar, en la cola del pan y
donde quiera que se comparte grupal y popularmente en nuestra isla, puede que
aflore un dicho o proverbio como parte de la conversación. A veces, incluso
sentenciamos con ellos el cierre de un tema determinado. No es raro en estos
casos que alguien exprese “… y como dice el dicho…”, trayendo a colación
después una frase hecha que resume, reafirma y posiciona con respecto a algún
asunto dado que se ha debatido.
Existen dichos, proverbios y frases explícitamente
machistas y patriarcales que forman parte de nuestras vidas diarias y se encarnan
de generación en generación. “El hombre es de la calle y la mujer es de la
casa”, por ejemplo, es una de las más extendidas. Pero, preferiría compartir
aquí otros que impactan negativamente la utopía de una sociedad equitativa
desde el punto de vista de género de forma quizás menos explícita y más sutil.
Estos son más difíciles de identificar, aunque igualmente fungen como
propulsores y sostenedores de un tipo de cultura normativa que lacera a hombres
y mujeres en la expresión plena de su humanidad, sus capacidades y sus
derechos.
Como afirma Ivone Gebara “…las palabras tienen
historia y se vinculan a la historia de quienes las utilizan”[2].
Estas que hemos escogido, si las miramos de forma general y divorciadas de un
contexto y terreno epistemológico, como el de la equidad de género, se revisten
de una condición de solapamiento que las hace más susceptibles de ser
propagadas sin la conciencia de cómo refuerzan estereotipos de desigualdad, lo
cual las torna a su vez más peligrosas para el proceso de deconstrucción de
nuestros imaginarios patriarcales, sobre todo en lo que respecta a la
comprensión del poder. Por tanto, son estas cuestiones sobre las que resulta
más importante detenerse.
“Donde manda capitán no manda marinero”. Este dicho,
extendido y muy común, aparentemente se inscribe sólo en el ámbito de una
concepción de poder que tiene que ver con relaciones de producción, perfilando
más bien una concepción de poder operativo. Ciertamente este es un primer
estrato de sentido que posee tal afirmación, ya que remite, de forma figurada,
a definir las relaciones jefe- subordinado, ama-sierva, dirigente-grupo de
trabajo, entre otras.
Si seguimos la consabida, y también muy naturalizada
división de lo público y lo privado que la teoría feminista ha abordado
ampliamente en su labor teórico-crítica, sería fácil afirmar que este
dicho pertenece a la esfera de lo público. Sin embargo, el propio
desmantelamiento y acercamiento complejos de las relaciones de género nos deja
ver que precisamente la división estereotipada más expandida de los roles
hombre y mujer han hecho de esta un ser subordinado en el ámbito privado. Y he
aquí un primer elemento que hace que este dicho pueda cómodamente utilizarse
también en este ámbito.
Por otro lado, la cultura machista y heteronormativa
coloca al hombre en el ámbito privado identificándolo como cabeza de familia,
padre de familia, o jefe de núcleo como se le nombra muy comúnmente en el
espacio legal cubano, por ejemplo. El varón es el “capitán” de la casa, el que
comanda y guía el hogar y esto le confiere responsabilidades, pero también
privilegios que crean brechas de inequidad en todo hogar que se encarne dentro
de los derroteros de la cultura patriarcal.
No es poco común encontrar en familias que se
relacionan desde estos precisamente, que cuando hay que tomar una decisión con
respecto a algo que acontece dentro de la casa o el núcleo familiar, las mujeres
de la misma (ya sean madres, abuelas, tías e hijas) no tengan, o sientan que
tienen, el derecho a ese poder de decidir sobre el asunto, pues ninguna es o
asume que no puede ser quien comanda “el barco”. Y desafiar al “capitán”
disintiendo o proponiendo algo antes que él, puede hacerte pasar de “marinero”
a “polizón”.
En esta misma línea de la lógica de relaciones
poder-sanción que instaura la cultura patriarcal se inscriben aseveraciones y
dichos como “El que paga, manda” y “Soldado brindado, soldado reventado”.
Frases ambas que también parecen pertenecer al ámbito público, de las
relaciones de trabajo y subordinación, pero que igualmente son sostenidas en el
imaginario que perfila un tipo determinado de relaciones y configuraciones
familiares patriarcales que reproducen una lógica de poderes que subyugan y
coartan la libertad de expresión y decisión.
Unas de las estrategias de todo poder que se erige
como antidemocrático e inequitativo, incluyendo el que se ejerce desde la
concepción patriarcal, son la desmotivación y la naturalización del silencio
(entendido como no denuncia) haciéndolo lucir como parte del deber ser
de la persona o grupo a quien se quiere controlar. Esto, por supuesto, es una
forma de violencia. Y este tipo de violencia, menos visible e identificable,
sobrevive en el uso de estos dichos y reproduce a través de los mismos el
pertinente mito de sumisión de la buena-mujer-abnegada-de boca cerrada versus
el hombre-con sus defectos-pero perdonable.
El sistema machista de hombre-proveedor y mujer-objeto
recobra sentido dentro del mito patriarcal también por el uso y actualización
acrítica de dichos como estos. La desigualdad del sistema se sustenta, y con
ello todos los males y vicios que a estas alturas de la historia de la
humanidad deberían haber desaparecido ya. A través de esta repetición y
dinámica de oralidad, estos recobran nuevas fuerzas.
A propósito de este asunto la misma Ivone Gebara nos
recuerda: “En el sentido ético, desigualdad significa hacer diferencia entre
derechos debidos a las personas; crear diferencias ficticias para no atribuir
los derechos reales y legales a las personas”[3].
El mito patriarcal se vale de estos dichos para reforzar el imaginario de
sumisión, privando así de la capacidad y el derecho de denuncia profética a
minorías vulnerables.
Otros dichos como “mejor ser cabeza de ratón,
que cola de león”, “más vale pájaro en mano que cien volando” y
“quien mucho abarca, poco aprieta”, amén de ser portadores de una veta de
sentido que trasluce puntos válidos y semillas de sabiduría espiritual que
puede ser asociada con el no privilegiar el ser sobre el tener, lo cual es
importante en un mundo tan egoísta, poco solidario y altamente competitivo y
derrochador como este en que vivimos; poseen, sin embargo, en el ámbito de las
relaciones de género, un alto poder desmovilizador.
Aplicadas a este espacio, estas grandes y nobles
verdades confunden, pues no solo coaccionan, sino que generan complejos y
culpas en aquellos sectores oprimidos y vulnerables, víctimas explicitas de un
tipo de cultura que refuerza brechas de inequidad.
Una vez más, las palabras en sí no son nada, hay que
ponerles coordenadas históricas y suelo para entender los efectos que pueden
tener en un momento dado. Somos cuerpos históricos, estamos hechas y rehechos
de palabras y mitos que nos cuentan lo que somos y lo que debemos ser.
Somos textos vivientes, ánforas que guardan un rollo de vida que trae un guión
escrito en marca de sangre y sombra. Y ¡este guión dado ciertamente puede hacer
de nuestras vidas un rollo!
Es necesario que nos atrevamos a recrear la historia
y las palabras para ver un camino diferente hacia un horizonte y un mundo
distinto. Resulta un desafío ineludible recrear y transformar los mitos dados
en el diario de la vida y lo cotidiano, conscientes de que “cuando los
conceptos universales comienzan a particularizarse y a tener muchas
interpretaciones fundadas en la diversidad de las experiencias humanas
comenzamos a ver muchas cosas”[4].
Estamos llamados, como familia humana, a crear y
llevar frutos. Somos Imago Dei, hijas e hijos de Dios, Padre y Madre,
co-creadores. Es preciso en medio del caos, organizar el mundo con la Brisa (la
Ruâh) de la Palabra Sabia (Logos-Sofía) que esclarece y armoniza.
Es preciso volver a nombrar las cosas y ver qué es bueno. Ese es nuestro poder…
¿Será que no podemos?
_____________________
[1]
Es interesante notar que el verbo “empoderar”, actualmente aún tan empleado en
escritos como éste que intentan colocarse desde la perspectiva de género, es un
anglicismo que denota este mismo sentido de poder como reivindicación y
restitución de una fuerza que se mueve, no obstante, entre ambas dimensiones o
ámbitos. El “empowerment” hace referencia a una fuerza intangible para volver
tangible y hacer aparecer un ambiente de equidad y justicia.
[2]
Véase: Gebara, Ivone. Desigualdad y propiedad. Quién determina sus
significados, En: Agenda Latinoamericana 2016, págs. 32-33 de la
Edición Cubana. También se puede acceder al artículo completo en el archivo
telemático de la Agenda Latinoamericana, a través del siguiente link http://servicioskoinonia.org/agenda/archivo
[3]
Idem
* Daylins Rufín. Licenciada en Teología. Master en Ciencias Bíblicas
(con énfasis en Hebreo Bíblico y Antiguo Testamento) y doctorante en Filosofía
por la Universidad de la Habana, Cuba. Es profesora del Seminario Evangélico de
Teología (SET) de Matanzas, y del Instituto Superior Ecuménico de Ciencias de
la Religión (ISECRE) en la Habana. Sirve como coordinadora general del programa
Red Bíblica Cubana del Centro de Estudios del Consejo de Iglesias de Cuba
(CECIC) y como colaboradora del grupo de Reflexión y Solidaridad Oscar Arnulfo
Romero de Cuba ( OAR- Cuba) . Es pastora de la Fraternidad de Iglesias bautistas
de Cuba (FIBAC).
Fuente: Lupaprotestante, 2016
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