Por.
Leopoldo Cervantes-Ortiz, México*
“Sin embargo, anímate Zorobabel
—oráculo del Señor—, anímate sumo sacerdote Josué, hijo de Josadac, y que se
anime toda la gente del país —oráculo del Señor—. Pongan manos a la obra porque
yo estoy con ustedes, dice el Señor del universo.” Hageo 2.4, La
Palabra (Hispanoamérica)
- La exhortación de Hageo
El
libro de Hageo (en hebreo Jaggai: “Alegre”, Hilario) manifiesta
claramente una preocupación comunitaria por el templo como “un elemento clave
en el mundo simbólico de la religiosidad popular”.[1] El profeta seguramente perteneció al
llamado “pueblo de la tierra” (am ha aretz), los campesinos de Judá que
ocuparon la tierra en Palestina después de la caída de Jerusalén. Alicia Winters explica así el contexto de lo
acaecido en esa época para situar el mensaje de Hageo sobre la reconstrucción
del templo:
Con la caída de Jerusalén y la
deportación de los principales ciudadanos a Babilonia, quedaron en la tierra
los pobres “que no tenían nada” (Jr 39.10). Durante el conflicto con Babilonia,
muchos habitantes de Judá se habían refugiado en Moab, Amón, Edom y otras
regiones, pero Jr 40.7ss indica que muchos de estos desplazados volvieron y se
establecieron alrededor de Godolías en Mispá “y recogieron vino y abundantes
frutos”. Ezequiel hace pensar que al principio vivían entre las ruinas, en los
campos o escondidos en rocas y cavernas (Ez 33.27), pero también sabemos que
los babilonios repartieron tierras y viñedos entre los más pobres (2 R
25.10-12).[2]
Y agrega, en torno a la mentalidad
prevaleciente al momento de afrontar la posibilidad de dar inicio a dicha
reconstrucción: “El proyecto de reconstrucción despertaría interés no solamente
entre los exiliados, sino también en la comunidad que ya ocupaba la tierra en
Palestina, debido la importancia que las ruinas ya habían adquirido a sus ojos.
El mensaje de Ageo se da en este contexto. Ya se conocía la promesa de
reconstrucción, la esperanza de reconstrucción, pero había vacilación y demoras
para dar comienzo al proyecto de parte de aquellos que vinieron de lejos”.
Había una vacilación de fondo, una tardanza ocasionada por motivos de comodidad
económica y de incomprensión de los tiempos divinos, en una especie de
confrontación divina-humana. “El profeta no estaba proponiendo la
reconstrucción del templo como una idea nueva. Ya se venía hablando del
proyecto”. Su inquietud era que nada se hacía. Los compiladores del libro
anotaron con precisión la fecha del día en que Ageo abordó formalmente a los
altos funcionarios del grupo de los repatriados [segundo año del rey Darío de
Persia, 520 a.C.] para expresar las inquietudes de los campesinos, que constituían,
para él y para los compiladores, ‘el resto del pueblo’, o ‘el pueblo de la
tierra’”. De ahí la importancia de la observación: “Este pueblo dice: ‘No ha
llegado aún el tiempo en que la casa de Yavé sea reedificada’” (1.2).
Pero ante la emergencia de los grupos
populares como responsables de la vida y espiritualidad de la nueva época, el
eventual nuevo templo ya no significaría lo mismo que para las generaciones
anteriores. De las cuatro veces (todas fechadas rigurosamente) que el profeta
recibe la palabra divina, en la primera (1.12-14) hay una reacción muy
favorable por parte de los responsables político y religioso: Zorobabel, nieto
del rey Jeconías, y Josué, nieto del sacerdote Seraías. En la segunda
proclamación (2.1-9), la exhortación consiste en animar a ambos líderes, además
del resto del pueblo (un avance considerable en relación con la antigüedad),
para seguir adelante en el proyecto de reconstrucción, considerando seriamente
la promesa que hace Yahvé para conducir el proceso. Hay una crítica directa al
templo de Salomón y a las prácticas que generó: “¿Quién queda entre ustedes que
haya conocido este Templo en su esplendor inicial? ¿Cómo lo ven ahora? ¿No les
salta a la vista su insignificancia?” (2.3). Ahora el templo será un lugar de
reunión de dimensión internacional (2.7), por lo que llama también la atención
la denominación de Dios como “Señor del universo”, resultado de una proyección
universal que permitió superar el exclusivismo etnocentrista de Israel. Y no
está ausente la reminiscencia de la fidelidad de Yahvé desde el acontecimiento
del Éxodo: “Este es el compromiso que pacté con ustedes cuando salieron de
Egipto: mi espíritu estará en medio de ustedes; por tanto, no teman” (2.5).
Winters destaca cinco funciones o
dimensiones simbólicas del templo en el pensamiento de Hageo y la comunidad
campesina de Judá que dominaba en ese momento, luego del fin de la monarquía
israelita:
- El templo proporcionaba continuidad con el pasado frente a los grandes cambios en la vida política del país. El templo no era simplemente un lugar de culto. Era símbolo de la acción de Dios en medio de su pueblo. […]
- El templo simbolizaba la relación continua del pueblo con la tierra. […] La continuidad con el pasado queda reforzada al señalarse la continuidad con la tierra como lugar sagrado. […]
- El templo articulaba la identidad del pueblo y canalizaba su resistencia frente a la creciente penetración de las costumbres y exigencias de los conquistadores extranjeros. […] Además, en la medida en que ensalza a Zorobabel como sucesor de las promesas davídicas, Hageo lanza una protesta contra las pretensiones persas a la sucesión de la monarquía. […]
- El templo creaba comunidad, proporcionando organización y estabilidad frente a la incertidumbre que prevalecía en todas partes. El templo formaba parte de la realidad que vivía el pueblo: campesinos y campesinas que sufrían hambre, sentían frío, etcétera. […]
- El templo hablaba de la presencia de Dios con su pueblo y así brindaba esperanza para el futuro. “Porque yo estoy con vosotros” [2.4b] es la razón detrás de todo en el libro de Hageo. […] El templo es un proyecto y plantea una utopía, una esperanza: “Desde el día que se echó el cimiento del templo de Yavé: meditad… Ni la vid, ni la higuera, ni el granado, ni el árbol de olivo han florecido todavía; mas desde este día os bendeciré” [2.19].[3]
El
énfasis crítico de estas afirmaciones siguen vigente actualmente si se analizan
las esperanzas que las comunidades depositan en sus lugares de culto y pierden
de vista el verdadero fin de los mismos. El tercer oráculo recibido por Hageo
tiene que ver con la purificación ritual (2.10-19), lo que demuestra su
cercanía con los círculos sacerdotales de la época del exilio, en función de
las fechas en que comenzó la reconstrucción del templo. La bendición resultante
del esfuerzo por reconstruir será una realidad tangible en términos agrícolas.
Finalmente, Zorobabel recibe el anuncio del beneplácito divino, y la
exhortación a esforzarse con denuedo para conseguir los propósitos más altos en
beneficio del pueblo (2.20-23). De la misma manera, hoy el presente y el futuro
de la iglesia están en las manos de Dios y Él la guiará para retomar, cada vez
que sea necesario, el rumbo que requiere, pues muchas veces no es capaz de comprender
los alcances de los proyectos divinos y con frecuencia requiere correctivos
históricos severos como los que atravesó el pueblo antiguo.
- El pueblo de Dios mira siempre hacia adelante
“Entonces el Señor dijo a Moisés: —¿A
qué vienen esos gritos? Ordena a los israelitas que reanuden la marcha. Y tú
levanta tu vara y extiende la mano sobre el mar que se abrirá en dos para que
los israelitas lo atraviesen pisando en seco.” Éxodo 14.15-16, La
Palabra (Hispanoamérica)
El
paso del Mar Rojo por parte de los hebreos liberados de la esclavitud en Egipto
es uno de los momentos paradigmáticos de toda la historia bíblica. Su carácter
anti-épico, pues el tono del relato se halla centrado únicamente en la
intervención directa de Dios para permitir que los antiguos esclavos accedieran
a la libertad, realza la manera en que se cumplirían progresivamente las
promesas que acompañaron todo el proceso. Al escuchar el clamor de las tribus,
Dios mismo se levantó, se puso en marcha para conseguir la movilización física
y espiritual de su pueblo y así instalarse él mismo en la historia como un Dios
ligado a las ansias libertarias de la humanidad. El gran episodio del éxodo
simboliza también la forma en que toda acción divina es capaz de transformar el
presente y de proyectarlo hacia un futuro nuevo e inimaginable, en el que es
posible encontrarse con otras facetas del rostro de Dios y así profundizar
permanentemente en la realidad de su amor.
Uno
de los instantes climáticos de esa gran gesta aconteció cuando el pueblo tuvo
que afrontar el inmenso desafío de atravesar, así fuera en su parte más
estrecha, el paso del Mar Rojo, a fin de alejarse definitivamente de cualquier
contacto con lo que representó para él los años vividos en la sumisión a
Egipto. Las tribus no estaban iniciando un viaje turístico ni mucho menos: se
encontraban en el umbral del desierto y las famosas palabras proferidas por
Yahvé en este contexto son, además de alentadoras, sumamente riesgosas. Mirar
hacia adelante, tal como debe ser la actitud continua del pueblo de Dios, puede
tener como contraparte que el camino hacia el cual se debe seguir sea el
desierto mismo, esto es, un espacio aparentemente desprovisto de vida, de
comodidades, pero potencialmente lleno de riquezas espirituales, de diálogo con
Dios, de comunión, en este caso, sumamente desafiante al venir de las aparentes
“ventajas” de Egipto: comida segura, especialmente, pero en el marco de la
esclavitud y la sumisión.
La
narración del paso del Mar Rojo trae hasta nuestros ojos la incertidumbre, la
duda y la vacilación de todo un pueblo concentrado en un solo lugar que deberá
tomar una decisión colectiva para asumir plenamente los planes divinos de
libertad. Acerca de la orden para marchar hacia adelante (14.15) escribe Xabier
Pikaza:
Hay
un momento en que la decisión resulta inevitable. Es el momento de ruptura. […]
Entonces resulta necesaria la decisión y nadie puede asumirla por nosotros: ni
los ángeles del cielo, ni los astros, ni siquiera el mismo Dios excelso. Dios
nos encamina, nos promete su asistencia, pero luego quiere que nosotros mismos
asumamos nuestro riesgo y decidamos […]
Sólo
cuando empezamos a avanzar envía Dios su viento y seca el agua de los mares. De
esa forma muestra que la libertad es don que sobrepasa nuestras fuerzas:
nosotros las buscamos y es ella la que viene a nuestro encuentro, destruyendo
las murallas y los mares que cerraban el camino.[4]
Dios
no puede relacionarse con un pueblo que no esté dispuesto a la aventura
renovadora y creativa en medio de una historia cuyas contradicciones no cesan
nunca. Las historias personales, familiares, colectivas, subsidiarias todas de
una historia mayor que Él en su soberanía y profundo amor va desplegando ante
nosotros, como siempre lo ha hecho con su pueblo, adquirirán nuevas dimensiones
al interpretar progresivamente sus acciones concretas. Y podemos confesar que
no nos agradan necesariamente los desiertos a los que nos ha llamado y nos
seguirá llamando tantas veces, pues los desiertos donde es posible el encuentro
con Dios son espacios de melancolía, ansiedad y precariedad, pero también puede
llevarnos por lugares pletóricos de bendiciones materiales y espirituales. “La
imagen que el texto da de la vida en el desierto es la de una persona que no lo
conoce y vive en la ciudad. El desierto es comprendido como un lugar de grandes
peligros y donde el riesgo de no contar con agua o alimentos es la preocupación
cotidiana. La muerte ronda en cada jornada y el sentimiento de que allí no hay
muchas posibilidades de sobrevivir está presente en cada nueva escena”.[5] Fe, sobrevivencia y confianza plena en el
amor divino: he ahí la tríada a la que se refieren las profundidades del texto.
Yahvé
es el estratega de la liberación y de la salida del laberinto geográfico,
psicológico y político: “El faraón pensará que los israelitas no saben salir de
Egipto y que el desierto les cierra el paso. Y yo haré que el faraón no se dé
por vencido y los persiga; y de nuevo mostraré mi gloria a costa de él y de
todos sus ejércitos. Así los egipcios tendrán que reconocer que yo soy el
Señor” (14.3-4). Dios mostrará su gloria justamente al lado de la multitud
llena de pánico ante el peligro inminente de una muerte trágica (14.11-12).
Todo dependía de que el pueblo cumpliera las órdenes sistemáticamente al pie de
la letra. El obstinado faraón, sin saber a ciencia cierta que estaba librando
una guerra desigual contra el Dios de los esclavos, se suma a los planes
divinos para dar lustre a la labor de introducirlos, poco a poco, al vergel de
una vida plena y auténtica, aunque aún faltaba mucho tiempo para ello.
En
la experiencia de las tribus hebreas, el desierto se volverá un escenario de
múltiples experiencias en donde el cuidado de Dios se hará presente: el agua en
la roca, el maná, las codornices… Diversas manifestaciones extraordinarias del
amor de un Dios que siempre está atento al porvenir de su pueblo, incluso en
instantes límite en los que las fuerzas humanas flaquean al máximo. Los
múltiples éxodos que nos son presentados demandan de nosotros hoy una confianza
ciega en el amor de Dios que podrá sustentarnos en medio de cualquier
circunstancia, pero sin dejar jamás de mirar hacia adelante, pues ésa debe ser
la vocación irrenunciable del pueblo de Dios permanentemente.
Cuando
termina el eco de los cantos, llega la exigencia del camino. El problema no son
los opresores, que han quedado atrás, hundidos en el mar o destruidos en su
misma prepotencia ciega. El problema son los liberados que ahora deben inventar
su propia marcha en actitud de gracia, en solidaridad compartida y valentía.
Antes era fácil: bastaba resistir o responder en contra. Ahora es preciso
inventar la libertad, aprendiendo a caminar de forma nueva, en el desierto.[6]
- Esforzarse y avanzar en el nombre de Dios
“Te he mandado que seas fuerte y
valiente. No tengas, pues, miedo ni te acobardes, porque el Señor tu Dios
estará contigo dondequiera que vayas.” Josué 1.9, La Palabra
(Hispanoamérica)
Josué
1 es todo un clásico de todos los tiempos para la reflexión cristiana
evangélica, especialmente para aquella que está ligada de por vida a la
militancia en el llamado Esfuerzo Cristiano, pues el nombre de esta agrupación
deriva directamente de la famosa exhortación del v. 9. No obstante la inmediata
asociación de ésta con los ímpetus y los afanes juveniles no necesariamente le
hace justicia al espíritu y, sobre todo, al contexto de las palabras del texto,
puesto que, ante la desaparición de Moisés como líder casi insustituible de las
tribus de Israel, la figura de Josué requería, sobre todo, de lo que podría
llamarse una genuina legitimidad moral y espiritual para ocupar el lugar
vacante. Se trataba, ante todo, de asumir una postura clara y valiente ante la
enorme tarea de conquistar un “territorio prometido” pero cuyos propietarios no
lo soltarían fácilmente, por lo que se avecinaba una guerra de invasión a fin
de ocuparlo.
En
los tiempos que corren, toda visión colonizadora representa formas de violencia
que una sana interpretación de las Escrituras no puede dejar nunca de lado,
motivo por el cual la espiritualización de la exhortación obliga a repensar el
sentido que debe guiar la relación entre ella y una vida cristiana desafiada
continuamente al esfuerzo, esto es, al gasto continuo de energía, para avanzar
en el nombre de Dios hacia los caminos que tiene preparados para los creyentes
y la iglesia, y en donde Él siempre nos está esperando, delante de todo lo que
podamos creer o imaginar. Para Nancy Cardoso Pereira, hay tres aspectos que hoy
deberían ayudar a interpretar la visión del libro de Josué, a fin de lograr una
buena comprensión de su mensaje:
- La dimensión vital del acceso a la naturaleza, como condición de vida.
- La experiencia de Dios, vivida en la experiencia de la espacialidad, como garantía de territorio para todos y todas.
- El conflicto presente en la experiencia de los grupos humanos, como ejercicio permanente de deconstrucción de poderes de muerte y construcción de alianzas que garanticen la vida.[7]
Al
momento de ser interpelados por las palabras de Yahvé dirigidas a Josué, uno
podrá situarse ante cada uno de ellos para percibir que el Dios que había
prometido un espacio nuevo de vida, desarrollo y bienestar para su pueblo no
podía, por definición, condenar a la muerte y la desposesión a otros pueblos.
Incurrir en el etnocentrismo con base en una doctrina de la elección ajena a la
preservación de la vida humana no puede ser una buena plataforma para una
lectura espiritual del libro y de la historia misma de la ocupación de la
tierra. Prueba de ello es la reacción del propio Josué ante algunas órdenes de
arrasamiento: “Pero Israel no prendió fuego a ninguna de las ciudades situadas
sobre las colinas; únicamente Jasor fue incendiada por Josué” (11.13). Resulta
complicado simpatizar hoy con el exterminio o la “limpieza racial” que se
menciona en diversos lugares del libro, con todo y que se explique a partir de
una “razonable limpieza espiritual” o religiosa. Además, el propio pueblo también
tenía otros componentes raciales: “La verdad, en medio de este pueblo llamado
Israel hay quenitas (Nm 10.29-32; Jue 4.11, 17), madianitas (Ex 2.21), cusitas
(etíopes, negros, Nm 12.1) y una, no bien identificada, ‘multitud’ que poseía
ganado y ovejas (Ex. 12,38)”.[8] Además, mediante una atenta lectura se
puede apreciar que “la verdadera lucha se dio contra “reyes” y contra
“ciudades”, más que contra poblaciones. Fue la lucha de diferentes grupos
oprimidos que vivían al margen del sistema imperial tributario, contra sus
opresores, contra la ciudad”.[9]
Josué
aparecería entonces, no como un modelo de “conquistador”, sino más bien, por la
fuerza de los hechos, como un tipo de creyente que es desafiado por la
divinidad y enviado a cumplir una dura misión en medio de pueblos diferentes al
suyo, y en la que la fidelidad al proyecto divino es lo más importante. Para
ello requiere de cualidades específicas y que debían esperarse de un líder que
asumirá el lugar de quien ya no estaba presente: “llenar los zapatos” de Moisés
era una tarea honrosa pero demasiado grande para quien, a pesar de haberlo
acompañado, necesitaba ahora una imagen y una certidumbre completas para lograr
su propósito. Las palabras de Yahvé son aleccionadoras y solemnes: “Moisés, mi
siervo, ha muerto. Disponte, pues, a cruzar ese Jordán, con todo este pueblo,
hacia la tierra que yo doy a los israelitas” (1.2). La promesa confirmada es
clara sobre los territorios a ocupar: “Les entrego a ustedes todo lugar donde
pongan el pie, según prometí a Moisés” (1.3). Y la oferta de apoyo era
irrestricta: “Nadie te podrá hacer frente mientras vivas: lo mismo que estuve
con Moisés, estaré contigo; no te dejaré ni te abandonaré” (1.5) Semejantes
garantías debían ser respondidas con una actitud consecuente: “Pórtate, pues,
con fortaleza y valentía porque vas a ser tú quien darás a este pueblo la
posesión de la tierra que juré dar a sus antepasados” (1.6). La única exigencia
era: “…que seas fuerte y valiente y cumplas toda la ley que te dio mi siervo
Moisés. No te desvíes de ella ni a la derecha ni a la izquierda; así tendrás
éxito en todo lo que emprendas” (1.7).
Naturalmente,
Josué tenía que ir más allá de lo meramente material (y militar), para
considerar la ley divina como la norma de vida, conducta y fe que guiaría todos
sus actos. Aquí, el lenguaje del Deuteronomio es intenso y clave: “Medita día y
noche el libro de esta ley teniéndolo siempre en tus labios; si obras en todo
conforme a lo que se prescribe en él, prosperarás y tendrás éxito en todo
cuanto emprendas” (1.8). Es entonces que aparece la consigna vital para
realizar el trabajo encomendado: fuerza, valentía y abandono del miedo y la
cobardía ante la certeza de la constante compañía divina. Ante empresas
gigantescas como la conquista de una tierra ocupada por tantos pueblos, la
dirección del Señor es una garantía de que es posible alcanzar las metas
trazadas, pero siempre sin llegar a la creencia de que “el fin justifica los
medios” o de que “los hijos de Dios tienen derecho a las mejores cosas” y, por
tanto, pueden pasar por encima de los demás, indiscriminadamente, como
promueven ciertas teologías actuales. Esforzarse y avanzar en el nombre de
Dios, en el espíritu de Josué, significa aceptar el anuncio divino de su
cercanía y asumir las tareas encomendadas con constancia, determinación y
valor.
- Presente y futuro de la iglesia ante las promesas de Dios
“Por eso te digo que tú eres Pedro, y
sobre esta piedra voy a edificar mi Iglesia, y el poder del abismo no la
vencerá.” Mateo 16.18, La Palabra (Hispanoamérica)
La
iglesia, como pueblo de Dios presente en la historia, debe afrontar siempre su
presente y su futuro asido a las promesas de su Señor y Salvador. Como
continuidad de la comunidad del Antiguo Testamento, la iglesia ha recibido
también las que el pueblo de Dios recibió con anterioridad, aunque cuando el
propio Señor Jesucristo replanteó la forma que debía adquirir el grupo de sus
seguidores/as, también renovó esas promesas y proyectó la presencia de la
comunidad en el mundo de una manera diferente. Desde la llamada de Abraham, y a
través de todos los episodios históricos, tan bellamente descritos por Hebreos
cap. 11, el perfil comunitario del pueblo es una constante que se fue adaptando
según el designio divino se fue revelando. Así, al momento de que el pueblo
antiguo dejó de vivir bajo una monarquía, la esperanza mesiánica lo fue dotando
de una comprensión que debía ir más allá de los usos humanos y políticos para
retomar las intenciones originales de formar una auténtica comunidad
alternativa a los usos y costumbres de las diversas épocas. Con ello, se
podrían superar las inclinaciones hacia un uso del poder, entre otras cosas,
que no debían prevalecer en esa nueva comunidad.
El
famoso episodio de Mateo 16 en el que pregunta a sus discípulos sobre el
concepto que tenía el mundo sobre él (“¿Quién dice la gente que es el Hijo del
Hombre?”, v. 13), algo que dicho sea de paso ellos debían de saber muy bien, lo
cual no deja de ser una gran lección hasta hoy, pues la pregunta sobre la
imagen y naturaleza del Señor quienes primero deben hacérsela son sus
seguidores a fin de advertir las dimensiones del compromiso para el cual son
llamados. Las ideas que circulan en el mundo sobre el Maestro de Nazaret deben
ser debatidas y respondidas por los discípulos, para que la doctrina que ellos
difundan sobre él clarifique y anuncie adecuadamente su mensaje, tal como lo
intentaron los primeros seguidores en los Evangelios. Las diversas imágenes y
creencias sobre Jesús, muchas veces contradictorias y falseadas, desde que fue
un gran iniciado o hasta un revolucionario insurrecto tienen que ser
confrontadas con las que proporciona el Nuevo Testamento para que, luego de un
discernimiento espiritual profundo, pueda ofrecerse como parte de la
proclamación del Evangelio de amor y justicia de Dios.
La
variedad de opiniones (v. 14), fruto de una pluralidad ideológica indudable, no
debe hacer que la iglesia flaquee en su apreciación central de la persona de
Jesucristo, razón de ser de su existencia en el mundo y ante la que es preciso
tomar una determinación: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy?” (v. 15). Si ésta es
de aceptación y compromiso, como la de Pedro (“¡Tú eres el Mesías, el Hijo de
Dios vivo!, v. 16b), inmediatamente se da por sentado el acceso a la comunidad
de seguidores/as por la mediación directa del Padre (v. 17), aun cuando sea
siempre imperfecta en virtud de sus componentes humanos, pero llama la atención
que Dios y Jesús mismo sigan confiando en la necesidad de crear esa comunidad,
a sabiendas de sus debilidades y flaquezas. El gran malentendido que a veces es
la iglesia (en palabras de Emil Brunner), no la desnaturaliza ni le resta
dignidad pues, por el contrario, la establece como una realidad dotada de
autoridad espiritual en el mundo y ésa es la raíz de las promesas que recibirán
los discípulos: “…los vv. 17-19 ofrecen un relato del fundamento de la
autoridad pospascual en la Iglesia y del encargo del liderazgo. […] El término ekklesía
se encuentra solamente aquí y en 18.17 en los cuatro evangelios. Se refiere
a la asamblea del pueblo de Dios”.[10]
Al
edificar sobre la afirmación de Pedro la realidad y fortaleza de la iglesia (v.
18), la promesa fundamental consiste en que “el poder del abismo” (“las puertas
del infierno”, RVR, expresión usada en diversos lugares del AT: Is 38.10, Job
38.17, Sal 9.14) no podrá vencerla, pues “Mateo relaciona aquí a la Iglesia con
el reino: la Iglesia es una disposición interina que media la salvación en el
tiempo entre el ministerio terreno de Jesús y al futura llegada del reino”.[11] Atar y desatar en la tierra y en el
cielo (v. 19) es la siguiente parte de la promesa que, en 18.18 es entregada a
la comunidad como un todo: “Les aseguro que todo lo que ustedes aten en la
tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desaten en la tierra quedará
desatado en el cielo”, lo que echa por tierra que únicamente Pedro como apóstol
o “papa” tendría esa potestad, relacionada con la toma de decisiones
definitivas dentro de la iglesia. La autoridad de la iglesia, por tanto, será
de naturaleza colegiada siempre, para terminar con las inclinaciones al
abuso de poder espiritual y material al interior de la comunidad naciente.
Queda claro que deben leerse paralelamente los caps. 16 y 18 a fin de llegar a
conclusiones sanas y correctamente aplicables en estos temas.
Por
todo ello, estas promesas del Señor para la vida de su pueblo, en el perfil
comunitario que se estaba delineando, son claras y reclaman de ella, en primer
lugar, la humildad que tanta falta le hizo a Pedro luego de recibir la
revelación divina sobre el mesianismo de Jesús, que aún no debía compartirse de
manera tan inmediata, pues debía concluir primero la formación de los
discípulos y madurar el momento para su manifestación, con todo y que el
esquema de Mateo obedece más bien al rechazo del pueblo judío a la persona de
Jesús. La garantía de que la iglesia como nuevo pueblo de Dios podría cumplir
con su responsabilidad es el sello que debe caracterizar siempre la fuerza con
que ella debe asumir su papel en el mundo, pues su presente y futuro no
dependen de su capacidad para adaptarse a mejores posiciones sino de su
fidelidad al interminable y exigente amor que Dios le manifestará siempre.
_______________
[1] Alicia Winters, “El
templo de Ageo”, en RIBLA, núm. 35-36, www.claiweb.org/ribla/ribla35-36/el%20templo%20de%20ageo.html.
[4] X. Pikaza, “Éxodo:
libertad, principio de la historia”, en Para leer la historia del pueblo de
Dios. Estella, Verbo Divino, 1990, pp. 80-81.
[5] Pablo Andiñach, “El
camino del desierto: angustia y experiencia de la protección de Dios”, ponencia
presentada en XXXIV Semana de Estudios CEFyT: “La palabra de Dios escuchada y
compartida nos libera y humaniza”, www.dropbox.com/s/2vde1kh8azqpe5v/El%20camino%20del%20desierto.docx.
[7] N. Cardoso Pereira,
“Construcción del ‘cuerpo’ geopolítico y simbólico: Josué 1-12”, en RIBLA, núm.
60, www.claiweb.org/ribla/ribla60/nancy.html
[8] Sandro Gallazzi
“Celebramos las justicias de Yavé”, en RIBLA, núm. 2, www.claiweb.org/ribla/ribla2/celebramos%20las%20justicias%20de%20yave.htm.
[10] Benedict T. Viviano,
“Evangelio de Mateo”; en R.E. Brown et al., eds., Nuevo comentario
bíblico San Jerónimo. Nuevo Testamento y artículos temáticos. Estella,
Verbo Divino, 2004, p. 111, http://laicos.antropo.es/biblia-y-libros/Nuevo-comentario-biblico-San-Jeronimo.Nuevo-Testamento.pdf.
Leopoldo Cervantes-Ortiz. Oaxaca, México, 1962. Licenciado
(STPM) y maestro en teología (UBL). Pasante de la maestría en Letras
Latinoamericanas (UNAM). Médico (IPN), editor en la Secretaría de Educación
Pública y coordinador del Centro Basilea de Investigación y Apoyo (desde 1999)
y de la revista virtual elpoemaseminal (desde 2003).
Fuente:
Lupaprotestante, 2015.
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