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domingo, 13 de marzo de 2016

¿Por qué lo llaman religión cuando quieren decir sexo?



Por. Gabriel Jaraba, España*
La decisión de la conferencia de primados de la Comunión Anglicana (CA) y su decisión de poner en suspenso la participación en ella de la Iglesia Episcopal de los Estados Unidos (ECUSA) ha supuesto un aldabonazo en las puertas de quienes consideran que la vía media anglicana es un camino que permite superar excesos dogmáticos, actitudes intransigentes y caminos sin salida ante los que se encuentran las actuales formas de sociabilidad religiosa que forman parte de la iglesia una de Cristo. La citada decisión, surgida de un debate (o lo que fuera) relativo a la bendición de uniones de personas del mismo sexo, ha tratado de ser relativizada desde muchos sectores del anglicanismo mundial, con ánimo de quitar hierro al asunto y aduciendo de buena fe incluso que la ECUSA no ha sido apartada de la CA porque la conferencia de primados no tiene poder sancionador dado que la pertenencia a la comunión se basa en la libre adhesión a sus principios, sustentados en los 39 Artículos de la Religión y el Cuadrilátero de Lambeth. No me atrevo a adentrarme en ese camino legalista porque entonces alguien con autoridad superior podría acusarme de colar mosquitos y dejar pasar camellos a través de mi tamiz analítico. De modo que aprovecho la ocasión para explicar lo que me parece relevante en este asunto: nos devuelve con toda crudeza la cuestión de fondo que reside en todos los casos en que religión y sexo se entremezclan, incluso con la mejor de las voluntades éticas, normativas e incluso civilizadoras.
Durante un tiempo yo pensaba que las diversas religiones –no sólo las cristianas– dedicaban atención a la vida sexual de sus fieles y proponían determinadas morales sexuales por creer que una ética integral no puede hacer abstracción de semejante dimensión de la vida humana. Aun estando en desacuerdo con muchos aspectos de las respectivas visiones religiosas del hecho sexual, marital, reproductivo e incluso erótico, entendía que por lo menos las distintas versiones del cristianismo iban evolucionando, cada una a su ritmo, en lo que respecta a tal concepción y adaptándose a los mores de las respectivas sociedades y tiempos. Según esa lógica, una evolución en términos de tolerancia, caridad y fraternidad permitiría humanizar intransigencias anteriores y adaptar antiguas exigencias en moral sexual a nuevas formas de convivencia social y familiar que la vocación universal de la salvación no puede marginar ni omitir sin negarse a ella misma.
Mi experiencia personal en uno y otro sector de la iglesia una de Cristo ha sido feliz y de ella han estado ausentes cuestiones que parecen haber sido traumáticas en la vida de otras personas. Sacerdotes católicos, pastores protestantes, monjes benedictinos han sido para mí siempre y en todo lugar fuente de ejemplo y de bendiciones. Un día, conversando con un miembro de la conferencia episcopal católica española, a causa de ciertas tareas institucionales que mi empleo me imponía entonces, le dije: “Querido obispo, tenga usted en cuenta que yo soy un hombre de fe; probablemente la he conservado porque de niño no recibí lo que se entiende por una educación religiosa”. Puso una cara rara quizás porque vio que no era una descortesía sino el intento irónico de desmarcarme tanto de cierto anticlericalismo popular como de la amargura que subyace en algunas actitudes ilustradas que parece provenir de tiempos de tinieblas vividos en aulas oscuras. Gracias a Dios, he vivido gozosamente el sexo, el matrimonio y el amor, hijo como he sido de la contracultura y del rechazo al nacionalcatolicismo a causa del antifascismo militante.
Habiendo vivido pues en un país y una sociedad (Cataluña) que consiguieron librarse del nacionalcatolicismo como hegemonía social y ganar una vida más despojada de antiguas costumbres opresoras, y habiendo presenciado igualmente el sufrimiento de muchos conciudadanos a causa de la intolerancia y la ignorancia cruel, mi actitud optimista y positiva respecto a la capacidad de evolución del cristianismo en materias de moralidad sexual me llevaba a considerar atentamente las sociedades de mayoría musulmana en las que parece entenderse que la rigidez en los modos y comportamientos públicos relacionados con la mujer y las demostraciones de afecto se correspondería con idéntico rigor en la moderación en las costumbres sexuales, frutos ambos de una situación autoimpuesta o impuesta en aras de la preservación de cierto orden social. Sin embargo, al hurgar ni que sea ligeramente en esas situaciones uno puede percibir cierto estado de extraordinario interés masculino hacia el sexo que a primera vista parece relacionado con la represión en ese aspecto pero que visto con mayor detenimiento, uno no puede dejar de relacionar con una violencia latente que a veces viene explicitada en ciertos comportamientos tanto personales como colectivos (se habla ahora de las agresiones sexuales de la pasada Nochevieja en Colonia pero se olvidan las violaciones y acosos continuados durante las grandes concentraciones en la plaza Tahrir en la “primavera árabe” de El Cairo, que me fueron referidos por mujeres árabes que participaron en esas manifestaciones). Es inevitable pensar en la viga en el ojo propio que constituye el escandaloso y continuado flujo de feminicidios que ocurre en España día sí y día también, como inevitable es asociarlo a una consideración de la mujer que ve en el cuerpo de las mujeres un terreno de combate, un espacio donde ejercer una violencia que ya no se sustenta sobre el impulso sexual sino sobre el afán de sojuzgamiento y la imposición de la muerte como forma de afirmación propia.
Uno tiene entonces que remitirse a las investigaciones de Wilhelm Reich y su teorización de “la miseria sexual de la clase obrera” de los años 30 a los 50 y a las intuiciones del movimiento hippie de los años 60 y 70 cuando oponía amor y guerra, en la comprensión de que las pulsiones violentas de individuos y naciones estaban relacionados con la represión sexual. Y el entonces naciente movimiento de liberación de las personas homosexuales puso de relieve que los problemas respecto a las relaciones entre gentes del mismo sexo formaban parte igualmente de esa miseria.
Sería por tanto demandable a quienes se reclaman de la fe una aportación a la paz, la de las naciones y la de las personas, a partir del abandono de la hipocresía y la aceptación de los comportamientos distintos, del primado de la libertad individual y de la dignidad inherente a la persona tal cual es y del objetivo de avanzar colectivamente en convivencia dejando atrás esa más que sospechosa relación entre represión sexual y violencia física, emocional o política.
La decisión de los primados de la Comunión Anglicana respecto a las posiciones de la Iglesia Episcopal de los Estados Unidos me ha sacado de esta creencia para descubrir los restos de ingenuidad que sostenían esta mi idea benevolente. Lo que está en juego no es una concepción determinada de la moral sexual y del matrimonio, lo que hay en esta situación y en muchas otras de semejante cariz es un problema de poder. En términos no sólo políticos sino de las más crudas relaciones sociales e interpersonales basadas en el poder, el gran hallazgo de la religión organizada, sea cual sea la fe de la que se trate, es establecer que el cuerpo de las personas, y muy especialmente el de las mujeres, es un terreno de combate en el que se juegan cuestiones de dominación y predominio. A lo que se añade más tarde, a causa de las evoluciones citadas, el cuerpo de las personas que se separan de la norma general y que es considerado de una forma especialmente sexualizada por esa mirada beligerante.
Podría reflexionarse y debatirse en aras del conveniente discernimiento sobre la cualidad matrimonial de las uniones entre personas del mismo sexo, dentro del anglicanismo y el protestantismo en general; sobre la propia condición sacramental del matrimonio en el catolicismo; incluso sobre la licitud de las relaciones entre personas del mismo sexo (que no de la homosexualidad e incluso la falaz expresión “homosexualismo” ya que eso concierne a la dignidad inherente a la propia condición humana); podría permanecer en pie la discusión sobre la cada vez más admitida consagración al presbiterado y episcopado de las personas de sexo femenino, en expansión en el mundo protestante y que el mundo católico no podrá seguir ignorando, lo mismo que el celibato de los presbíteros de esa confesión; podría ser incluso que ese discernimiento extendido en el tiempo nos llevara a argumentar sobre uniones de tipo matrimonial entre más de dos personas. Pero el juego de posiciones entre mayorías y minorías que se ha dado en el seno de la conferencia de primados de la CA tiene la virtud de de abatir toda pretensión de que de lo que se trata en estas instancias es de un discernimiento relativo a cuestiones en las que la moral religiosa aparece vinculada con la moral sexual.
Parafraseando una salida extemporánea del presidente Bill Clinton cuando se refirió al primado de la economía en la política, “¡Es el poder, estúpidos!”. El punto de partida es que ciertas iglesias en determinadas regiones del planeta se encuentran en un callejón sin salida en el que se da el ascenso del islamismo militante y su utilización de la sexualidad como medio de dominación sociopolítica e incluso como arma de guerra al mismo tiempo que ciertos grupos cristianos luchan por mantener la influencia en unas sociedades en las que las mujeres se encuentran en una situación de sojuzgamiento insoportable e incluso algunas de ellas son violadas y asesinadas si se les sospechan relaciones con el mismo sexo. Hay un “mercado social” en el que el machismo, el sometimiento femenino y el rechazo de las relaciones entre personas del mismo sexo son trazos distintivos de respetabilidad a la que según parece algunos dirigentes eclesiales no desean renunciar y a partir de cuya aceptación pretenden competir en un “mercado espiritual” (y ese mercado se extiende mucho más allá de determinadas regiones geográficas, alcanzando los continentes americano e incluso europeo). Tomando las posiciones conocidas a este respecto, tales dirigentes pretenden aparecer ante ese “mercado social” ostentando un (falso) coraje: contra las “degradadas” costumbres que amenazan el comunitarismo particular (sustentado en el machismo, la gerontocracia y la violencia) y contra la influencia “imperialista y colonialista” de las sociedades occidentales que tratan de imponer costumbres extrañas rechazables por extranjeras e impuras.
Competencia entre religiones, aspiraciones a influencia social en espacios comunitarios, todo ello ocupando los cuerpos y las conductas sexuales de las personas en tanto que campo de batalla, en una guerra de poderes. Referencia a lo correcto y lo moral como alibi y plataforma para la influencia sociopolítica, y por qué no económica, sobre grupos de población. Reacción ante un obligado pluralismo cultural en forma de imposición de la exclusividad de un modo determinado de considerar lo justo para las personas que se refiere a un estado de cosas ideal, pasado en el tiempo y solamente actualizable mediante la coacción directa o indirecta mediante el halago a los coaccionadores. Ese es un viejo y conocido olor para nosotros; para algunos, como yo, un enemigo a batir pues se alza contra la dignidad de las personas concretas en momentos y lugares concretos, personas que en todo momento histórico y lugar geográfico son titulares de una dignidad inherente por derecho de nacimiento y filiación divina. Tomen posiciones de poder en organismos eclesiales del modo y con la intención que fuere; esa dignidad es sagrada en estrictos términos evangélicos.
Esa situación ya la hemos visto en otros tiempos y lugares. Incluso, digámoslo de una vez, en los tiempos fundacionales de nuestra fe. Una lectura del Evangelio con mirada sensible hacia la cuestión nos permitiría dibujar situaciones semejantes a las que Nuestro Señor Jesucristo se enfrentó. Y en consecuencia, abrirnos al discernimiento basado en la fe en la Palabra a partir de la experiencia viva del Hijo del Dios vivo. Cuando hago eso, dentro de mi modesto entender y aceptando que puedo estar equivocado, constato una cosa y sólo una: que Jesús no moralizó sobre conductas sexuales de ningún tipo porque era consciente, quizás vivamente consciente, de que cuando alguien las pone de relieve lo que subyace en ello no es más que poder y violencia, como en el caso de la supuesta adúltera y el lanzamiento de la primera piedra. O en el sigilo con que el centurión cuyo amado sirviente que padecía enfermedad se dirigió a Jesús en busca de ayuda, por mor del clima de vigilancia social respecto a la dudosa moral sexual de los extranjeros y más de los miembros del ejército de ocupación. Cristo parece decirnos “¡es el poder, estúpidos!”, el poder del machismo y de la ausencia de compasión. Por tanto, que no me hablen de religión cuando quieren decir sexo. Porque la presencia recurrente de cuestiones sexuales en medio de los asuntos religiosos y eclesiales no tiene nada que ver con la sexualidad y las relaciones humanas sino con el poder puro y duro sobre y entre los seres humanos.

Fuente: Lupaprotestante, 2016

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