Por. Jaime
Triginé, España
Álvaro
Soler es escultor. Uno de sus últimos trabajos consiste en esqueletos de
animales fantásticos rellenos de residuos de plástico. Es su forma de llamar la
atención sobre la degradación ambiental que sufre el planeta. De seguir la
tendencia actual, a mitad de siglo habrá más plástico que peces en el mar, ya
que el plástico requiere entre uno y cinco siglos para desaparecer del
ecosistema. Alrededor de un millón de pájaros y cien mil mamíferos mueren cada
año a causa de estos residuos.
No es el
único tema de preocupación. A la contaminación de ríos y mares hay que añadirle
la desertificación de amplias zonas del planeta, la carencia de agua potable en
diversas partes del globo, la pérdida de la biodiversidad por la transformación
de los ecosistemas, los efectos del cambio climático o la amenaza de las
centrales nucleares. La cuestión ecológica empieza a preocupar.
¿Ha llegado
el momento, como se pregunta el teólogo Jürgen Moltmann, de sustituir la arrogancia
del dominio del mundo (derivada de una interpretación tradicional de
los primeros capítulos del Génesis) por la humildad cósmica
(resultado de una hermenéutica que incluya el hecho de nuestra dependencia de
la Tierra y del cosmos)? No podemos olvidar que nuestra subsistencia depende
del mantenimiento del ecosistema que nos alberga. Con independencia del estatus
que la revelación bíblica otorga al ser humano, este es también parte de la
naturaleza.
Citando de
nuevo a Jürgen Moltmann, «lo que compete al ser humano no es una actitud
arrogante de poder sobre la naturaleza ni la libertad de hacer con esta lo que
le venga en gana. Lo que compete al ser humano es una actitud de atención
respetuosa en todo cuanto hace con la naturaleza». Nuestra casa común
necesita curas urgentes y afecto continuado. Es ya imperativo modificar nuestra
concepción del mundo, nuestras formas insostenibles de vida, el consumo
desproporcionado… si pretendemos legar un planeta habitable a las generaciones
posteriores.
La Tierra
puede mantenerse sin la especie humana. Así ha sido durante millones de años en
los que se ha ido gestando la aparición de la vida, su emerger y
diversificación hasta alcanzar los niveles de complejidad de los seres humanos.
Pero nosotros no podemos sobrevivir sin la Tierra. Necesitamos el aire que
respiramos, plantas y animales, el agua, la luz, los ciclos de las estaciones y
el universo entero cuya inmensidad es condición necesaria para la existencia de
la vida, según indican los presupuestos de la astrofísica.
El rol de
administradores de lo creado, hecho que comporta su cuidado y atención, ha sido
sustituido por el de expoliadores y destructores que no tienen en cuenta que
los recursos naturales son limitados. Hoy hablamos de la huella ecológica como
indicador del impacto ambiental generado por la demanda humana de los recursos
existentes en el planeta, relacionándola con la capacidad ecológica de la
Tierra de regenerar sus recursos. Es bien conocido que, a nivel global, estamos
consumiendo más recursos y produciendo más residuos de los que el planeta puede
generar y admitir. Se están alterando las condiciones de vida sobre el planeta.
Parafraseando el texto de Pablo, la creación gime.
El cambio
de paradigma se hace necesario. Los movimientos en defensa de la Tierra
presionan a los políticos para que legislen, en todo aquello que sea necesario,
a fin de revertir el proceso de deterioro que pone en peligro el devenir del
planeta y de quienes lo habitamos. Pero los intereses económicos de quienes más
contribuyen al impacto de la huella ecológica suelen prevalecer sobre la
necesidad de arbitrar medidas de corrección y prosigue, de este modo, el uso
irresponsable y depredador de los recursos. Junto al pecado personal y
estructural, se hace necesario tomar conciencia de la dimensión cósmica del
pecado.
Si la
teología tradicional ha considerado que la Tierra es algo que el ser humano
puede sojuzgar y dominar, la nueva teología ecológica o ecoteología debe partir
de la Tierra como patria. En la medida en que el hombre destruye su hábitat, el
galope de los jinetes del Apocalipsis aparece como algo peligrosamente cercano.
A la luz de
la situación presente, ¿es adecuado el paradigma de la centralidad del hombre
en la naturaleza, que desplaza al resto del planeta a la categoría de hábitat?
Nuestro mundo, ¿no es también el hábitat para millones de otros seres sobre los
que Dios exhaló su Espíritu vivificante como describe poéticamente el salmista:
Escondes tu rostro, se turban; les quitas el hálito, dejan de ser. Envías tu
Espíritu, son creados? Se impone una mayor dosis de humildad.
La frase
del sofista griego Protágoras, recuperada durante la visión humanista del
Renacimiento: El hombre es la medida de todas las cosas, ha de dejar
paso a la de considerar no el hombre, sino la naturaleza entera, en la que el
hombre se inserta, como criterio relacional y de valor. El lugar del
antropocentrismo debe ser ocupado por el biocentrismo. Es hora de contemplar la
naturaleza no tan solo en clave de interés económico, sino como expresión de la
creación divina con toda su belleza intrínseca en la que todos los seres somos
interdependientes y necesarios.
Es momento
de entender que la sostenibilidad es una responsabilidad derivada del mandato
creacional que solo se alcanzará respetando los ciclos naturales y a través de
un consumo racional de los recursos tanto renovables como no renovables. La
Tierra reclama un descanso sabático. Del dominio arbitrario deberemos transitar
al responsable. Una visión holística de la salvación debe incluir la del mundo
creado del que el hombre forma parte.
Fuente:
Lupaprotestante, 2016.
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