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sábado, 12 de marzo de 2016

Y Jesús tenía una hija…



Por. Alfonso Pérez Ranchal*
El pasaje que está en Marcos 5:21-43 se abre con el ruego roto, lleno de dolor, de un padre que tenía una única hija en agonía: – Mi hijita se está muriendo. Ven y pon tus manos sobre ella para que se sane y viva”.
Jesús ya había cosechado un buen número de enemigos. Las clases más importantes de su pueblo lo rechazaban. Por supuesto, entre estas estaban las autoridades religiosas que manifestaban su clara oposición. Según decían, cualquier seguidor de Jesús no era otra cosa que un perdido, un pecador, un indeseable que, por supuesto estaba excluido de cualquier comunión con aquellos que practicaban la religión oficial. Sin embargo, quien aquí se acerca a Jesús es el principal de una sinagoga local, uno de los jefes de la misma, sin duda, un hombre importante. Estos principales estaban encargados, entre otras cosas, de mantener el orden en las reuniones[[1]]. Su nombre era Jairo.
Jairo al acudir a Jesús se lo había jugado todo. Su posición, su prestigio, su respetabilidad. Había ido a pedir auxilio a un maldito según los líderes religiosos, sus propios compañeros de sinagoga lo pensarían. Todo ello no le importó en absoluto. Para Jairo el que fuera expulsado, tenido por pecador, desechado por sus antiguos amigos era algo de poco valor. La mayor pérdida que podía tener era la vida de su hija.
Él habría visto morir a muchos niños y jóvenes debido a la alta mortandad existente. Pero este profeta de Dios llamado Jesús venía precedido por una fama como realizador de milagros. Si Él atendía a su petición, pensó, tal vez todavía había una posibilidad de sanidad.
Así, llegó apresuradamente ante Jesús. Se abrió paso de forma brusca entre la multitud que rodeaba al Maestro y cuando estuvo frente a él “se arrojó a sus pies”.
“Mi hija está agonizando; ven y pon las manos sobre ella para que sea salva, y vivirá”, le dijo.
“Por favor Jesús, ayúdame. Maestro de Galilea ten compasión de mí. Profeta de Dios te necesito, socórreme en este día de angustia. Ven y sana a mi hijita”. Sin duda esto podría haber sido parte del ruego de este hombre.
Es mejor traducir aquí “hijita” y no “hija”. Versículos más adelante se nos dice que la niña tenía doce años pero para Jairo era su “hijita”, su “pequeña”, su propia vida[[2]]
Ante la petición de este padre, Jesús no se lo piensa. En medio de una multitud que lo apretaba enormemente se encaminó a casa del principal.
Esta multitud parecía estar compuesta por desalmados o por curiosos insensibles. ¿Cómo puede ser, que ante una urgencia como a la que iba Jesús, dicha multitud se dedicara a oprimirlo? ¿Por qué no hicieron un pasillo central por el cual pudiera ir sin más dilación? Esto entorpecía claramente sus pasos, hacía el trayecto más lento y difícil.
A pesar de todo, para Jairo todavía había esperanza. El Maestro había accedido a auxiliarlo. Se había puesto en marcha. Seguramente Jairo pensaba que todo era cuestión de tiempo[[3]]. Si llegaban antes de que su pequeña muriera había posibilidad de sanidad. “¡Apartáos! ¡Dejad paso!”, “¡Por compasión dejadnos libre el camino!” tal vez gritaba. Pero lo que Jairo no imaginaba es lo que a continuación iba a suceder.
“Pero una mujer que desde hacía doce años padecía de flujo de sangre, y había sufrido mucho de muchos médicos, y gastado todo lo que tenía, y nada había aprovechado, antes le iba peor, cuando oyó hablar de Jesús,  vino por detrás entre la multitud,  y tocó su manto. Porque decía: Si tocare tan solamente su manto, seré salva. Y en seguida la fuente de su sangre se secó; y sintió en el cuerpo que estaba sana de aquel azote. Luego Jesús, conociendo en sí mismo el poder que había salido de él, volviéndose a la multitud, dijo: ¿Quién ha tocado mis vestidos?” (Marcos 5:25-30). 
La posición de las mujeres en el seno del judaísmo no era en absoluto ideal. Aunque la consideración de las mismas era superior a otras culturas eran sin duda personas de segunda fila. Su lugar estaba en el hogar y su participación en la sociedad y vida religiosa, en el sentido de responsabilidades, era algo anecdótico. Los maestros judíos tenían discípulos, pero en absoluto discípulas. Por ello, aprovechando la multitud que apretaba a Jesús vio la posibilidad de tocar el borde de su manto, acercándose por detrás envuelta en el anonimato.
Esta mujer padecía hemorragias, seguramente relacionadas con el ciclo menstrual. De qué tipo de enfermedad se trataba es algo que no conocemos, pero la misma podría tener como consecuencia una de estas dos posibilidades: o bien la hemorragia era constante o bien era periódica. De todas formas, esta pérdida de sangre la haría estar débil, sin fuerzas. Doce años llevaba así. Su mucho o poco dinero lo había gastado en ir a diversos médicos. Como consecuencia estaba en la ruina.
Su situación era horrible: enferma, sin recursos económicos, mujer en un mundo de hombres y además considerada religiosamente impura.
Ser impura significaba que había sido excluida de la sociedad, puesta aparte sin posibilidad de relación o contacto salvo con otros impuros, otros enfermos y expulsados. Para ella el mismo cielo se había cerrado.
Esta forma de actuar había sido estipulada en el Antiguo Testamento como podemos comprobar en Levítico 15:19-33. Esta era su desesperante situación.
Llena de temor se acercó por detrás a Jesús. En medio de una multitud que se apretaba en torno al Maestro logró extender una mano y con ella tocó el borde de su manto, su pretendido anonimato no iba a permanecer por mucho más tiempo.
En ese mismo momento Jesús se detuvo. Se había dado cuenta del poder que de Él había salido y en medio de esa multitud agobiante dijo: “¿Quién ha tocado mis vestidos.”
“Sus discípulos le dijeron: Ves que la multitud te aprieta, y dices: ¿Quién me ha tocado?”
Jesús ignora por completo estas palabras y continuó buscando con su mirada. Esa multitud estaba llena de curiosos, pero casi nadie con verdadera fe. Aquella mujer había sobresalido entre todos.
Se tuvo que hacer un silencio absoluto. La misma pregunta de los discípulos debía ser la de cada uno de estos hombres que lo rodeaban. Jesús continuaba mirando, buscando y los segundos iban pasando… y Jairo, con una hija al borde de la muerte, esperaba.
Si la vida de la hija de Jairo pendía de un hilo, si era cuestión de tiempo, un tiempo que se sabía enormemente escaso, ¿qué hacía Jesús mirando en derredor de una multitud que lo apretada y saliendo con aquello de “quién me ha tocado”?
Si yo hubiera sido este padre me hubiera desesperado por momentos: “¿Pero Jesús, que mi hija está al borde de la muerte? ¿Profeta del Altísimo que me he jugado todo mi prestigio, mi posición social al arrojarme a tus pies pidiendo auxilio? Además, ¿Cómo puedes ignorar a un padre en tal situación de destrozo interior?”. Al menos estas preguntas me hubieran venido de forma automática.
Por fin, la mujer que había sido sanada se descubrió, se dio a conocer.
Esta mujer temblando por el hecho milagroso, por ser mujer en medio de una multitud de hombres, y por verse descubierta dice la Escritura que “se postró delante de él, y le dijo toda la verdad”.
¿Cuánto se tarda en decir toda la verdad? ¿Qué de tiempo pasa mientras esta mujer le relató cuál era su estado y cómo había sido sanada? Algunos minutos seguro. Más tiempo pasado… ¿y Jairo? ¿Y su pobre hijita?
Pero aquí necesito hacer un paréntesis en nuestra narración. La forma en la que esta mujer había actuado significa una cosa muy clara y es que había violado la ley mosaica. Debido a su enfermedad tenía que estar aislada, sin tocar nada ni a nadie, ya que el simple contacto por mínimo que fuera, hacía impuro un objeto u otra persona. Ella, sin embargo, había tenido que abrirse camino hasta Jesús en medio de numerosas personas a las que habría tocado de una forma u otra. Por ello todas y cada una de ellas pasaban a ser impuras. Por si fuera poco, a sabiendas, había tocado también las ropas de Jesús haciéndolo a él también impuro según esa misma ley. El estupor tuvo que apoderarse de muchos de los allí presentes, que habían sido contaminados. Al ir relatando su caso debieron de ir apartándose de ella como si fuera una apestada, claramente había quebrantado la ley de Dios. Pero Jesús no dice ni media palabra sobre esto, no está interesado en leyes que condenan, marginan o dañan a las personas. Con Él algo nuevo ha comenzado.
Cuando el Maestro abre su boca lo único que le señala es que su fe la ha salvado, que puede irse en paz. Un diferente concepto de Dios ha irrumpido.
Cerramos el paréntesis para regresar a nuestro relato y así es el momento en el que llegan unas fatídicas noticias, la hija de Jairo ha fallecido.
Este principal creyó morir de dolor. Sintió como si el corazón se lo estuvieran apretando con un puño de hierro, la respiración se convirtió en irregular, le flaquearon las fuerzas, su razón se bloqueó por un instante. No podía reaccionar, el sufrimiento lo había poseído como si de un ente espiritual se tratara. Los portadores de tan terribles noticias le dicen además que no moleste más a Jesús. Para ellos todos está perdido.
Pero Jesús al oír la noticia, tal y como nos dice Lucas en su relato paralelo, le dijo a Jairo: “No temas; cree solamente, y será salva” (Lucas 8:50).
Pero aquí tenemos que regresar a un momento anterior. Se hace necesario explicar la razón por la cual Jesús paró en seco en mitad de una multitud que lo oprimía y dejó pasar un tiempo precioso escuchando el relato de la mujer que había sido sanada mientras un padre desesperado esperaba. La clave está en la frase que Jesús le dirige a ella: “Hija, tu fe te ha salvado; ve en paz” (Lucas 8:48). Y esta clave es la palabra “hija”. Aunque tal vez fueran de la misma edad o incluso Jesús podría ser más joven eso era secundario, el Galileo le habla como un padre lo haría con su hija.
Si Jairo tenía una hija, Jesús también[[4]]; si Jairo pedía auxilio por su pequeña que estaba gravemente enferma, a Jesús, esa misma ayuda le había sido reclamada por su pequeña enferma; si la edad de la hija de Jairo era de doce años, eran estos mismos años los que esta otra hija de Jesús llevaba padeciendo.
Jesús y Jairo se hallaban en la misma situación. Eran padres con hijas enfermas. Por eso, cuando el Maestro es tocado se detiene. Toda su atención se centra en buscar a aquella mujer, a su hijita. Y no es que no considerara de la misma forma a la hija del dignatario, sino que lo que Jesús pretendía mostrar era que su compasión no hace distinción de personas, da igual que quien se le acerque sea un don nadie o el hijo de un monarca. Ambos serán igualmente atendidos.
La hija de Jairo, aunque muera, vivirá, pero en estos momentos Jesús ha hallado a otra de sus pequeñas. El corazón del Galileo estalla de compasión.
El resto del relato nos informa cómo finalmente el Maestro resucita a la hija de Jairo. En medio de las mofas y las burlas de los presentes que decían que la niña estaba muerta, él entra con los padres y con tres de sus discípulos. Allí, en la estancia en donde yacía el cuerpo de la pequeña le manda que se levante, ha vuelto a la vida.
La anónima mujer que padecía de hemorragias no tenía nada y lo encontró todo; Jairo que tenía mucho desde el punto de vista social, lo perdió todo, pero a cambio halló la vida de su hija que significó la suya propia.
Todo el que se acerca a Jesús no regresa de la misma forma. Ese encuentro significa un antes y un después, un impacto vital. Es el Maestro de Galilea, sin duda, el portador de la verdadera Vida. Ante esto el ser humano todavía puede y debe creer en la utopía, hay espacio y razón para la esperanza.
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[[1]] Estos dignatarios eran los responsables administrativos de las sinagogas. El mismo debía velar por su correcto funcionamiento, distribuía las obligaciones y velaba por el buen orden de los cultos. Además era el presidente de los ancianos que conformaban la junta y que estaban al frente de cada sinagoga.
[[2]] La edad de doce años para las niñas era la estipulaba, según la costumbre judía, para considerar que pasaban a ser mujeres. Por ello, las palabras de Jairo todavía tienen más significación si caben. Legalmente era una mujer pero para él era su “hijita”.
[[3]] Mateo tiene una lectura diferente. Allí se nos dice que lo que Jairo le dijo a Jesús es que su hija acababa de morir. En este escrito he optado por la lectura de Marcos por dos razones. La primera es que Marcos, según se piensa, sería el evangelio más antiguo y sobre el cual tanto Mateo como Lucas habrían tomado, comparado y perfilado los relatos que los tres poseen en común. Además, Lucas apoyaría la lectura de Marcos. En segundo lugar, tenemos que incluso los comentaristas que intentan armonizar ambas variantes apuntan a que Mateo habría contraído el relato sosteniendo así que el correcto desarrollo del mismo es el que aparece en Marcos y Lucas.
[[4]] De hecho es la misma palabra para hija en griego. Tanto Jesús como Jairo la usan.

* Alfonso Pérez Ranchal, es Diplomado en Teología (Ceibi). Miembro de la Iglesia Betesda (Córdoba, España). Su email es milismo@yahoo.es
Fuente: Lupaprotestante, 2016.

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