Por. Luis Rivera-Pagán, Puerto Rico –EE.UU
Luis N. Rivera-Pagán[2]
“Yo también canto a América, viajando
con el dolor azul del mar Caribe,
el anhelo oprimido de sus islas,
la furia de sus tierras interiores…
Suene este canto, no como el vencido
letargo de los quenas moribundos,
sino como una voz que estalle uniendo
la dispersa conciencia de las olas…
Yo también canto a América futura.”[3]
Un
continente en contradicción
Esa “América futura”, a la que se refiere el poeta
Rafael Alberti, uno de los muchos artistas ibéricos que se refugiaron en
América Latina tras la derrota de la república española, tiene una historia que
ha sido marcada indeleblemente por los esfuerzos de muchos hombres y mujeres de
vivir el evangelio en la dirección de la gracia y la misericordia divinas.
También, infortunadamente, esa historia es una procesión de amarguras, muchas
de ellas causadas paradójicamente por quienes se han erigido como portavoces de
la cristiandad. Desde el primer encuentro entre las comunidades autóctonas
americanas y los cristianos europeos, a fines de 1492, esa contradicción ha
signado nuestra historia.
Aunque la prioridad de quienes se interesan por la
cultura latinoamericana y caribeña es la contemporaneidad y sus desafíos, no
puede descuidarse la historicidad de todo acontecer humano. De otro modo nos
arriesgamos a caer en fórmulas ligeras de peso y superficiales. Superar lo que
el crítico literario Arcadio Díaz Quiñones, ha llamado la “política del
olvido” de una “historia llena de silencios y ocultamientos”,[4] se ha convertido en urgencia laboriosa
para una pléyade de organizaciones populares e intelectuales vinculadas a los
afanes sociales. Se trata, en palabras de Michel Foucault, de “hacer la
historia del presente”;[5] en este caso, del laberíntico enlace
entre la cultura latinoamericana y la fe cristiana. Como escribe José Lezama
Lima en su gran novela-poema, Paradiso, la sensibilidad creadora se
compone de dos fases concurrentes: por un lado, la búsqueda del futuro desconocido
y “sus elementos creadores aún no configurados”, y, por el otro, el “reavivamiento
del pasado, la decisión misteriosa de lanzarse a la incunabula…”[6] La memoria de los orígenes a los que
aquí nos referimos tiene que ver con las comunidades autóctonas y los pueblos
afroamericanos.
Jung Mo Sung, en una excelente ponencia titulada
“Fome de Deus, fome de pão, fome de humanidade”, nos coloca frente a los retos
que nos plantea la globalización neoliberal del tardocapitalismo y su cultura
de lucro e insensibilidad. Esa insensibilidad se demuestra, no sólo como él
bien ha indicado, en la sordera ante el “hambre de pan”, la miseria económica,
sino también frente al “hambre de Dios” y el “hambre de humanidad”, que
incluyen la espiritualidad y religiosidad particulares de los pueblos
subyugados y menospreciados.[7] El tema de la cultura y la espiritualidad,
por consiguiente, cobra vigencia renovada para quienes aspiran a encarnar el
evangelio en conformidad a la Palabra hecha carne.[8]
Deseo indicar algunos de los retos que este eje
temático suscita respecto a las poblaciones americanas cuyas culturas han sido
desdeñadas y minusvaloradas. Estas observaciones se dan en un contexto temporal
enigmático, que es tiempo que padece una “sequía mesiánica”, en la sugestiva
frase de Elsa Tamez,[9] pero que paradójica y simultáneamente
preludia, como ha señalado José Duque,[10] un nuevo kairós en el que se
manifiesta la obstinación y tenacidad de la esperanza.[11]
De
Hatuey a Túpac Amaru: el via crucis de las comunidades autóctonas
Tradicionalmente, las iglesias y teólogos
protestantes han tendido a caracterizar de manera sombría los eventos fundantes
del descubrimiento, la conquista y la cristianización de América. Y, por
cierto, hay mucho criticable y condenable en esa empresa, como fácilmente puede
constatarse leyendo las proféticas denuncias de Bartolomé de las Casas, quien
como católico ibérico del siglo dieciséis, tenía poca simpatía hacia luteranos
y calvinistas.[12] Sin embargo, la realidad es que el mismo
nombre de Las Casas muestra que estos sucesos nunca estuvieron exentos de
debates y cuestionamientos.
Quizá sea cierto lo que algunos estudiosos han
afirmado, a saber, que no ha habido imperio en el que se haya debatido y
disputado con tanto vigor la legitimidad de su hegemonía material y espiritual,
como el de España en el siglo dieciséis. Es posible que el siempre deseado y
nunca conseguido saludable clima de diálogo ecuménico entre católicos y
protestantes en América Latina se propicie si, respecto a la cristianización
del continente, los primeros, ponen mayor hincapié en sus vulnerabilidades y
fallas y los segundos en sus aportes proféticos y misioneros.[13]
Buena parte del debate en el siglo dieciséis giró
sobre la licitud de la conquista militar y política (por ejemplo, la célebre
conferencia de Francisco de Vitoria sobre los títulos ilegítimos y legítimos
que se esgrimían entonces para arrogarse, mediante la guerra, la soberanía que
el teólogo dominico salmantino reconoce que en principio pertenecía a los
príncipes nativos).[14] También, sin embargo, se suscitó una
controversia teológica aguda y sin cuartel sobre la evangelización de los americanos
que versó principalmente alrededor de tres puntos cruciales:[15]
1) Cristianización y culturas autóctonas.
Cristianizar a los pueblos autóctonos americanos, ¿conlleva necesariamente la
transformación drástica y total de sus hábitos de existencia social? Lo
interesante no es que un número considerable de teólogos, juristas y
funcionarios europeos niegue todo valor simbólico a las culturas de los pueblos
originarios. Eso era de esperarse y el renacer de la filosofía política
helénica proveyó el concepto de “bárbaro”, en su variante aristotélica que le
atribuye condición de “servidumbre natural”,[16] ampliado para denotar una doble
inferioridad – la de cultura y la de religión. Lo extraordinario es que hubo
teólogos españoles que resistieron ese etnocentrismo y proclamaron los valores
de las culturas autóctonas.
En la polifonía de voces presentes en el siglo
dieciséis está la exclamación disidente, el contrapunteo, de Las Casas, quien
escribirá obra tras obra – tratados, historias, crónicas, memoriales,
epístolas, denuncias, sermones, guías para confesionarios, hasta su
testamento final – tratando de demostrar una tesis central: la plena humanidad,
con íntegra racionalidad y libre albedrío, de los nativos de América. Para el
fraile dominico, “todas las naciones del mundo son hombres”.[17] Para demostrar esta tesis escribe una
monumental obra, la Apologética historia sumaria, el esfuerzo más
impresionante de un europeo, blanco y cristiano en aras de demostrar la
integridad racional y plena humanidad de pueblos no-europeos, no-blancos y
no-cristianos. Todo el objetivo de este extraordinario escrito es evidenciar,
de múltiples maneras que: “Todas las naciones del mundo son hombres, y de todos
los hombres y de cada uno dellos es una no más la definición… todos tienen su
entendimiento y su voluntad y su libre albedrío como sean formados a la imagen
y semejanza de Dios…”[18]
Como puede colegirse de estas referencias, el debate
sobre el valor de los mundos simbólicos e imaginarios culturales de los pueblos
originarios desemboca en la interrogante crucial que, por primera vez, como
“voz que clama en el desierto”, lanzaría al ruedo, en 1511, el predicador
dominico Antonio de Montesinos: “¿éstos no son hombres? ¿no tienen ánimas
racionales?” La controversia sobre las culturas se transformó desde el primer
instante en la polémica acerca de la humanidad de los habitantes de estas
tierras. Concierne sin duda a la cuestión moderna de los derechos humanos, pero
sobre todo a la obligación evangélica y profética de relacionarse con los
indígenas en el horizonte de la justicia y la misericordia divinas.[19] Por eso, la próxima pregunta de
Montesinos es: “¿no sois obligados a amarlos como a vosotros mismos?”[20]
2) El valor de la religiosidad, del culto, de los
pueblos autóctonos. ¿Son los cultos autóctonos, “semillas del Verbo”,
“preparación del evangelio” o, más bien, “mímesis diabólica”? ¿Puede mantenerse
vigorosa y creadora la cultura de un pueblo autóctono si se desdeñan y
erradican sus cultos? Nuevamente, la primacía la tuvo el nutrido grupo de
teólogos y jerarcas eclesiales que catalogó toda la religiosidad nativa como
“idolatría”, a ser absolutamente extirpada, de acuerdo a las normas
veterotestamentarias.[21]
¿Cómo preservar la cultura y simultáneamente
desligarla del culto considerado diabólico? Este dilema se convierte en aporía
insoluble para teólogos, misioneros y educadores, al mismo tiempo perplejos,
fascinados y llenos de pavor ante las peculiaridades de las tradiciones, ritos
y ceremonias de los inéditos pueblos que se insertan en el horizonte de poder y
saber de los europeos cristianos. Sobre las campañas de los siglos dieciséis y
diecisiete en el Perú para extirpar las “idolatrías”, asevera Pierre Duviols:
“Es la cultura indígena en su integridad la que está en riesgo de ser
prohibida”.[22] El trauma colectivo que esa amenaza
conlleva es difícil de imaginar y más doloroso de compartir. De ese esfuerzo
contradictorio por salvar unas almas liberándolas del culto de su cultura,
nació traumáticamente la paradoja perpetua que es América Latina.
Pero, también aquí sonó con vigor la voz profética.
En sus Comentarios reales, el Inca Garcilaso de la Vega diseña una
perspectiva alterna, un contrapunteo disidente. Garcilaso reproduce la leyenda
según la cual uno de los últimos incas, Hayna Cápac, había intuido que el sol
no es sino un instrumento celeste bajo la soberanía de una deidad superior. “El
Rey Huana Cápac… dijo entonces: … este Nuestro Padre el Sol debe tener otro
mayor señor y más poderoso que él, el cual le manda hacer este camino que cada
día hace sin parar…”[23]
Consciente del menosprecio que a manos de cronistas
e intelectuales hispanos sufrían las grandes culturas precolombinas, Garcilaso
opone la idea de la religiosidad inca como un desarrollo positivo para (1) el
predominio entre los nativos andinos de la ley natural o la sociabilidad
racional humana y (2) la superación de la idolatría animista en aras de un
monoteísmo, solar primero y espiritual luego, en la reverencia a Pachacamac –
animador trascendental de todo el ser. El culto inca, por consiguiente, previo
al arribo de los misioneros europeos, contenía la noción fecunda de una deidad
universal y espiritual.
Es un intento audaz de reconstrucción histórica que
pretende ubicar al imperio inca en una posición similar a la que la patrística
cristiana confirió a la antigüedad grecolatina. La primacía en el proceso de
civilizar a los indígenas y de inculcarles una visión monoteísta y espiritual
de la divinidad compete, en esta heterodoxa visión, a protagonistas indígenas,
no a los conquistadores españoles. De esta manera, se refuta, desde el interior
mismo de la cristiandad mestiza iberoamericana, la noción de los cultos
autóctonos como idolatrías satánicas y se les ve como “preparación
evangélica”. Se recupera así la principal tradición patrística de lidiar con la
gentilidad, la cual se inicia con Justino el mártir y culmina con san Agustín.
3) Conquista evangelizadora o acción misionera.
¿Debe la evangelización ser precedida por la conquista militar o, por el
contrario, debe desentenderse de ella? ¿Es posible la cristianización pacífica
de las comunidades autóctonas? La mayor parte de los interlocutores, desde
fray Ramón Pané,[24] a fines del siglo quince hasta José de
Acosta,[25] casi una centuria después, entendieron
que la evangelización de las comunidades autóctonas no podía asegurarse sin
un alto grado de violencia militar. Esa estrategia o teología misionera podría
catalogarse de conquista evangelizadora.
Sin embargo, comenzando con los frailes dominicos de
la Española, a principios de la segunda década del siglo dieciséis, se perfiló
una teología misionera distinta y opuesta, que podría titularse como acción
misionera, la cual se funda exclusivamente sobre la persuasión pacífica.
La primera recomendación al respecto procedió aparentemente de fray Pedro de
Córdoba, líder de esa congregación religiosa, al recomendar al joven rey Carlos
que el primer acercamiento a los indígenas debían hacerlo exclusivamente
religiosos, sin la compañía de hombres armados. Esta sugerencia parte, por un
lado, de la trágica experiencia de los antillanos, “porque estas islas é
tierras nuevamente descubiertas y halladas tan llenas de gentes… han sido y son
oy destruidas y despobladas por las grandes crueldades que en ellas los
cristianos han hecho…” Utiliza una analogía bíblica para expresar la opresión a
que se someten los nativos: “Pharaon y los egiptios aun no cometieron tanta
crueldad contra el pueblo de Israel”. Brota también esta visión alterna y
disidente de la inicial expresión de una utopía que resurgirá continuamente por
todo el siglo dieciséis: la posibilidad de reconstituir, en el Nuevo Mundo,
libre de la decadencia europea, las virtudes del cristianismo apostólico. “Que
si entre ellos entraran predicadores solos, sin las fuerças e violencias
destos malaventurados cristianos, pienso que se pudiera en ellos fundar quasi
tan excellente yglesia como fue la primitiva.”[26]
Los dominicos de la Española insisten en la acción
misionera desprovista de toda coacción violenta y cautiverio forzoso. “Se
podrán traer las gentes de aquel Nuevo Mundo que Dios dio a V. M., al yugo
suave de Cristo y su fe… sin que los tomen sus cosas por fuerza, y les
conserven sus señoríos, excepto la suprema jurisdicción que es de V. M., ni los
asuelen… y no de presto como agora se hace hasta verlos matar.”
En caso de que la corona y sus consejeros no
consideren factible la evangelización de los indígenas sin mediar acciones
bélicas, proponen una medida radical, que no sería atendida: dejarlos quietos
en su infidelidad y aislamiento. “Si… lo tienen por imposible… desde agora
suplicamos a V. M., por el bien que queremos a su real conciencia y ánima, que
V. M. los mande dejar, que mucho mejor es que ellos solos se vayan al infierno,
como antes, que no que los nuestros y ellos, y el nombre de Cristo sea
blasfemado entre aquellas gentes por el mal ejemplo de los nuestros y que el
ánima de V. M., que vale más que todo el mundo, padezca detrimento.”[27] Es preferible, de acuerdo a esta óptica
profética y evangélica, la libertad y la vida, que la servidumbre y la muerte,
aunque éstas se enmascaren sacrílegamente con el nombre del crucificado.[28]
Quizá en ningún otro momento de la historia las
polémicas teológicas cobraron mayor vigencia política y social. Estos tres
puntos en debate – el valor de las culturas autóctonas, la validez de sus
cultos y el uso de la fuerza militar como estrategia misionera – sacudieron las
mentes y los corazones de los principales teólogos españoles del siglo
dieciséis, y conmovieron drásticamente los cimientos de las comunidades nativas
americanas. No son notas al calce en la historia de nuestros pueblos, que
interesen únicamente a eruditos. Fueron elementos decisivos en la formación de
una cristiandad colonial, en su florecimiento barroco, y, finalmente en su
colapso.[29] Mantienen su vigencia a flor de piel, ya
que apuntan al meollo de los que nos toca considerar hoy, en los albores de un
nuevo milenio de la cristiandad: la relación entre los temas perennes de la
encarnación/kenosis, las culturas de los pueblos y las teologías en las que
éstos pretenden manifestar sus peculiares paradigmas y cosmovisiones y su
sensibilidad ante lo sagrado y trascendental. Todo ello en contextos sociales
en los que imperan, como en el siglo dieciséis, estructuras de violencia,
sojuzgamiento y deshumanización. Son controversias ciertamente políticas y
sociales, pero también eminentemente teológicas, que ponen en juego el
entendimiento y la vivencia de la fe. Giran sobre todo acerca del asunto que
nos interesa en este encuentro: ¿qué significa hoy que la Palabra se hace
carne? ¿cuál es la justa relación entre el evangelio del verbo encarnado y las
culturas de nuestros pueblos?
De esa tortuosa polémica surge, además, la utopía de
una iglesia solidaria con los pobres y humillados de la tierra. La describe, en
lúcida alucinación, el anciano Bartolomé de las Casas, cargada su alma de
fatigas y amarguras, pero con la misma tenacidad de siempre, en su epístola
postrera al papa Pío V,[30] en la que anuncia, a contrapelo de las
hegemonías contemporáneas, el nacimiento de una iglesia pobre, que restituye
los bienes habidos por los sudores y sangres de los oprimidos, que conoce y
respeta los idiomas de los pueblos, que se identifica con sus culturas, que se
humilla con los menospreciados, y que, en última instancia, de ser
indispensable está dispuesta a ofrendar la vida en oblación por los
perseguidos.
El
retorno de Quetzalcóatl
De esa tradición de la utopía de la iglesia
profética también ha florecido un nuevo interés por repensar la vivencia y el
entendimiento de la fe desde la óptica de las comunidades autóctonas
americanas.[31] En este contexto sólo pueden apuntarse
breves notas sobre los aportes significativos que este esfuerzo de repensar
hace a la reflexión teológica general. Son temas claves en el quehacer
teológico y eclesial indígena, pero que reclaman la atención de todos los
interesados en el futuro de nuestros pueblos y su espiritualidad.
1) La tierra como don divino y madre de la
comunidad. El tema de la tierra es crucial en todo diálogo teológico con los
pueblos originarios americanos. Es natural que así sea, ya que fue la tierra de
lo primero que fueron despojados. Sirve, además, de recordatorio de la
centralidad que la promesa de la tierra tiene en las escrituras
hebreocristianas, desde el pacto divino con Abraham (Génesis 12: 1)
hasta la visión escatológica de la nueva Jerusalén (Apocalipsis 21: 10).
Este asunto se entronca, sin duda, con la prelación que ahora recibe el tema
de la naturaleza y la superación del antropocentrismo occidental, como ha
percibido y reiterado desde desde hace varias décadas Leonardo Boff[32] y, más recientemente, el papa Francisco
en su muy provocadora encíclica Laudato Si’.
2) La comunidad como matriz de la persona.
Nuestro imaginario simbólico occidental agoniza respecto a la individualidad.
El Iluminismo europeo ponía sus ilusiones en la razón del individuo ilustrado
como vehículo de liberarse de tutelajes ideológicos que laceran la autonomía
humana.[33] El valor de esta postura, en medio de
las actuales críticas posmodernas, es innegable. Pero, también es indudable la
ruptura espiritual que provoca la escisión entre la persona y su comunidad.
Esto requiere que prestemos atención a la espiritualidad comunitaria de pueblos
que han resistido con mayor eficacia la alienación individualista que aqueja a
Occidente, esa que llevó a Camus a aseverar, en tono heroico, que “no hay más
que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio.”[34]
3) Ritos, ceremonias y mitos.
La discusión ecuménica tradicional se ha dado entre las diferentes iglesias cristianas,
sobre todo las que comparten la adhesión a las doctrinas formuladas en los
cuatro primeros concilios (Nicea, Constantinopla, Efeso y Calcedonia). Sin
embargo, las comunidades autóctonas, al igual que los pueblos afroamericanos,
reclaman el respeto y reconocimiento a sus expresiones religiosas, recogidas en
sus mitos, ceremonias y ritos. El diálogo interreligioso se superpone al
ecuménico tradicional y se amplía el espacio de la tolerancia a las
espiritualidades alternas.[35]
4) La fiesta de la comunidad. La vida de los
pueblos indígenas es trabajosa y, en ocasiones raya en la miseria. Bartolomé de
las Casas los llamó “los más pobres de los pobres”, condición que en muchas
lugares de América no se ha alterado. Sin embargo, en ocasiones fundamentales
la comunidad se reúne y festeja su existencia. Rigoberta Menchú, quien lleva
sobre sus espaldas una historia de dolores y penas, dedica, sin embargo, buena
parte de su fascinante autobiografía a describir las fiestas de su pueblo, como
expresiones de regocijo y gratitud por la vida y de solidaridad en el
sufrimiento.[36] Nuestras congregaciones quizá puedan
aprender algo de esta tradición de la fiesta como celebración de la vida y
rescatar así nuestro esparcimiento de la banalidad en la que se ha deteriorado.
5) La dualidad sagrada. La formación del
patriarcado occidental ha sido objeto de mucho estudio y crítica.[37] Sin caer en posturas románticas que
distorsionen la historia de las comunidades autóctonas, quizá sea cierto que
predomina en éstas una concepción dual de la divinidad que puede contribuir a
superar el androcentrismo y la misoginia occidentales. Los rostros femeninos de
Dios se muestran encarnados en los pueblos originarios, aquellos que lactaron
la infancia de nuestras patrias americanas. Podría aseverarse que la
popularidad de los cultos marianos en América Latina y el Caribe se monta en
buena medida sobre previos cultos autóctonos a diosas madres. Esto ha sido
estudiado fructíferamente en relación a la Virgen de la Guadalupe/Tonactinzin,
en México, y la Virgen de la Caridad del Cobre/Atabey, en Cuba.[38]
De
Santiago a Ogún Fai: Los desafíos teológicos de los pueblos afroamericanos
En comparación con los considerables ensayos
teológicos sobre las comunidades autóctonas, relativamente poco se ha escrito
acerca de las afroamericanas.[39] Esa situación sorprende, ya que los
trabajos sobre la diáspora del pueblo africano y su exuberante vida espiritual
en los territorios del nuevo mundo son innumerables y de primera categoría. De
las reflexiones que se han llevado a cabo, surgen varios temas significativos
para una teología que aspire a ubicarse en la dirección de la encarnación de
la Palabra y la encarnación del evangelio.
1) La diáspora. Si la tierra es un eje
temático significativo para las comunidades indígenas, para las afroamericanas
lo es el desarraigo, el destierro forzado. Con violencia fueron sustraídos de
sus poblaciones nativas y llevados a tierras extrañas, ubicados en un
ecosistema desconocido y foráneo.[40] Son pueblos de la diáspora, compelidos a
reconstruir su mundo espiritual en extraños suelos y diferentes cielos. El tema
bíblico de la diáspora adquiere en este contexto, vigencia renovada.[41]
2) El cautiverio. La esclavitud es un eje
histórico crucial para la conciencia de los pueblos afroamericanos. El
excepcional debate teológico y jurídico sobre la servidumbre y la esclavitud
en el siglo dieciséis concernía a las comunidades aborígenes; mientras tanto,
América se llenaba de caras y cuerpos africanos forzados a padecer feroz
esclavitud. En medio del auge del mercado de africanos y su introducción a las
costas del Brasil, el jesuita Antonio Vieira, resume desde el púlpito la
justificación teológica imperante: “El cautiverio de ustedes no es una
desgracia sino un gran milagro, porque sus padres estarán en el infierno por
toda la eternidad mientras que ustedes se salvarán gracias a la esclavitud.”[42] Parece olvidar que el cautiverio es
amargo tema central en las escrituras sagradas cristianas.[43]
3) La maldición de Noé. Si las etnias
aborígenes se definen predominantemente por categorías culturales más que
biológicas, en las comunidades afroamericanas, la negritud se ha impuesto como
signo de inferiorización social. Lo negro se degrada y menosprecia y parece
imposible escapar de ese estigma. La hermosa piel de ébano se convierte en
prisión de cuerpos y almas, de la cual se liberaría sólo tras una larga lucha
contra el menosprecio y minusvaloración. La negritud se identifica con la
esclavitud y se legitima mediante el uso ideológico de la leyenda bíblica que
narra la maldición de Noé a su hijo Cam (Génesis 9: 18-27).[44]
4) El sincretismo. Estudios recientes sobre
la religiosidad de los pueblos afroamericanos ha revelado una excepcional
estrategia de simulación carnavalesca, mediante la cual su peculiar
sensibilidad espiritual aprende a sobrevivir en contextos hostiles. Es un
mestizaje cúltico distinto al elaborado por las comunidades autóctonas y que,
por ende, presenta desafíos diferentes a quienes buscan nuevas vivencias y
entendimientos del evangelio. El carnaval, que en América logra su esplendor
entre las comunidades afrodescendientes, se transmuta en metáfora jubilosa de
este peculiar sincretismo.[45]
5) La música. No hay manera de respetar
culturalmente a las comunidades afroamericanas sin reconocer la enorme
vitalidad de su memoria histórica la cual se refleja no tanto en los relatos
míticos, como entre los pueblos autóctonos, sino en el ritmo y la música. En
éstos el pueblo negro expresa su endecha y tristeza, pero también su enorme
capacidad de resistencia y esperanza. Desde su primera novela, ¡Ecué-Yamba-Ó!
Historia afrocubana (1927/1933), hasta sus últimas, Concierto barroco
(1974) y La consagración de la primavera (1978), el escritor cubano
Alejo Carpentier percibió la centralidad vital de la música, sobre todo la
ligada a los tambores, para expresar y preservar la espiritualidad
afroantillana.[46]
Son estos temas de evidente primario interés
teológico no sólo para los afroamericanos, sino también para todos los
interesados en desvelar claves hermenéuticas para la renovación del pensamiento
eclesiástico en los albores del nuevo milenio.[47] Provocan desafíos cruciales para la
encarnación del evangelio en la historia de los pueblos cuya identidad cultural
ha sido subyugada y menospreciada. Abarcan angustias y esperanzas expresadas
en un canto creole que recoge Carpentier en una de sus novelas:
“Yenvalo moin Papa!
Moin pas mangé q’m bambó
Yenvalou, Papá, yanvalou moin!
Ou vlai moin lavé chaudier,
Yenvalo moin?”
“¿Tendré que seguir lavando las calderas?
¿Tendré que seguir comiendo bambúes?
¡Oh, padre, mi padre,
cuán largo es el penar!”[48]
Posludio: el renacer de una utopía
El escritor peruano José María Arguedas[49] y el cubano Alejo Carpentier[50] vislumbraron, décadas atrás, el
significado de los reclamos que hacen los pueblos autóctonos y los
afroamericanos. Se trata, por un lado, de la reconstrucción del concepto de la nación,
de manera que incluya la polifonía, no siempre sinfónica, de etnias, culturas,
espiritualidades, lenguas y religiosidades, libres de esquemas de impuesta
uniformización. Pero, también, por el otro, sus obras señalan hacia una posible
nueva lectura teológica de la historia cultural americana, hacia una reconceptualización
de la vivencia y el entendimiento de la fe, en la que se reanuden, en
sorprendente irrupción del Espíritu, los diálogos plurales de Pentecostés[51] y se diseñen inéditos senderos de
inculturación del evangelio.[52]
Es significativo que la última novela de Arguedas – El
zorro de arriba y el zorro de abajo (1971) – culmina su parte narrativa con
la lectura por un sacerdote, el padre Cardozo, del poema paulino sobre el amor
(I Corintios 13) y la meditación acerca de las implicaciones de este
texto para los actuales conflictos sociales y culturales peruanos. Y, por el
otro lado, las inquietantes secciones autobiográficas de esta dolorosa obra
concluyen en un extraño soliloquio, en buena medida dirigido a “Gustavo
[Gutiérrez] el teólogo del Dios liberador”, acerca de la pugna, de enormes
consecuencias, entre el Dios de los poderosos y el liberador, “Aquel que se
reintegra”.[53] Por su parte, Carpentier concluye uno de
sus últimos relatos, Concierto barroco (1974), con un concierto de Louis
Armstrong, que hace exclamar al narrador: “la Biblia volvió a hacerse ritmo y
habitar entre nosotros…”[54] El ritmo sagrado, nutrido por las oraciones
y plegarias de los pueblos negros sufridos y subyugados se transmuta, en este
delicioso relato, en anuncio de una nueva encarnación de la Palabra.
No es algo que carezca de anticipos en nuestra
historia. José Lezama Lima, el brillante escritor cubano, ha afirmado, en abierto
desafío a los esquemas didácticos tradicionales, que lo esencial del arte
barroco americano del siglo dieciocho no estriba en calco alguno de paradigmas
europeos, sino en síntesis mestizas geniales entre lo europeo/hispánico, lo
autóctono/indígena y lo negro/africano. Es un mestizaje excepcional de símbolos
e imágenes artísticos de orígenes diversos que busca plasmar el destino de
nuestros pueblos en creaciones culturales de porte claramente religioso.[55]
Laós y éthnos: la revolución
paulina
La voz griega éthnos no tiene una buena
historia. En el siglo dorado filosófico de Atenas, adquiere el sentido
peyorativo de gente fuera del palio de la lengua y la cultura helénicas,
acercándose semánticamente al término bárbaros. En la Septuaginta
se encuentra una disyuntiva antagónica clave entre el “pueblo” (laós) de
Dios y las “naciones paganas o gentiles” (éthnê). Aunque crea todas las
naciones (éthnê), Dios otorga a Israel la distinción exclusiva de ser
su pueblo (laós). El judaísmo helenístico practica con intensidad el
proselitismo, pero conserva e intensifica la diferencia entre laós y éthnê.
Los conversos deben adoptar las tradiciones cúlticas y culturales de Israel;
las naciones gentiles se abocan a la condenación perpetua.[56]
En este contexto, las últimas palabras de Pablo en
los Hechos de los Apóstoles conllevan una revolución copernicana en la
concepción bíblica de la providencia divina. “Sabed, pues, que esta salvación (tò
sôtêrion toû theoû) ha sido enviada a los gentiles (toîs éthnesin);
ellos sí que la oirán (Hechos 28: 28 BJ). La gracia de Dios se proclama
a las éthnê, a las etnias. Se otorga a todas las etnias la posibilidad
de integrar el pueblo de Dios, dejando a un lado las discriminaciones y
prejuicios cúlticos y culturales que han pretendido arrogarse el privilegio de
la providencia divina. Es evidente que en Hechos éthnos y éthnê
tienen un sentido que no se limita a lo racial, incluye lo que hoy llamamos, en
una connotación muy amplia, cultura.
Las concepciones y prácticas misioneras del
cristianismo, sin embargo, han tenido en ocasiones el efecto de reconstituir la
distinción entre el laós de Dios y las éthnê, identificándose el
primero con la cultura occidental, blanca y septentrional y las segundas con
las culturas no-occidentales, oscuras y meridionales. La apertura multiétnica
que Pablo da al evangelio cobra pertinencia actual, en un momento en que los
pueblos y comunidades indígenas y afroamericanas reclaman pleno respeto y
dignidad para sus culturas. Herederos y herederas de esa historia, debemos
prestar especial atención a las palabras conque Pablo culmina su
transformación radical del mensaje bíblico. “Esta salvación ha sido enviada a
las etnias; ellas sí que la oirán”.
Esta perspectiva teológica no conlleva
necesariamente la negación de las tradiciones propias: del seno de la
cristiandad occidental extrae Bartolomé de las Casas la irónica palabra
desenmascaradora y al encarnarla imparte auténtica continuidad al linaje
profético. Lo que sí implica es el dejar de lado la separación tradicional
entre “pueblos civilizados”, con sus prerrogativas y privilegios de dominio, y
“pueblos atrasados”, destinados a someterse al arbitrio de los primeros, lo
que Edward Said ha llamado “la distinción ontológica fundamental entre
Occidente y el resto del mundo…”[57]
Igualmente conlleva superar, en el derecho y en el
hecho, en la subjetividad personal y en la objetividad social, la dolorosa
realidad actual que identifica Gustavo Gutiérrez cuando sentencia que todavía
“hoy los pueblos indígenas y la amplia población negra de este continente
siguen viendo pisoteados sus modos de vida, sus valores, sus costumbres, su
derecho a la vida y a la libertad”.[58] La postura, que perdura en intelectuales
metropolitanos décadas después de haberse disuelto el imperio, como es el caso
de Ramón Menéndez Pidal – “Todos los pueblos son iguales en cuanto a los
derechos sagrados de su personal dignidad, pero son muy desiguales en cuanto a
su capacidad mental, y los pueblos más inventivos, que impulsan la
civilización, son muy distintos de los que la reciben, y muy distintos también
los derechos y los deberes de los unos y los otros”[59] – y que asoma incluso en pensadores
liberales como John Stuart Mill – “Los deberes sagrados de respeto a la
independencia y nacionalidad recíprocas que vinculan a los pueblos civilizados,
no rigen respecto a aquellos pueblos para quienes la independencia y la
nacionalidad son males ciertos o, al menos, bienes dudosos”[60] – muestra hoy con claridad innegable
sus pies de barro.
En la relación entre la cultura humana y la fe
cristiana, cada pueblo aporta su particularidad, aquello que lo signa y señala
en su unicidad histórica. Bajo la bandera de la universalidad de la fe y la
unidad de la iglesia se ha ocultado con frecuencia una siniestra amenaza contra
la identidad y la cultura populares. Las señales de los tiempos indican que ha
llegado una era de reivindicación, en el horizonte de las pluriformes
comunidades de fe, de los hombres, y las mujeres, del maíz. Sólo espero que
este sencillo ejercicio histórico-teológico, este buceo arqueológico,[61] sea también un humilde aporte a esa
reafirmación de la dignidad de quienes Bartolomé de las Casas tantas veces
llamó “los más pobres de los pobres”.
Páginas atrás aludí a la utopía de la iglesia
solidaria, tal cual se vislumbra en la epístola que Bartolomé de las Casas
escribiese al Papa Pío V, al final de su larga y azarosa vida. Es una iglesia
en la que los subyugados y menospreciados tienen lugar privilegiado en la mesa
de la cena, en la que los preteridos se convierten en preferidos. Como toda
utopía humana, ésta, que se funda sobre las tradiciones más preciadas de la
memoria cristiana, sufre el implacable desgaste de las desilusiones y
frustraciones que caracterizan a toda historia humana y sus ambigüedades.
Pero, también retoña perennemente en cantos de vida y esperanza, si se me
permite aludir a unos versos de rebeldía y ensueño del gran poeta nicaragüense
Rubén Darío, y exclama, en medio del pesimismo y resignación finiseculares:
“He lanzado mi grito, Cisnes, entre vosotros,
que habéis sido fieles en la desilusión…
¡Oh tierras de sol y de armonía,
aún guarda la Esperanza la caja de Pandora.”[62]
__________________________
[1] Ponencia leída en la
“Conferencia Magistral 2016: Identidades Protestantes y el Primer Congreso
Misionero Panamá 1916”, auspiciada por el Centro de Estudios para Iglesia y
Comunidad Latina, del Seminario Teológico de Fuller, en Pasadena, California,
el 9 de febrero de 2016.
[2] Profesor emérito del Seminario
Teológico de Princeton. Es autor de varios libros, entre ellos, Evangelización
y violencia: La conquista de América (1992), Entre el oro y la fe: El
dilema de América (1995), Mito exilio y demonios: literatura y teología
en América Latina (1996), Diálogos y polifonías: perspectivas y reseñas
(1999), Essays from the Diaspora (2002), Teología y cultura en
América Latina (2009), Peregrinajes teológicos y literarios (2013), Ensayos
teológicos desde el Caribe (2013) y Essays from the Margins (2014).
[3] Rafael Alberti, “Yo también
canto a América”, El poeta en la calle (Madrid: Ediciones Aguilar,
1978), 91.
[4] Arcadio Díaz Quiñones, La
memoria rota: Ensayos sobre cultura y política (Río Piedras: Ediciones
Huracán, 1993).
[5] Michel Foucault, Vigilar y
castigar: nacimiento de la prisión (México, D. F.: Siglo XXI, 1995), 37.
[6] José Lezama Lima, Paradiso
(Madrid: Cátedra, 1993), 498-499. Lezama usa la voz latina incunabula,
que se refiere a los orígenes, la infancia.
[7] En Hope and Justice for All in the
Americas: Discerning God’s Mission, Oscar L. Bolioli, ed. (New York: Friendship Press, 1998), 35-42. Véase también su libro, que
recoge su disertación doctoral, Teologia e economia: repensando a teologia
da libertaçao e utopias (Petrópolis, RJ: Vozes, 1994).
[8] Se están dando los pasos
correctivos, en los círculos teológicos latinoamericanos, para enfrentar los
temas álgidos de la cultura y la religiosidad populares, como lo demuestran
algunos de los ensayos contenidos en las memorias de la cuarta jornada
teológica de la Comunidad de Educación Teológica Ecuménica
Latinoamericana-Caribeña. José Duque, ed., Por una sociedad donde quepan
todos: teología de Abya-Yala en los albores del siglo xxi (San José, Costa
Rica: Comunidad de Educación Teológica Ecuménica
Latinoamericana-Caribeña/Departamento Ecuménico de Investigaciones, 1996).
[9] Elsa Tamez, “Cuando los
horizontes se cierran: Una reflexión sobre la razón utópica de Qohélet“,
Cristianismo y sociedad, año 33, núm. 123, 1995, 7.
[10] José Duque, “El espíritu
protestante en el quehacer de la Teología de la Liberación”, Por una
sociedad donde quepan todos, 121.
[11] Entre las muchas obras que
manifiestan esta obstinación y tenacidad de la esperanza se destaca la de Pablo
Freire, Pedagogía de la esperanza: un reencuentro con la pedagogía del
oprimido (México, D. F.: Siglo XXI, 1993), en la que el gran educador pasa
revista a su vida y su obra y las ubica en los torbellinos que han sacudido a América
Latina durante la segunda mitad del siglo veinte.
[12] Sobre Las Casas y su
extraordinario esfuerzo profético, historiográfico, teológico y eclesial para
lograr que las relaciones entre los cristianos europeos y los pueblos
originarios se conduzcan de acuerdo a la justicia divina y al evangelio, se ha
escrito sinnúmero de obras. Entre ellas: Luis N. Rivera Pagán, Evangelización
y violencia: la conquista de América (Río Piedras: Ediciones Cemí, 1992) y
Gustavo Gutiérrez, En busca de los pobres de Jesucristo: el pensamiento de
Bartolomé de las Casas (Lima: Instituto Bartolomé de las Casas, 1992;
Salamanca: Ediciones Sígueme, 1993). Esta obra es la culminación de tres
décadas de reflexión de Gutiérrez sobre la historia de la teología profética y
liberadora en América Latina.
[13] Un aporte valioso a este proceso
de autocrítica, saludable para el diálogo ecuménico, es el artículo de Giacomo
Cassese, “Hispanos bajo la sombra de la Leyenda Negra: Historia de una
controversia religiosa”, Apuntes, año 18, núm. 1, primavera de 1998,
14-27.
[14] Obras de Francisco de
Vitoria: Relecciones teológicas. Edición crítica del texto latino, versión
española, introducción general e introducciones con el estudio de su doctrina
teológico-jurídica (ed. Teófilo Urdanoz, O. P.) (Madrid: Biblioteca de Autores
Cristianos, 1960).
[15] He desarrollado esta cuestión
con mayor amplitud en mi ensayo “La evangelización de los pueblos americanos:
algunas reflexiones históricas”, en Etnias, culturas y teologías (Manuel
Quintero, ed.) (Quito, Ecuador: Consejo Latinoamericano de Iglesias, 1996),
25-57.
[16] Entre los muchos ejemplos
basta uno: Uno de los artífices de las “leyes de Burgos” (diciembre de 1512),
el licenciado Gregorio, dice que los indígenas, de acuerdo a las categorías de
Aristóteles “son siervos y bárbaros… que, según todos dicen, son como animales
que hablan”. Citado por Bartolomé de las Casas, en Historia de las Indias
(México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1986), l.3, c. 12, t. 2, 472.
[18] Apologética historia
sumaria (ed. Edmundo O’Gorman) (2 vols) (México, D. F.: Universidad Nacional
Autónoma, 1967), l. 3, c. 48, t. 1, 257-258.
[19] Las dictaduras militares del
cuarto de siglo que hubo entre 1964 y 1989 nos enseñaron lo indispensable del
respeto a los derechos civiles y humanos básicos, despreciados a veces por la
izquierda radical, la cual pagó un precio extremo por ese desdén. Sin embargo,
la teología latinoamericana de liberación tiene razón al destacar, como aporte
propio de la conciencia cristiana arraigada en los textos bíblicos proféticos
y evangélicos, los derechos de los pobres, excluidos y despojados. Cf. Luis N.
Rivera Pagán, “Los sueños del ciervo: justicia y esperanza solidaria”, Cristianismo
y sociedad, año 33, núm. 123, 1995, 33-35.
[20] El sermón de Montesinos lo
conocemos gracias a Bartolomé de las Casas, quien lo reproduce en su Historia
de las Indias, l. 3, c. 4, t. 2, 441-442.
[21] Cf. para el mundo cúltico
andino Pierre Duviols, La lutte contre les religions autochtones dans le
Pérou colonial: l’extirpation de l’idolatrie entre 1532 et 1660
(París-Lima: Institut Français d’Études Andines, 1971) y para el de Mesoamérica
Robert Ricard, La conquista espiritual de México. Ensayo sobre el apostolado
y los métodos misioneros de las órdenes mendicantes en la Nueva España de
1523-24 a 1572 (México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1986). Duviols
ha sentenciado que “la démonologie fut sans doute la science théologique la
mieux partagée parmi le conquérants et colonisateurs…” (La lutte…, 29).
[22] Ibid., 240: “C’est la culture
indigène tout entière qui risque de tomber sous la coup de l’interdit”.
[23] Inca Garcilaso de la Vega, Comentarios
reales (2 tomos) (México, D. F.: Secretaría de Educación Pública –
Universidad Nacional Autónoma, 1982), tomo 2, IX. 10, 338. Esta obra ha sido
acusada de reconstrucción interesada del pasado, pero es una crítica que en
mayor o menor medida vale para todas las historias escritas en los siglos
dieciséis y diecisiete sobre el surgimiento de América Latina. De ahí la
excelente expresión de Edmundo O’Gorman – “la invención de América”. Lo central
quizá radica en la clásica frase ciceroniana: ¿cui bono? ¿Para el
beneficio de quién y desde la perspectiva de quién se escribe?
[24] Relación acerca de las
antigüedades de los indios (ed. por José Juan Arrom) (México, D. F.: Siglo
XXI, 1987).
[25] De procuranda indorum salute
(Predicación del evangelio en las Indias, 1588) (ed. Francisco Mateos,
S. J.) (Madrid: Colección España Misionera, 1952).
[26] Colección de documentos inéditos
relativos al descubrimiento, conquista y organización de las antiguas
posesiones españolas de América y Oceanía, sacados de los Archivos del Reino y
muy especialmente del de Indias (42 vols.) (Joaquín Pacheco, Francisco
Cárdenas y Luis Torres de Mendoza, eds.) (Madrid: Imp. de Quirós, 1864-1884),
vol. 11, 217-218. La misiva es del 28 de mayo de 1517.
[28] La postura asumida por los
dominicos de la Española culminará en el voluminoso tratado de Bartolomé de
las Casas, Del único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión.
Por medio de un extenso tratamiento teórico acerca de la relación intrínseca
entre la fe cristiana, la libertad y la predicación en paz, pleno de citas
bíblicas, patrísticas, canónicas, filosóficas y teológicas, reitera Las Casas
que la conversión es genuina sólo si está desprovista de toda coerción, si se
logra mediante “la persuasión del entendimiento por medio de razones y la
invitación y suave moción de la voluntad”. Del único modo de atraer a todos
los pueblos a la verdadera religión (México, D. F.: Fondo de Cultura
Económica, 1942), 7.
[29] Para la formación de la
cristiandad colonial, véase Luis N. Rivera Pagán, Entre el oro y la fe: El
dilema de América (Río Piedras: Editorial de la Universidad de Puerto Rico,
1995); para su florecimiento barroco, el hermoso libro de José Lezama Lima, La
expresión americana (La Habana: Editorial Letras Cubanas, 1993, la edición
original es de 1957), y para su colapso el fascinante relato de Gabriel García
Márquez, Del amor y otros demonios (Nueva York: Penguin Books, 1994). He
ensayado una lectura histórico-teológica de esta novela en “Sierva María de
Todos los Ángeles. El amor y la virgen endemoniada en Gabriel García Márquez”, Mito
exilio y demonios: literatura y teología en América Latina (Río Piedras:
Publicaciones Puertorriqueñas, 1996), 129-173.
[30] Se reproduce en Fray
Bartolomé de Las Casas: Doctrina (ed. de Agustín Yáñez) (México, D. F.:
Universidad Nacional Autónoma, 1941), 163-165. Esta carta conlleva una audaz
violación del pase regio, al comunicarse directamente con el Papa sin
pasar por el conducto del Consejo de Indias castellano, mecanismo de control
estatal que hasta entonces Las Casas había acatado. Es un reclamo de
reconstruir la función histórica de la iglesia americana ubicándola, sin
ambivalencia ni ambigüedad, en el sendero de la liberación. In nuce, por
tanto, la misiva contiene una eclesiología nueva y desafiante. La analizo en Essays
from the Margins, 1-26.
[31] Cf. Paulo Suess, La nueva
evangelización: Desafíos históricos y pautas culturales (Quito: Ediciones
ABYA-YALA, 1993); Paulo Suess (organizador), Culturas y evangelización: La
unidad de la razón evangélica en la multiplicidad de sus voces (Quito:
Ediciones ABYA-YALA, 1992); Paulo Suess, Evangelizar desde los proyectos
históricos de los otros: diez ensayos de misionología (Quito: Ediciones
Abya-Yala, 1995); Manuel Marzal et al., Rostros indios de Dios (Quito:
Ediciones ABYA-YALA, 1991); y, Búsqueda de Espacios para la vida: Primer
encuentro continental de teologías y filosofías afro, indígena y cristiana
(Cayambe, Ecuador, 1994) y, de varios autores, Los pueblos de la esperanza
(Quito: Ediciones Abya-Yala/Consejo Latinoamericano de Iglesias, 1996).
[32] Leonardo Boff, La dimensión
política y teológica de la ecología (La Habana: Consejo Ecuménico de Cuba y
Centro Memorial “Dr. Martin Luther King, Jr.”, 1994).
[33] Cf. Bernardo Campos,
“Educación cristiana y cultura andina”, en Por una sociedad que quepan todos,
318-321.
[35] Véase la ponencia de José
Míguez Bonino (“Hacia un ecumenismo del espíritu”), presentada en enero de 1995
a la tercera asamblea general del Consejo Latinoamericano de Iglesias, y la
reacción de la teóloga brasileña Nancy Cardoso Pereira (“Ecumenismo e
pluralidade religiosa”). Renacer a la esperanza (Quito: Consejo
Latinoamericano de Iglesias, 1995), 31-38 y 147-150. Cardoso Pereira desafía al
ecumenismo tradicional en términos que suscitaron debate en el cónclave:
“Creio que toda a reflexão sobre o tema parte de um desafio: não há um só Deus,
não há um só Senhor, Jesus Cristo e não há um único povo de Deus. Faz pouco
tempo que estamos aprendendo a conviver com experiências religiosas plurais que
escapam das premissas fundantes do cristianismo e tratamos de nos acostumar com
a realidade latino-americana e os muitos deuses e deusas… as muitas mediaçoes
salvadoras e as diversas formas de se entender como povo na relação com o
sagrado” (147). Manuel Quintero ha indicado, con razón, que el pluralismo
religioso cada vez más es un signo esencial de toda América Latina. Señala el
crecimiento del pentecostalismo, la revitalización de las religiones étnicas
(indoamericanas y afroamericanas) y el auge de lo que se ha dado en llamar “los
nuevos movimientos religiosos”. “Oikoumene: Venturas y desventuras en la
antesala del tercer milenio”, Cristianismo y sociedad, vol. 33, no. 124,
1995, 43-58. Cf. Carlos Duarte, Las mil y una caras de la religión. Sectas y
nuevos movimientos religiosos en América Latina (Quito, Ecuador: CLAI,
1995). En su intervención escrita para esta Consulta Misiológica, Walter
Altmann acentúa certeramente las oportunidades y peligros que el pluralismo
creciente presenta a las principales confesiones cristianas y al movimiento
ecuménico. Walter Altmann, “Religious
Pluralism and the Emergence of the Excluded: Challenges to Ecumenism and
Mission in Latin America,” Hope and Justice for All, 119-151.
[36] Rigoberta Menchú y Elizabeth
Burgos, Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia
(México, D. F: Siglo XXI, décima edición, 1994).
[38] Esta última refleja un
mestizaje de mayor complejidad que la primera, ya que parece involucrar también
a la deidad femenina yoruba Oshun. Véase Antonio Benítez-Rojo, The Repeating Island: The Caribbean and
the Postmodern Perspective (Durnham and London: Duke University Press,
1992), 12-16, 52-53.
[39] Véase Cultura negra y
teología, por varios autores, (San José, Costa Rica: Departamento Ecuménico
de Investigaciones, 1986).
[40] Por eso, en la gran novela de
Alejo Carpentier, El reino de este mundo, Mackandal, el líder de la
sublevación negra, tiene que comenzar su estrategia de insurrección, conociendo
el hábitat haitiano, sobre todo el potencial uso militar de las hierbas
venenosas.
[41] Para un tratamiento teológico
del tema de la diáspora, véase Carmelo Álvarez, Una iglesia en diáspora:
apuntes para una eclesiología solidaria (San José, Costa Rica: Departamento
Ecuménico de Investigaciones, 1991).
[42] Citado por Paulo Suess, Evangelizar
desde los proyectos históricos de los otros: diez ensayos de misionología
(Quito: Ediciones Abya-Yala, 1995), 82. La referencia es a una homilía
predicada en 1633. El historiador Carlos Esteban Deive indica que en el siglo
dieciséis la mayoría de los esclavos negros en la Española morían sin recibir
el sacramento del bautismo. La esclavitud del negro en Santo Domingo
(1492-1844) (2 vols.) (Santo Domingo: Museo del Hombre Dominicano, 1980),
386. El jesuita Alonso de Sandoval, a principios del siglo diecisiete, censura
con vigor el descuido enorme de la vida religiosa de los esclavos. Naturaleza,
policia sagrada i profana, costumbres i ritos, disciplina i catecismo evangelico
de todos etiopes [(Sevilla, 1627; 2da. ed. revisada, 1647). Vuelto a
editar como Un tratado sobre la esclavitud (introducción, transcripción
y traducción de Enriqueta Vila Vilar) (Madrid: Alianza Editorial, 1987)].
[43] Hans de Wit, En la
dispersión el texto es patria: Introducción a la hermenéutica clásica, moderna
y posmoderna (San José, Costa Rica: Universidad Bíblica Latinoamericana,
2002); Leonardo Boff, Teología desde el cautiverio (Bogotá:
Indo-American Press Service, 1975).
[44] Ya el portugués Gomes Eanes de
Zurara apelaba, en 1453, en su Crónica de Guinea, a la maldición de Noé
como texto bíblico legitimador de la esclavitud de los africanos. Cf. Paulo
Suess, “La esclavitud africana en las Américas”, en, del mismo autor, Evangelizar
desde los proyectos históricos de los otros, 27-52.
[45] Sobre la importancia del
carnaval en el contexto afrocaribeño, véase Benítez-Rojo, The Repeating
Island, 22-29. La metáfora del carnaval adquiere importancia en el
pensamiento teórico actual gracias a la obra de Mijail M. Bajtin.
[46] He intentado una lectura
teológica de las imágenes y símbolos afroantillanos en la literatura de Alejo
Carpentier en mi ensayo “Mito, religiosidad e historia en Alejo Carpentier. Los
ritmos sagrados de los pueblos afroamericanos”, Mito exilio y demonios,
23-73.
[47] De eso se percató hace más de
dos décadas Juan Luis Segundo, quien en su libro La liberación de la
teología (Buenos Aires: Ediciones Carlos Lohlé, 1975) dirigió su mirada de
manera muy provechosa a James Cone y la emergente “teología negra”, como
ejemplo eminente de lo que Segundo llama “el círculo hermenéutico”.
[49] Sobre todo en Los ríos
profundos (1958), Todas las sangres (1964) y su novela inconclusa El
zorro de arriba y el zorro de abajo (1971). Para una lectura teológica de
Arguedas es valiosa la obra de Pedro Trigo, Arguedas: mito, historia y
religión (Lima: Centro de Estudios y Publicaciones, 1982).
[50] Pienso principalmente en El
reino de este mundo (1949), Los pasos perdidos (1953) y Concierto
barroco (1974).
[51] Queda fuera de este ensayo el
tema grueso del pentecostalismo y su expansión en América Latina. Richard
Shaull ha dado una valoración positiva de este fenómeno en su ensayo “El
quehacer teológico en el contexto de sobrevivencia en Abya-Yala”, en Por una
sociedad donde quepan todos, 87-105. Por su parte, Harvey Cox ha
argumentado que ese crecimiento no puede reducirse a un simple correlato teológico
del auge de la ideología del mercado. Cf. Harvey Cox, Fire from Heaven: The Rise of
Pentecostal Spirituality and the Reshaping of Religion in the Twenty-First
Century (Reading, MA: Addison-Wesley Publishing Co., 1995). Queda abierta la cuestión de si en algunos sectores del pentecostalismo
latinoamericano se transita de la fase del poder del Espíritu a la más secular
del espíritu del Poder.
[52] En general, puede afirmarse
que la literatura ha sido más pronta en percibir sus tangencias con la
religiosidad de los pueblos subyugados, que la teología en percatarse del
beneficio que podría recibir del diálogo con la narrativa latinoamericana. Un
ejemplo destacado es la escritora chilena/costarricense Tatiana Lobo, quien en
su novela Calypso (San José, Costa Rica: Editorial Norma, 1996) muestra
una excepcional sensibilidad a la diáspora afroamericana de la costa caribeña
centroamericana, sus afirmaciones culturales y su espiritualidad, y lo hace
con un fino sentido de humor e ironía, además de un seductor erotismo femino.
Tatiana Lobo, dicho sea de paso, ha escrito varias otras obras [Asalto al
paraíso (San José, Costa Rica: Editorial de la Universidad de Costa Rica,
1992); Entre Dios y el diablo (San José, Costa Rica: Editorial de la
Universidad de Costa Rica, 1993); ] que igualmente invitan a un diálogo creador
con las nuevas corrientes teológicas latinoamericanas. Sobre la literatura como
fuente para la reflexión teológica, es útil el artículo de Vítor Westhelle y
Hanna Betina Götz, “In Quest of a Myth: Latin American Literature and
Theology,” Journal of Hispanic/Latino Theology, Vol. 3, No. 1, August
1995, 5-22.
[53] Véanse las sugestivas
meditaciones de Gustavo Gutiérrez en su ensayo “Entre las calandrias: algunas
reflexiones sobre la obra de J. M. Arguedas”, en Pablo Richard (ed.), Raíces
de la teología latinoamericana: nuevos materiales para la historia de la
teología (San José, Costa Rica: CEHILA/DEI, 1987), 345-363. El ensayo de
Gutiérrez es, en buena medida, una respuesta a la interpelación que en su
última novela le hace Arguedas.
[56] Cf. Lothar Coenen, Erich
Beyreuther, Hans Bietenhard, Diccionario teológico del Nuevo Testamento
(Salamanca: Ediciones Sígueme, 1983), vol. 3, 438-445.
[59] Ramón Menéndez Pidal, El
padre Las Casas, su doble personalidad (Madrid: Espasa Calpe, 1963), 385.
[60] John Stuart Mill, Disquisitions and
Discussions (London: Longmans, Green, Reader & Dyer, 1875), vol. 3,
167-168. Citado por Edward Said, Culture and Imperialism,
80.
* Luis Rivera-Pagán. Profesor emérito del Seminario
Teológico de Princeton. Es autor de varios libros, entre ellos, Evangelización
y violencia: La conquista de América (1992), Entre el oro y la fe: El dilema de
América (1995), Mito exilio y demonios: literatura y teología en América Latina
(1996), Diálogos y polifonías: perspectivas y reseñas (1999), Essays from the
Diaspora (2002), Fe y cultura en Puerto Rico (2002) y Teología y cultura en
América Latina (2009).
Fuente: Lupaprotestante, 2016
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