Por. Alfonso Pérez Ranchal, España
“Según esto, el misterio de Dios consiste en que el
Padre ha desclavado a su Hijo de la cruz y lo ha resucitado; en que el Hijo le
ha servido en fidelidad hasta la cruz, para hacer visible y palpable la
misericordia incondicional de su Padre…”. Barbara Andrade. [[1]]
El judaísmo con el que se topó Jesús se regía
especialmente por lo que podemos llamar “la ley de la santidad”. Esta ley era
la designación más fiel de Dios a la que podían llegar. Por supuesto que
también hablaban del amor de Dios, de su justicia o de su poder, pero todo ello
enmarcado en lo anterior.
Para ellos, su religiosidad se enfocaba en conseguir
ser un pueblo santo, apartado del pecado y ello significaba evitar tocar
ciertas cosas, de guardar o de cumplir tantas otras. A su favor debemos decir
que no habían llegado hasta aquí en el vacío. Por el contrario, se habían
tomado muy en serio una enorme cantidad de textos veterotestamentarios que
hablaban en este sentido. Para ellos Dios era santo y su pueblo debía
salvaguardar esta santidad costara lo que costara.
“Di a toda la comunidad de los israelitas: Sed
santos, porque yo el Señor vuestro Dios, soy santo” (Levítico 19:2).
Es cierto que comprendían que la santidad se vivía
en el interior, pero no lo era menos que en el exterior debía ser expresada.
Apoyados por la ley mosaica habían compartimentado la vida en lo que se podía o
no hacer, en lo que se debía comer, en cómo tratar a determinadas personas. El
pecado no era únicamente algo que nacía en el corazón, sino que también se
transmitía al tocar ciertas cosas, al no llevar a cabo ciertos rituales. En
este sentido eran muy consecuentes con el Pentateuco, lleno de estas leyes de
santidad, con sus advertencias y condenas. Conocían que las transgresiones
acarreaban serias consecuencias, en no pocas ocasiones hasta la muerte.
También estaban los casos en los cuales una persona
se convertía en impura sin que ella quebrantara ninguna de las anteriores
leyes. Caso de determinadas enfermedades, ciertos defectos físicos, por
ejemplo. Estas personas eran vistas como castigadas por Dios y así eran
excluidas de las prácticas religiosas, puestas al lado de la comunidad. Aquí
también se obedecían los antiguos textos.
El sufrimiento, el dolor o la profunda soledad
provocada por esta forma de actuar eran secundarios. Lo relevante era preservar
los mandamientos divinos, evitar este tipo de pecado, practicar la santidad.
Es este el enfoque prioritario que nos da el Antiguo
Testamento y no debe sorprendernos que cuando se abre el telón para dejarnos
ver lo que pasaba en el Nuevo la forma de ser farisaica estuviera presente,
plenamente desarrollada.
Esta concepción de Dios había creado un enorme
orgullo en no pocos, a otros los habían hundido en la desesperanza y la
desolación. Los primeros creían poder cumplir con los requisitos divinos, los
segundos sabían que no podían. Unos se enfrentaron orgullosamente a Jesús, los
segundos lo buscaron. Pero, ¿qué ocurrió para que esto sucediera? ¿Por qué se
dividieron en seguidores y opositores? La respuesta es que el Maestro introdujo
la “ley de la compasión”. Esta ley debía ser la base sobre la cual comprender a
Dios y, a la par, regir las relaciones humanas. Con esta “ley” desplazó la
anterior y en no pocos sentidos la dio por finalizada. Se dice en Juan 1:17:
“Porque la ley fue dada por medio de Moisés, pero la
gracia y la verdad vinieron por Cristo Jesús”.
No es por medio de Moisés, Josué o el rey David que
vino la gracia y la verdad sino por medio de Jesús. Aquí se marca uno de esos
puntos de inflexión más determinantes para conocer el mensaje del Galileo. No
se trata en muchos casos de un punto y seguido con la anterior alianza sino de
un punto y aparte, algo distinto. Por ello, en la llamada Santa Cena instauró
un nuevo trato de Dios para con el ser humano. No se trataba de una síntesis de
lo antiguo y de lo nuevo, sino de la irrupción de una novedosa concepción de
Dios. No se puede echar vino nuevo en odres viejos.
Por supuesto que ya había algunas huellas de ello en
el Antiguo Testamento, pero estaban ahogadas, relegadas entre tantas leyes y
violencia en nombre de Dios.
Cuando Jesús resumió toda la ley anterior en el
primer y más grande de los mandamientos, como era el amar a Dios por sobre
todas las cosas y al prójimo como a uno mismo, le acababa de dar la vuelta a
toda la revelación anterior. Tomando un texto de Deuteronomio[[2]] estableció que el amor a Dios, a partir
de entonces, no se demostraría lavándose las manos antes de comer, exterminando
a algún pueblo en su nombre o expulsando de todo contacto y relación a los
leprosos. Ahora se debía actuar, precisamente, de forma contraria. Se trataba
de amar al enemigo, acoger al leproso y de dar gracias por todos los alimentos.
Y es que este mandamiento dividido en dos partes es el centro, la clave de toda
religiosidad genuina.
Jesús conocía que el ser humano es experto en negar
lo evidente, en buscar excusas para no hacer lo que debe y así es que dispuso
de la manera infalible para comprobar si de verdad se amaba a Dios sobre todas
las cosas: hacerlo con cualquier otra persona, sin distinción.
Me es fácil decir que el Creador es lo más
importante para mí, no lo es cuando el respeto, el cuidado y el aprecio debe
ser practicado para con otro. Por tanto, el Galileo no continuó con la anterior
línea de santidad, colocó una ley por encima de cualquier otra, la de la
compasión. Claro que para Jesús Dios era santo, pero esta designación ahora
había que entenderla desde su misericordia.
Cuando a Jesús se le intentó hacer mesías al estilo
davídico esta idea popular se debía precisamente a la forma de entender el
mensaje divino. Pero fue entonces cuando Jesús se negó en redondo a aceptar
este trato, a dar por buena esta visión. Él se vio a sí mismo como el Siervo
sufriente de Isaías, como el Hijo del Hombre que había venido a servir. El
poder de Dios ahora se evidenciaría en la cruz. Es en esta debilidad en donde
se encuentra su grandeza. Con Jesús el distante Dios del Antiguo Testamento es
concebido ahora como el Padre cercano… y este Padre es bueno.
“En la encarnación, Dios revela toda su empatía y
simpatía para con la humanidad pervertida; asume nuestra carnalidad pecadora y
las consecuencias que el pecado ha producido en nuestra historia en forma de
enfermedad, limitaciones de la vida, violencias, incomprensiones y muertes.
Mediante la encarnación del Hijo, Dios hace de esta anti-realidad su propia
realidad; y lo hace por pura gratuidad (Rom. 5, 10. 15), haciéndose maldito con
los malditos, condenado con los condenados, crucificado con los crucificados.”
Leonardo Boff. [[3]]
Cuando el Maestro define a Dios como bueno no está
indicando que la bondad está en el centro del ser humano, en su interior, sino
todo lo contrario. Afirma que únicamente Dios es verdaderamente bueno y
cualquier bondad que se tenga o se ponga en práctica proviene de Él[[4]].
Al presente, ante esta forma de presentar a Jesús y
su mensaje, aparecen dos reacciones contrarias. Una es realizar una síntesis
interpretativa de toda la Biblia y tan pronto saltan de un lugar a otro de las
Escrituras sin tener como centro y punto de orientación el mensaje de Jesús. De
esta forma defienden sin problemas algunos textos que hablan de, por ejemplo,
apedrear adúlteras y sin más pasan a considerar la enorme ternura de Jesús al
rodearse de otros niños. Es una determinada concepción de lo que es la Biblia
lo que no les permite ver que ambos textos están en tensión.
En el polo opuesto están los que han rechazado
totalmente la Biblia, incluso entre ellos hay antiguos creyentes. Lo
sorprendente es que tanto unos como otros interpretan las Escrituras de igual
forma, son literalistas. No han sabido ver la gracia y la verdad como claves
para comprender el mensaje evangélico.
Pero algunos, es cierto, dicen que sí que lo
entienden pero que no pueden aceptarlo. La razón es principalmente moral y así
sostienen que un Dios que fuera verdaderamente bueno jamás dejaría que
sucediera tanto mal y sufrimiento entre los seres humanos. Ante, por ejemplo,
la tortura de un niño o la enfermedad genética de una pequeña, la respuesta no
puede ser otra que aseverar que Dios no existe, y que si existe no se puede
afirmar nada de Él, es el Misterio indefinible. Jesús no sería más que un varón
judío del siglo I que vivió su fe dentro de los parámetros de su tiempo, eso
sí, marcó un antes y un después con, precisamente, mostrar esa compasión y
misericordia para con el otro.
Reconozco que yo, de haber sido Dios, habría
realizado las cosas de otra forma. Tampoco permitiría el cáncer en niños o las
enfermedades sin control, dicho lo cual, lo que no puedo afirmar es que Jesús
no diera una respuesta ante el sufrimiento humano. No puedo sostenerlo porque
sencillamente es falso. Esta respuesta es la encarnación para sufrir y salvar,
se trató de padecer con nosotros y por causa nuestra. Por tanto, no estamos
ante una falta de intervención divina sino de una intervención que a nosotros
nos parece insuficiente. Permitidme la reiteración, una cosa es admitir esto y
otra es decir que el Dios de Jesús no ha dicho una palabra al respecto. ¿Actúa
o no actúa el Dios cristiano? Sí, aunque no como nosotros esperaríamos.
Jesús se encontró en esta misma situación. Él vivió
en la peor de las condiciones posibles, en medio de una sociedad que se movía
en la miseria, la violencia, la enfermedad y el desprecio por el desvalido. Su
respuesta fue que con él irrumpía el Reino de los Cielos y sus actos milagrosos
eran señales de que cuando el mismo fuera instaurado plenamente el dolor humano
sería erradicado. La fe en su Padre le llevaba a afirmar, vez tras vez, que la
comprensión de todo pasaba por él como mensaje viviente. La tragedia humana no
fue lo que le impidió actuar en nombre de su Padre bueno, sino lo que le
impulsó a seguir adelante.
Personalmente sostengo que Jesús fue un reformador
del judaísmo, alguien que creía en la revelación veterotestamentaria pero que
consideró que ese código de santidad que reinaba en su época era un error. Lo
cambió en uno de misericordia. Él apuntaba a que su tradición y fe provenían
del Antiguo Testamento, pero añadió el elemento central de la compasión, del
perdón sin medida, totalmente novedoso tal y como lo planteó. Sí, la teología
cristiana ha afirmado desde siempre que Dios ha respondido en Cristo a los
interrogantes más profundos que posee el ser humano, pero también ha reiterado
que esta respuesta tiene dos fases. La primera se cumplió con la vida y obra de
Jesús y la segunda se cumplirá cuando regrese.
Jesús mostró cómo era Dios, actuó en el centro de la
miseria humana y fue capaz de crear esperanza. Murió porque creía en la
compasión de su Padre, pero no en las de las personas ya que fue crucificado
precisamente por ellas. Jesús todavía sigue siendo la propuesta del Dios bueno
al ser humano perdido.
“Nosotros, los cristianos ortodoxos, no
deberíamos eliminar con excesiva rapidez un Jesuanismo de ese tipo en sus
manifestaciones más variadas. Se podría uno preguntar si un ser humano
detentador de un amor absoluto y puro, libre de todo género de egoísmo, no ha
de ser algo más que mero hombre”. Karl Rahner citado por Jon Sobrino. [[5]]
___________
[[1]] B. ANDRADE, Pecado
original ¿o gracia del perdón? (Salamanca, Secretariado Trinitario, 2004)
77.
- Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para obtener la vida eterna?
Jesús le contestó:
- ¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno sólo es bueno.”
Fuente: Lupaprotestante, 2016.
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