Por. René Padilla, Argentina
No se requiere ser un conocedor profundo de
la historia eclesiástica para saber que, desde el punto de vista teológico, la
Reforma Protestante del siglo XVI tuvo como objetivo principal el retorno de la
Iglesia a las Sagradas Escrituras como la base para su fe y su vida práctica.
El episodio más representativo de este énfasis fue la Dieta de Worms (mayo de 1521)
convocada por el emperador Carlos V con el propósito de juzgar a Martín Lutero,
quien había sido excomulgado previamente como hereje por el Papa León por
afirmar la autoridad de la Biblia por encima de la autoridad de los papas y los
concilios. Invitado a retractarse, el reformador alemán respondió con la
siguiente declaración de la sola scriptura, tota scriptura, una
afirmación que sintetiza la convicción teológica evangélica básica respecto a
la centralidad de las Escrituras: “Mi conciencia es cautiva de la Palabra de
Dios. Si no se me demuestra por las Escrituras y por razones claras (no acepto
la autoridad de papas y concilios, pues se contradicen), no puedo ni quiero
retractarme de nada, porque ir contra la conciencia es tan peligroso como errado.
Que Dios me ayude, Amén.”
Sobre esa base bíblica los reformadores
construyeron el edificio teológico constituido por los énfasis evangélicos que
se resumen en las siguientes afirmaciones: solo Cristo (solus Christus),
solo la gracia (sola gratia), solo la fe (sola fide), solo
la gloria de Dios (soli deo gloria), la iglesia reformada siempre reformándose
(ecclesia reformata semper reformanda). Sin embargo, ya en 1520, antes
de la Dieta de Worms Lutero escribió tres tratados en que exponía su posición
teológica en controversia con la sostenida oficialmente por la Iglesia Católica
Romana: La libertad cristiana, A la nobleza alemana acerca del mejoramiento
del Estado cristiano, y La cautividad babilónica.
De importancia especial en relación con
nuestro tema es el segundo de los tratados que hemos mencionado. Aunque
sin negar la necesidad de un ministerio “ordenado” por razones funcionales, en
su tratado dirigido a “la nobleza alemana” Lutero rechaza la marcada división
tradicional entre clérigos y laicos, y afirma el sacerdocio de todos los
creyentes (también denominado sacerdocio común) en los siguientes
términos:
Todos los cristianos son en verdad de estado
eclesiástico y entre ellos no hay distingo, sino sólo a causa del ministerio,
como Pablo dice que todos somos un cuerpo, pero que cada miembro tiene su
función propia con la cual sirve a los restantes. Esto resulta del hecho de que
tenemos un solo bautismo, un Evangelio, una fe y somos cristianos iguales,
puesto que el bautismo, el Evangelio y la fe de por si solos hacen eclesiástico
al pueblo cristiano.
La base bíblica de esta posición es sólida.
De acuerdo con la enseñanza del Nuevo Testamento, el único sacerdocio válido
hasta el fin de la era presente es el sacerdocio de Jesucristo, quien se
ofreció a sí mismo en sacrificio por los pecados y “con un solo sacrificio ha
hecho perfectos para siempre a los que está santificando” (Heb 10:14). Todos
los que confían en él tienen acceso directo a la presencia de Dios
(10:19-22). Nadie puede ofrecer más sacrificios por el pecado: la obra de
redención ha sido consumada; Jesucristo hombre es el único mediador entre Dios
y los hombres (1Tim 2:5). En virtud de su relación con él, todos los creyentes
participan de su sacerdocio: son el sacerdocio del Rey (1P 2:9); son “reyes y
sacerdotes” (Ap 1:5; 5:10). Y como tales están llamados a ofrecerse a sí
mismos, “en adoración espiritual... como sacrificio vivo, santo y agradable a
Dios” (Ro 12:1).
Bíblicamente, todo cristiano es sacerdote por
el solo hecho de ser cristiano. La Iglesia es un pueblo sacerdotal.
Consecuentemente, todos sus miembros han sido consagrados al servicio de Dios,
y para realizarlo han recibido “diversos dones”, “diversas maneras de servir”,
“diversas funciones” que el Espíritu reparte “para el bien de los demás”
(1Co 12). Sobre esta base bíblica, la Reforma Protestante del siglo XVI
desbrozó el camino para que cada iglesia local sea una iglesia-comunidad que
supere la dicotomía entre clérigos y laicos y todos los miembros del cuerpo de
Cristo, sin excepción, participen en servicios que manifiesten el amor a Dios y
al prójimo de manera práctica. La pregunta que tenemos que hacernos hoy
es hasta qué punto nuestras congregaciones están comprometidas con el
sacerdocio de todos los creyentes, tomando muy en cuenta que “todos los que han
sido bautizados en Cristo se han revestido de Cristo” y, en consecuencia, “ya
no hay judío ni gentil, esclavo ni libre, hombre ni mujer” (Ga 3:27-28).
Fuente: El blog de René Padilla, Fundación
Kairós, 2015.
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