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domingo, 11 de octubre de 2015

“Esfuérzate… y cobra ánimo”: El presente y el futuro de la Iglesia están en las manos de Dios



Por. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México*

“Sin embargo, anímate Zorobabel —oráculo del Señor—, anímate sumo sacerdote Josué, hijo de Josadac, y que se anime toda la gente del país —oráculo del Señor—. Pongan manos a la obra porque yo estoy con ustedes, dice el Señor del universo.” Hageo 2.4, La Palabra (Hispanoamérica)

  1. La exhortación de Hageo
El libro de Hageo (en hebreo Jaggai: “Alegre”, Hilario) manifiesta claramente una preocupación comunitaria por el templo como “un elemento clave en el mundo simbólico de la religiosidad popular”.[1] El profeta seguramente perteneció al llamado “pueblo de la tierra” (am ha aretz), los campesinos de Judá que ocuparon la tierra en Palestina después de la caída de Jerusalén. Alicia Winters explica así el contexto de lo acaecido en esa época para situar el mensaje de Hageo sobre la reconstrucción del templo:
Con la caída de Jerusalén y la deportación de los principales ciudadanos a Babilonia, quedaron en la tierra los pobres “que no tenían nada” (Jr 39.10). Durante el conflicto con Babilonia, muchos habitantes de Judá se habían refugiado en Moab, Amón, Edom y otras regiones, pero Jr 40.7ss indica que muchos de estos desplazados volvieron y se establecieron alrededor de Godolías en Mispá “y recogieron vino y abundantes frutos”. Ezequiel hace pensar que al principio vivían entre las ruinas, en los campos o escondidos en rocas y cavernas (Ez 33.27), pero también sabemos que los babilonios repartieron tierras y viñedos entre los más pobres (2 R 25.10-12).[2]
Y agrega, en torno a la mentalidad prevaleciente al momento de afrontar la posibilidad de dar inicio a dicha reconstrucción: “El proyecto de reconstrucción despertaría interés no solamente entre los exiliados, sino también en la comunidad que ya ocupaba la tierra en Palestina, debido la importancia que las ruinas ya habían adquirido a sus ojos. El mensaje de Ageo se da en este contexto. Ya se conocía la promesa de reconstrucción, la esperanza de reconstrucción, pero había vacilación y demoras para dar comienzo al proyecto de parte de aquellos que vinieron de lejos”. Había una vacilación de fondo, una tardanza ocasionada por motivos de comodidad económica y de incomprensión de los tiempos divinos, en una especie de confrontación divina-humana. “El profeta no estaba proponiendo la reconstrucción del templo como una idea nueva. Ya se venía hablando del proyecto”. Su inquietud era que nada se hacía. Los compiladores del libro anotaron con precisión la fecha del día en que Ageo abordó formalmente a los altos funcionarios del grupo de los repatriados [segundo año del rey Darío de Persia, 520 a.C.] para expresar las inquietudes de los campesinos, que constituían, para él y para los compiladores, ‘el resto del pueblo’, o ‘el pueblo de la tierra’”. De ahí la importancia de la observación: “Este pueblo dice: ‘No ha llegado aún el tiempo en que la casa de Yavé sea reedificada’” (1.2).
Pero ante la emergencia de los grupos populares como responsables de la vida y espiritualidad de la nueva época, el eventual nuevo templo ya no significaría lo mismo que para las generaciones anteriores. De las cuatro veces (todas fechadas rigurosamente) que el profeta recibe la palabra divina, en la primera (1.12-14) hay una reacción muy favorable por parte de los responsables político y religioso: Zorobabel, nieto del rey Jeconías, y Josué, nieto del sacerdote Seraías. En la segunda proclamación (2.1-9), la exhortación consiste en animar a ambos líderes, además del resto del pueblo (un avance considerable en relación con la antigüedad), para seguir adelante en el proyecto de reconstrucción, considerando seriamente la promesa que hace Yahvé para conducir el proceso. Hay una crítica directa al templo de Salomón y a las prácticas que generó: “¿Quién queda entre ustedes que haya conocido este Templo en su esplendor inicial? ¿Cómo lo ven ahora? ¿No les salta a la vista su insignificancia?” (2.3). Ahora el templo será un lugar de reunión de dimensión internacional (2.7), por lo que llama también la atención la denominación de Dios como “Señor del universo”, resultado de una proyección universal que permitió superar el exclusivismo etnocentrista de Israel. Y no está ausente la reminiscencia de la fidelidad de Yahvé desde el acontecimiento del Éxodo: “Este es el compromiso que pacté con ustedes cuando salieron de Egipto: mi espíritu estará en medio de ustedes; por tanto, no teman” (2.5).
Winters destaca cinco funciones o dimensiones simbólicas del templo en el pensamiento de Hageo y la comunidad campesina de Judá que dominaba en ese momento, luego del fin de la monarquía israelita:

  1. El templo proporcionaba continuidad con el pasado frente a los grandes cambios en la vida política del país. El templo no era simplemente un lugar de culto. Era símbolo de la acción de Dios en medio de su pueblo. […]
  2. El templo simbolizaba la relación continua del pueblo con la tierra. […] La continuidad con el pasado queda reforzada al señalarse la continuidad con la tierra como lugar sagrado. […]
  3. El templo articulaba la identidad del pueblo y canalizaba su resistencia frente a la creciente penetración de las costumbres y exigencias de los conquistadores extranjeros. […] Además, en la medida en que ensalza a Zorobabel como sucesor de las promesas davídicas, Hageo lanza una protesta contra las pretensiones persas a la sucesión de la monarquía. […]
  4. El templo creaba comunidad, proporcionando organización y estabilidad frente a la incertidumbre que prevalecía en todas partes. El templo formaba parte de la realidad que vivía el pueblo: campesinos y campesinas que sufrían hambre, sentían frío, etcétera. […]
  5. El templo hablaba de la presencia de Dios con su pueblo y así brindaba esperanza para el futuro. “Porque yo estoy con vosotros” [2.4b] es la razón detrás de todo en el libro de Hageo. […] El templo es un proyecto y plantea una utopía, una esperanza: “Desde el día que se echó el cimiento del templo de Yavé: meditad… Ni la vid, ni la higuera, ni el granado, ni el árbol de olivo han florecido todavía; mas desde este día os bendeciré” [2.19].[3]

El énfasis crítico de estas afirmaciones siguen vigente actualmente si se analizan las esperanzas que las comunidades depositan en sus lugares de culto y pierden de vista el verdadero fin de los mismos. El tercer oráculo recibido por Hageo tiene que ver con la purificación ritual (2.10-19), lo que demuestra su cercanía con los círculos sacerdotales de la época del exilio, en función de las fechas en que comenzó la reconstrucción del templo. La bendición resultante del esfuerzo por reconstruir será una realidad tangible en términos agrícolas. Finalmente, Zorobabel recibe el anuncio del beneplácito divino, y la exhortación a esforzarse con denuedo para conseguir los propósitos más altos en beneficio del pueblo (2.20-23). De la misma manera, hoy el presente y el futuro de la iglesia están en las manos de Dios y Él la guiará para retomar, cada vez que sea necesario, el rumbo que requiere, pues muchas veces no es capaz de comprender los alcances de los proyectos divinos y con frecuencia requiere correctivos históricos severos como los que atravesó el pueblo antiguo.
  1. El pueblo de Dios mira siempre hacia adelante

“Entonces el Señor dijo a Moisés: —¿A qué vienen esos gritos? Ordena a los israelitas que reanuden la marcha. Y tú levanta tu vara y extiende la mano sobre el mar que se abrirá en dos para que los israelitas lo atraviesen pisando en seco.” Éxodo 14.15-16, La Palabra (Hispanoamérica)

El paso del Mar Rojo por parte de los hebreos liberados de la esclavitud en Egipto es uno de los momentos paradigmáticos de toda la historia bíblica. Su carácter anti-épico, pues el tono del relato se halla centrado únicamente en la intervención directa de Dios para permitir que los antiguos esclavos accedieran a la libertad, realza la manera en que se cumplirían progresivamente las promesas que acompañaron todo el proceso. Al escuchar el clamor de las tribus, Dios mismo se levantó, se puso en marcha para conseguir la movilización física y espiritual de su pueblo y así instalarse él mismo en la historia como un Dios ligado a las ansias libertarias de la humanidad. El gran episodio del éxodo simboliza también la forma en que toda acción divina es capaz de transformar el presente y de proyectarlo hacia un futuro nuevo e inimaginable, en el que es posible encontrarse con otras facetas del rostro de Dios y así profundizar permanentemente en la realidad de su amor.
Uno de los instantes climáticos de esa gran gesta aconteció cuando el pueblo tuvo que afrontar el inmenso desafío de atravesar, así fuera en su parte más estrecha, el paso del Mar Rojo, a fin de alejarse definitivamente de cualquier contacto con lo que representó para él los años vividos en la sumisión a Egipto. Las tribus no estaban iniciando un viaje turístico ni mucho menos: se encontraban en el umbral del desierto y las famosas palabras proferidas por Yahvé en este contexto son, además de alentadoras, sumamente riesgosas. Mirar hacia adelante, tal como debe ser la actitud continua del pueblo de Dios, puede tener como contraparte que el camino hacia el cual se debe seguir sea el desierto mismo, esto es, un espacio aparentemente desprovisto de vida, de comodidades, pero potencialmente lleno de riquezas espirituales, de diálogo con Dios, de comunión, en este caso, sumamente desafiante al venir de las aparentes “ventajas” de Egipto: comida segura, especialmente, pero en el marco de la esclavitud y la sumisión.
La narración del paso del Mar Rojo trae hasta nuestros ojos la incertidumbre, la duda y la vacilación de todo un pueblo concentrado en un solo lugar que deberá tomar una decisión colectiva para asumir plenamente los planes divinos de libertad. Acerca de la orden para marchar hacia adelante (14.15) escribe Xabier Pikaza:
Hay un momento en que la decisión resulta inevitable. Es el momento de ruptura. […] Entonces resulta necesaria la decisión y nadie puede asumirla por nosotros: ni los ángeles del cielo, ni los astros, ni siquiera el mismo Dios excelso. Dios nos encamina, nos promete su asistencia, pero luego quiere que nosotros mismos asumamos nuestro riesgo y decidamos […]
Sólo cuando empezamos a avanzar envía Dios su viento y seca el agua de los mares. De esa forma muestra que la libertad es don que sobrepasa nuestras fuerzas: nosotros las buscamos y es ella la que viene a nuestro encuentro, destruyendo las murallas y los mares que cerraban el camino.[4]
Dios no puede relacionarse con un pueblo que no esté dispuesto a la aventura renovadora y creativa en medio de una historia cuyas contradicciones no cesan nunca. Las historias personales, familiares, colectivas, subsidiarias todas de una historia mayor que Él en su soberanía y profundo amor va desplegando ante nosotros, como siempre lo ha hecho con su pueblo, adquirirán nuevas dimensiones al interpretar progresivamente sus acciones concretas. Y podemos confesar que no nos agradan necesariamente los desiertos a los que nos ha llamado y nos seguirá llamando tantas veces, pues los desiertos donde es posible el encuentro con Dios son espacios de melancolía, ansiedad y precariedad, pero también puede llevarnos por lugares pletóricos de bendiciones materiales y espirituales. “La imagen que el texto da de la vida en el desierto es la de una persona que no lo conoce y vive en la ciudad. El desierto es comprendido como un lugar de grandes peligros y donde el riesgo de no contar con agua o alimentos es la preocupación cotidiana. La muerte ronda en cada jornada y el sentimiento de que allí no hay muchas posibilidades de sobrevivir está presente en cada nueva escena”.[5] Fe, sobrevivencia y confianza plena en el amor divino: he ahí la tríada a la que se refieren las profundidades del texto.
Yahvé es el estratega de la liberación y de la salida del laberinto geográfico, psicológico y político: “El faraón pensará que los israelitas no saben salir de Egipto y que el desierto les cierra el paso. Y yo haré que el faraón no se dé por vencido y los persiga; y de nuevo mostraré mi gloria a costa de él y de todos sus ejércitos. Así los egipcios tendrán que reconocer que yo soy el Señor” (14.3-4). Dios mostrará su gloria justamente al lado de la multitud llena de pánico ante el peligro inminente de una muerte trágica (14.11-12). Todo dependía de que el pueblo cumpliera las órdenes sistemáticamente al pie de la letra. El obstinado faraón, sin saber a ciencia cierta que estaba librando una guerra desigual contra el Dios de los esclavos, se suma a los planes divinos para dar lustre a la labor de introducirlos, poco a poco, al vergel de una vida plena y auténtica, aunque aún faltaba mucho tiempo para ello.
En la experiencia de las tribus hebreas, el desierto se volverá un escenario de múltiples experiencias en donde el cuidado de Dios se hará presente: el agua en la roca, el maná, las codornices… Diversas manifestaciones extraordinarias del amor de un Dios que siempre está atento al porvenir de su pueblo, incluso en instantes límite en los que las fuerzas humanas flaquean al máximo. Los múltiples éxodos que nos son presentados demandan de nosotros hoy una confianza ciega en el amor de Dios que podrá sustentarnos en medio de cualquier circunstancia, pero sin dejar jamás de mirar hacia adelante, pues ésa debe ser la vocación irrenunciable del pueblo de Dios permanentemente.
Cuando termina el eco de los cantos, llega la exigencia del camino. El problema no son los opresores, que han quedado atrás, hundidos en el mar o destruidos en su misma prepotencia ciega. El problema son los liberados que ahora deben inventar su propia marcha en actitud de gracia, en solidaridad compartida y valentía. Antes era fácil: bastaba resistir o responder en contra. Ahora es preciso inventar la libertad, aprendiendo a caminar de forma nueva, en el desierto.[6] 

  1. Esforzarse y avanzar en el nombre de Dios

“Te he mandado que seas fuerte y valiente. No tengas, pues, miedo ni te acobardes, porque el Señor tu Dios estará contigo dondequiera que vayas.” Josué 1.9, La Palabra (Hispanoamérica)

Josué 1 es todo un clásico de todos los tiempos para la reflexión cristiana evangélica, especialmente para aquella que está ligada de por vida a la militancia en el llamado Esfuerzo Cristiano, pues el nombre de esta agrupación deriva directamente de la famosa exhortación del v. 9. No obstante la inmediata asociación de ésta con los ímpetus y los afanes juveniles no necesariamente le hace justicia al espíritu y, sobre todo, al contexto de las palabras del texto, puesto que, ante la desaparición de Moisés como líder casi insustituible de las tribus de Israel, la figura de Josué requería, sobre todo, de lo que podría llamarse una genuina legitimidad moral y espiritual para ocupar el lugar vacante. Se trataba, ante todo, de asumir una postura clara y valiente ante la enorme tarea de conquistar un “territorio prometido” pero cuyos propietarios no lo soltarían fácilmente, por lo que se avecinaba una guerra de invasión a fin de ocuparlo.
En los tiempos que corren, toda visión colonizadora representa formas de violencia que una sana interpretación de las Escrituras no puede dejar nunca de lado, motivo por el cual la espiritualización de la exhortación obliga a repensar el sentido que debe guiar la relación entre ella y una vida cristiana desafiada continuamente al esfuerzo, esto es, al gasto continuo de energía, para avanzar en el nombre de Dios hacia los caminos que tiene preparados para los creyentes y la iglesia, y en donde Él siempre nos está esperando, delante de todo lo que podamos creer o imaginar. Para Nancy Cardoso Pereira, hay tres aspectos que hoy deberían ayudar a interpretar la visión del libro de Josué, a fin de lograr una buena comprensión de su mensaje:
  • La dimensión vital del acceso a la naturaleza, como condición de vida.
  • La experiencia de Dios, vivida en la experiencia de la espacialidad, como garantía de territorio para todos y todas.
  • El conflicto presente en la experiencia de los grupos humanos, como ejercicio permanente de deconstrucción de poderes de muerte y construcción de alianzas que garanticen la vida.[7]
Al momento de ser interpelados por las palabras de Yahvé dirigidas a Josué, uno podrá situarse ante cada uno de ellos para percibir que el Dios que había prometido un espacio nuevo de vida, desarrollo y bienestar para su pueblo no podía, por definición, condenar a la muerte y la desposesión a otros pueblos. Incurrir en el etnocentrismo con base en una doctrina de la elección ajena a la preservación de la vida humana no puede ser una buena plataforma para una lectura espiritual del libro y de la historia misma de la ocupación de la tierra. Prueba de ello es la reacción del propio Josué ante algunas órdenes de arrasamiento: “Pero Israel no prendió fuego a ninguna de las ciudades situadas sobre las colinas; únicamente Jasor fue incendiada por Josué” (11.13). Resulta complicado simpatizar hoy con el exterminio o la “limpieza racial” que se menciona en diversos lugares del libro, con todo y que se explique a partir de una “razonable limpieza espiritual” o religiosa. Además, el propio pueblo también tenía otros componentes raciales: “La verdad, en medio de este pueblo llamado Israel hay quenitas (Nm 10.29-32; Jue 4.11, 17), madianitas (Ex 2.21), cusitas (etíopes, negros, Nm 12.1) y una, no bien identificada, ‘multitud’ que poseía ganado y ovejas (Ex. 12,38)”.[8] Además, mediante una atenta lectura se puede apreciar que “la verdadera lucha se dio contra “reyes” y contra “ciudades”, más que contra poblaciones. Fue la lucha de diferentes grupos oprimidos que vivían al margen del sistema imperial tributario, contra sus opresores, contra la ciudad”.[9]
Josué aparecería entonces, no como un modelo de “conquistador”, sino más bien, por la fuerza de los hechos, como un tipo de creyente que es desafiado por la divinidad y enviado a cumplir una dura misión en medio de pueblos diferentes al suyo, y en la que la fidelidad al proyecto divino es lo más importante. Para ello requiere de cualidades específicas y que debían esperarse de un líder que asumirá el lugar de quien ya no estaba presente: “llenar los zapatos” de Moisés era una tarea honrosa pero demasiado grande para quien, a pesar de haberlo acompañado, necesitaba ahora una imagen y una certidumbre completas para lograr su propósito. Las palabras de Yahvé son aleccionadoras y solemnes: “Moisés, mi siervo, ha muerto. Disponte, pues, a cruzar ese Jordán, con todo este pueblo, hacia la tierra que yo doy a los israelitas” (1.2). La promesa confirmada es clara sobre los territorios a ocupar: “Les entrego a ustedes todo lugar donde pongan el pie, según prometí a Moisés” (1.3). Y la oferta de apoyo era irrestricta: “Nadie te podrá hacer frente mientras vivas: lo mismo que estuve con Moisés, estaré contigo; no te dejaré ni te abandonaré” (1.5) Semejantes garantías debían ser respondidas con una actitud consecuente: “Pórtate, pues, con fortaleza y valentía porque vas a ser tú quien darás a este pueblo la posesión de la tierra que juré dar a sus antepasados” (1.6). La única exigencia era: “…que seas fuerte y valiente y cumplas toda la ley que te dio mi siervo Moisés. No te desvíes de ella ni a la derecha ni a la izquierda; así tendrás éxito en todo lo que emprendas” (1.7).
Naturalmente, Josué tenía que ir más allá de lo meramente material (y militar), para considerar la ley divina como la norma de vida, conducta y fe que guiaría todos sus actos. Aquí, el lenguaje del Deuteronomio es intenso y clave: “Medita día y noche el libro de esta ley teniéndolo siempre en tus labios; si obras en todo conforme a lo que se prescribe en él, prosperarás y tendrás éxito en todo cuanto emprendas” (1.8). Es entonces que aparece la consigna vital para realizar el trabajo encomendado: fuerza, valentía y abandono del miedo y la cobardía ante la certeza de la constante compañía divina. Ante empresas gigantescas como la conquista de una tierra ocupada por tantos pueblos, la dirección del Señor es una garantía de que es posible alcanzar las metas trazadas, pero siempre sin llegar a la creencia de que “el fin justifica los medios” o de que “los hijos de Dios tienen derecho a las mejores cosas” y, por tanto, pueden pasar por encima de los demás, indiscriminadamente, como promueven ciertas teologías actuales. Esforzarse y avanzar en el nombre de Dios, en el espíritu de Josué, significa aceptar el anuncio divino de su cercanía y asumir las tareas encomendadas con constancia, determinación y valor.


  1. Presente y futuro de la iglesia ante las promesas de Dios

“Por eso te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra voy a edificar mi Iglesia, y el poder del abismo no la vencerá.” Mateo 16.18, La Palabra (Hispanoamérica)

La iglesia, como pueblo de Dios presente en la historia, debe afrontar siempre su presente y su futuro asido a las promesas de su Señor y Salvador. Como continuidad de la comunidad del Antiguo Testamento, la iglesia ha recibido también las que el pueblo de Dios recibió con anterioridad, aunque cuando el propio Señor Jesucristo replanteó la forma que debía adquirir el grupo de sus seguidores/as, también renovó esas promesas y proyectó la presencia de la comunidad en el mundo de una manera diferente. Desde la llamada de Abraham, y a través de todos los episodios históricos, tan bellamente descritos por Hebreos cap. 11, el perfil comunitario del pueblo es una constante que se fue adaptando según el designio divino se fue revelando. Así, al momento de que el pueblo antiguo dejó de vivir bajo una monarquía, la esperanza mesiánica lo fue dotando de una comprensión que debía ir más allá de los usos humanos y políticos para retomar las intenciones originales de formar una auténtica comunidad alternativa a los usos y costumbres de las diversas épocas. Con ello, se podrían superar las inclinaciones hacia un uso del poder, entre otras cosas, que no debían prevalecer en esa nueva comunidad.
El famoso episodio de Mateo 16 en el que pregunta a sus discípulos sobre el concepto que tenía el mundo sobre él (“¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?”, v. 13), algo que dicho sea de paso ellos debían de saber muy bien, lo cual no deja de ser una gran lección hasta hoy, pues la pregunta sobre la imagen y naturaleza del Señor quienes primero deben hacérsela son sus seguidores a fin de advertir las dimensiones del compromiso para el cual son llamados. Las ideas que circulan en el mundo sobre el Maestro de Nazaret deben ser debatidas y respondidas por los discípulos, para que la doctrina que ellos difundan sobre él clarifique y anuncie adecuadamente su mensaje, tal como lo intentaron los primeros seguidores en los Evangelios. Las diversas imágenes y creencias sobre Jesús, muchas veces contradictorias y falseadas, desde que fue un gran iniciado o hasta un revolucionario insurrecto tienen que ser confrontadas con las que proporciona el Nuevo Testamento para que, luego de un discernimiento espiritual profundo, pueda ofrecerse como parte de la proclamación del Evangelio de amor y justicia de Dios.
La variedad de opiniones (v. 14), fruto de una pluralidad ideológica indudable, no debe hacer que la iglesia flaquee en su apreciación central de la persona de Jesucristo, razón de ser de su existencia en el mundo y ante la que es preciso tomar una determinación: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy?” (v. 15). Si ésta es de aceptación y compromiso, como la de Pedro (“¡Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo!, v. 16b), inmediatamente se da por sentado el acceso a la comunidad de seguidores/as por la mediación directa del Padre (v. 17), aun cuando sea siempre imperfecta en virtud de sus componentes humanos, pero llama la atención que Dios y Jesús mismo sigan confiando en la necesidad de crear esa comunidad, a sabiendas de sus debilidades y flaquezas. El gran malentendido que a veces es la iglesia (en palabras de Emil Brunner), no la desnaturaliza ni le resta dignidad pues, por el contrario, la establece como una realidad dotada de autoridad espiritual en el mundo y ésa es la raíz de las promesas que recibirán los discípulos: “…los vv. 17-19 ofrecen un relato del fundamento de la autoridad pospascual en la Iglesia y del encargo del liderazgo. […] El término ekklesía se encuentra solamente aquí y en 18.17 en los cuatro evangelios. Se refiere a la asamblea del pueblo de Dios”.[10]
Al edificar sobre la afirmación de Pedro la realidad y fortaleza de la iglesia (v. 18), la promesa fundamental consiste en que “el poder del abismo” (“las puertas del infierno”, RVR, expresión usada en diversos lugares del AT: Is 38.10, Job 38.17, Sal 9.14) no podrá vencerla, pues “Mateo relaciona aquí a la Iglesia con el reino: la Iglesia es una disposición interina que media la salvación en el tiempo entre el ministerio terreno de Jesús y al futura llegada del reino”.[11] Atar y desatar en la tierra y en el cielo (v. 19) es la siguiente parte de la promesa que, en 18.18 es entregada a la comunidad como un todo: “Les aseguro que todo lo que ustedes aten en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desaten en la tierra quedará desatado en el cielo”, lo que echa por tierra que únicamente Pedro como apóstol o “papa” tendría esa potestad, relacionada con la toma de decisiones definitivas dentro de la iglesia. La autoridad de la iglesia, por tanto, será de naturaleza colegiada siempre, para terminar con las inclinaciones al abuso de poder espiritual y material al interior de la comunidad naciente. Queda claro que deben leerse paralelamente los caps. 16 y 18 a fin de llegar a conclusiones sanas y correctamente aplicables en estos temas.
Por todo ello, estas promesas del Señor para la vida de su pueblo, en el perfil comunitario que se estaba delineando, son claras y reclaman de ella, en primer lugar, la humildad que tanta falta le hizo a Pedro luego de recibir la revelación divina sobre el mesianismo de Jesús, que aún no debía compartirse de manera tan inmediata, pues debía concluir primero la formación de los discípulos y madurar el momento para su manifestación, con todo y que el esquema de Mateo obedece más bien al rechazo del pueblo judío a la persona de Jesús. La garantía de que la iglesia como nuevo pueblo de Dios podría cumplir con su responsabilidad es el sello que debe caracterizar siempre la fuerza con que ella debe asumir su papel en el mundo, pues su presente y futuro no dependen de su capacidad para adaptarse a mejores posiciones sino de su fidelidad al interminable y exigente amor que Dios le manifestará siempre.
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[1] Alicia Winters, “El templo de Ageo”, en RIBLA, núm. 35-36, www.claiweb.org/ribla/ribla35-36/el%20templo%20de%20ageo.html.
[2] Idem.
[3] Idem.
[4] X. Pikaza, “Éxodo: libertad, principio de la historia”, en Para leer la historia del pueblo de Dios. Estella, Verbo Divino, 1990, pp. 80-81.
[5] Pablo Andiñach, “El camino del desierto: angustia y experiencia de la protección de Dios”, ponencia presentada en XXXIV Semana de Estudios CEFyT: “La palabra de Dios escuchada y compartida nos libera y humaniza”, www.dropbox.com/s/2vde1kh8azqpe5v/El%20camino%20del%20desierto.docx.
[6] X. Pikaza, op. cit., p. 81.
[7] N. Cardoso Pereira, “Construcción del ‘cuerpo’ geopolítico y simbólico: Josué 1-12”, en RIBLA, núm. 60, www.claiweb.org/ribla/ribla60/nancy.html
[8] Sandro Gallazzi “Celebramos las justicias de Yavé”, en RIBLA, núm. 2, www.claiweb.org/ribla/ribla2/celebramos%20las%20justicias%20de%20yave.htm.
[9] Idem.
[10] Benedict T. Viviano, “Evangelio de Mateo”; en R.E. Brown et al., eds., Nuevo comentario bíblico San Jerónimo. Nuevo Testamento y artículos temáticos. Estella, Verbo Divino, 2004, p. 111, http://laicos.antropo.es/biblia-y-libros/Nuevo-comentario-biblico-San-Jeronimo.Nuevo-Testamento.pdf.
[11] Idem.

Leopoldo Cervantes-Ortiz. Oaxaca, México, 1962. Licenciado (STPM) y maestro en teología (UBL). Pasante de la maestría en Letras Latinoamericanas (UNAM). Médico (IPN), editor en la Secretaría de Educación Pública y coordinador del Centro Basilea de Investigación y Apoyo (desde 1999) y de la revista virtual elpoemaseminal (desde 2003).

Fuente: Lupaprotestante, 2015.

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