Por. Antonio
Cruz, España
Es evidente que Cristo pronunció sus bienaventuranzas
pensando no sólo en los apóstoles y demás personas que estaban allí presentes
escuchándole, sino también en todos los demás discípulos cristianos que, a lo
largo de los tiempos, conocerían tales palabras y se las aplicarían a sus vidas
en cada época. Las bienaventuranzas son como un retrato típico del
cristianismo constituido por ocho colores diferentes, cada uno de los cuales
presenta un matiz distinto y, a la vez, todos se complementan entre sí.
En ellas descubrimos ciertos aspectos del discípulo de
Jesús que tienen que ver con algo muy importante para la vida diaria. Se trata
de cómo reaccionamos ante la persecución, la crítica, la difamación, el acoso,
los problemas generados por enemigos, etc., pero siempre sólo y exclusivamente
causados por el deseo de identificarnos con el reino de Cristo.
El cristiano, aunque viva en sociedad como el resto de
la gente, aunque trabaje, consuma, pague sus impuestos a la hacienda pública y
una hipoteca por su vivienda o genere residuos como todo hijo de vecino, en
realidad, desde el punto de vista bíblico, no pertenece al mundo. No es como
los demás porque posee una naturaleza espiritual diferente. Es lo que el
Señor Jesús le dice al Padre en oración: Yo les he dado tu palabra, y el
mundo los aborreció; porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo (Jn
17:14). Ahora bien, esta tensión entre “vivir” en el mundo y “no ser” del mundo
genera inevitablemente problemas de relación con nuestros semejantes que no son
cristianos. También Cristo nos advirtió claramente de esta situación: No
penséis que he venido para traer paz a la tierra. No he venido para traer paz
sino espada. Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su
padre, a la hija contra su madre y a la nuera contra su suegra. Y los enemigos
de un hombre serán los de su propia casa (Mt 10:34-36).
El evangelio crea tarde o temprano división acentuada
entre los cristianos y aquellos que no lo son. Dicha división de criterios,
valores y formas de entender la realidad es el germen de la persecución. A lo
largo de la historia siempre ha sido así y aunque hoy, principalmente en el
mundo occidental, se abogue por la tolerancia y el respeto a la pluralidad, lo
cierto es que la persecución nunca ha dejado de existir. El no cristiano
tiende a burlarse, difamar o acosar al cristiano, sencillamente porque éste es
diferente.
La vida del creyente sincero se caracteriza por el
deseo de lealtad a Jesucristo. Se trata de experimentar esa preocupación
constante por vivir y hacerlo todo por Cristo, por que sea él quien domine o
dirija toda la existencia del individuo, y no la propia persona. Esta es
precisamente una de las razones por las que se le persigue, porque imita a
Jesús y vive por él. El cristiano resulta molesto al mundo por causa de Cristo.
De ahí que nuestro deseo constante debe ser vivir para Jesús y para glorificar
su nombre, aunque en ocasiones fracasemos como humanos.
Nuestra vida debería estar más dirigida por el más
allá y menos por el más acá. Me explico. Tendríamos que pensar con mayor asiduidad
en el cielo y en la vida venidera; intentar que nuestra existencia terrenal
estuviera más dirigida por pensamientos trascendentes, por ideas de eternidad y
no sólo por lo material, inmanente, cotidiano y finito. A veces, los árboles no
nos dejan ver el bosque. Los problemas prácticos de cada día roban ese tiempo
precioso en el cual podemos analizar nuestra historia en la perspectiva del
destino eterno. El ruido no nos permite, en ocasiones, escuchar la maravillosa
sinfonía a la que estamos convidados. Pero la fe es la constancia de las cosas
que se esperan y la comprobación de los hechos que no se ven, como bien
escribió el autor de la epístola a los Hebreos.
Los hombres y mujeres mencionados en el capítulo once
de dicha epístola tuvieron un denominador común en sus vidas que los unía a
todos y los proyectaba como una saeta esperanzada hacia el futuro. Abel, Enoc,
Noé, Abraham, Sara, Isaac, Jacob, José, Moisés y todos los demás, anduvieron
siempre errantes por los desiertos, montañas y cuevas de la tierra sin
construir nunca habitáculos sólidos y duraderos, sin echar raíces, sino
sabiendo que este mundo no era digno de ellos. Preferían la tienda nómada hecha
de pelo negro de cabra al castillo de roca, porque sabían que su verdadera
habitación no estaba en este lugar temporal. Su techo era el firmamento repleto
de estrellas que podían contemplar durante la noche. Esto les permitía pensar
en el más allá y en la ciudad celestial cuyo arquitecto es el Creador. Tal era
su gran secreto.
He aquí otra diferencia fundamental entre el cristiano
y quien no lo es. El incrédulo hace verdaderos esfuerzos por no pensar
nunca en la muerte ni en lo que hay detrás de ella. Esta costumbre de la
negación de la realidad de la muerte que se experimenta hoy, quizás con más
intensidad que en otros tiempos, está detrás de la ansiosa búsqueda de
evasiones y placeres que caracteriza al mundo actual. El ser humano no quiere
pensar en el mundo venidero, por eso camufla la cesación de la vida. Vive como
si nunca tuviera que morir. A los niños en las escuelas se les explica muy
bien, con todo lujo de detalles, cómo vienen sus hermanitos al mundo, pero
nadie se encarga de decirles cómo desaparecen sus abuelos o adonde van a parar.
La muerte es hoy un asunto tabú para la sociedad occidental. El hombre
contemporáneo no está tan preparado para morir como el de otras épocas, de ahí
la necesidad de evitar el tema del sufrimiento y la muerte. En vez de
enfrentarse a ella cara a cara o de asumir la temporalidad humana, a veces se
eligen soluciones fáciles y evasivas como la eutanasia.
Sin embargo, este no querer pensar en la finitud de la
vida no parece que haga más feliz al ser humano. Al contrario, lo incapacita
para su existencia terrena porque aprender a morir implica también descubrir el
valor de la propia vida. Esta puede ser también una causa sutil de persecución
contra los cristianos ya que nosotros hablamos mucho de tales asuntos.
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